¿La vida te da lo que mereces? ¿Es el destino tu compañero, siempre justo y fiel, que decide tu travesía ante tus pasos? No, no creo absolutamente para nada en esas supercherías. No tengo porque creer en un ser superior, en un destino kármico inflexible, en un orden cósmico. ¿Por qué habría de creer en eso? Cuando todo lo que necesito está en mi interior. El único ser que decide, marca y encamina su destino eres tú.
Por ello, cuando yo hablo de destino, hablo del propio ego personal, esa mente subconsciente, dormida, que yace en nuestro interior. Esa es la que decide, porque al fin y al cabo es la mente libre, la que, por desgracia, no puedes controlar. En nuestros sueños se manifiesta, mostrando nuestros miedos más ocultos, nuestros deseos innombrables. Y es que la mente es la máquina más poderosa, la verdadera creadora de magia.
Cuando uno se odia a sí mismo, cuando carece de autoestima, se denigra automáticamente. Se rechaza toda la felicidad posible y, casualmente, comienzan a ocurrirle miles de desgracias. Su ánimo negativo y depresivo acompaña a todas sus vivencias, horribles y miserables como él. Eso es la ley de atracción, más conocido mundanamente como sugestión. Cuando vibramos en ciertas frecuencias emocionales, atraemos energía que vibra en dicha frecuencia. Por ello, la gente pesimista tiende a sufrir más desgracias.
A veces, aun sabiendo esto y siendo positivos no es suficiente, ¡evidentemente! Incluso a veces decimos, pero el problema es que no creemos. Porque nuestro subconsciente ya está condicionado a una idea. Y ese es el verdadero reto, re-programar nuestra conciencia o crear la conciencia desde el más absoluto vacío.
Por ello, sí, la vida nos da lo que nos merecemos. De hecho, nos da lo que nosotros creemos que nos merecemos, pues es, en última instancia, nosotros los que decidimos. El destino siempre te aguarda un final: la puerta. La puerta a la que todos aspiramos. Hay que coger el pomo con firmeza y atravesar el umbral, con decisión y sin miedo. Hay que observar detenidamente el otro lado y dar un paso. Al fin y al cabo no podrás escapar de ella, aunque huyas o corras siempre acabarás en ella, por una extraña maldición auto-impuesta.
Pero, ¿hay, necesariamente, que atravesar la puerta? Es un laberinto de pasadizos y puertas corredizas que, quizá, no debemos conocer.
Empezamos desde el punto cero: nuestra perspectiva, vamos con una idea preconcebida de aquella puerta, inevitablemente. Tenemos una actitud, ya sea de miedo o de determinación, con nuestras dudas y confusiones en nuestro interior caminamos hacia ella. Aunque esto es meramente subjetivo, al llegar a la puerta encontramos su título y ahí comienzan las respuestas. El nombre de la puerta es lo primero que nos dará una idea de esta, de si la debemos cruzar. Miramos a través de la cerradura, echando un vistazo al interior, pero es tan nula la visión que no nos ha dado demasiadas pistas. Seguimos dudosos, temerosos ante la incertidumbre. Por ello agarramos el pomo y lo giramos, estamos dispuestos a abrirla, tenemos demasiada curiosidad. Y quizá no podemos evitarlo, hay que mirar al interior.
Nada más abrir de par en par la puerta vemos el interior, una primera imagen de lo que ocurrirá al cruzar el umbral. Aquí es donde hacemos la primera gran decisión: si cruzar o no. Si decidimos cruzarla, bajo el umbral comenzaremos a sentir la esencia de la habitación, el aura que porta. Esta será la primera señal, la primera respuesta. Pero no será hasta que hayamos dado una vuelta a la estancia, cuando nos daremos cuenta de cuál es la verdad que representa. Una vez dentro la magia habrá sido desatada, no habrá vuelta atrás, no se podrá salir de la habitación y cerrar la puerta. Ya estás dentro y habrás de buscar otra salida, pues el umbral anterior ha sido destruido.
Pero, ¿dónde está la puerta? ¿Qué nos conduce a ella? La parte más importante es el pomo, está claro, si una puerta carece de pomo habremos de encontrarlo, para poder abrirla, pero existen más factores. Hay una situación, una actitud, una premisa, que nos conduce a ella: un cruce de caminos, un giro inesperado, una desgracia, una alegría. Una situación es la causa de la aparición de esta puerta, nos sitúa en el camino hasta ella. Pero más allá de nuestra actitud y causas a nuestros efectos, hemos de saber en qué lugar se encuentra la puerta. Por eso, el cuarto y el quinto no hacen nada sin el noveno. Podremos caminar, pero sin saber en qué lugar exacto está la puerta no llegaremos jamás. Porque a veces hay que darle un empujón al "destino".
La cerradura es lo que mantiene cerrada la puerta, para poder abrirla hemos de deshacernos de esto: ya sea situación, actitud o modo de actuar. Pero la llave, con la llave lo tendremos todo hecho. Ella es la clave para cruzar el umbral. Aunque a veces es mejor guardarla a buen recaudo ante una puerta que nos traiga desconfianza, una puerta levadiza que solo busque nuestro malestar. En ese caso, será la llave la que tengamos que encontrar, para custodiarla y qué jamás sea dicha puerta abierta.
Cada cosa llega a su debido tiempo y al final apareces en un mundo donde el
tiempo pierde su importancia, pierde su significado original. Las palabras se
pierden, desvanecen, y sólo existe el lenguaje de las miradas. Todo es fruslerías salvo una cosa: lo que da luz a tu existencia. Es el otro lado de la puerta, ahí está todo lo que siempre quisiste, ahí está
el todo que llena tu nada. Porque no hay otro modo de encontrarlo, abrir puertas hasta encontrar la adecuada.
Si realmente ansias algo, lo conseguirás, pero has de esperar, y la espera
merecerá la pena. Es como pedir un deseo millones de veces, concentrarse, mirar
fijamente a un punto y pensar hasta explotar. A la fuerza, al final acabara
ocurriendo, ¿no creéis? Eso es la sugestión, aunque es más complicado que mirar a un punto hasta dolerte la cabeza.
Es tan sencillo como que el cielo es azul, pero a la vez igual de abstracto. Porque, ¿es realmente el cielo de color azul o simplemente lo percibimos de esa
manera? ¿El rosa es realmente el rosa o es tan sólo una sucesión de sensaciones que
nos hacen visualizar ese color, que nos llevan a esa emoción? El sentido del
color rosa. Y por eso vemos ese color en nuestras retinas. Cada cosa que vemos,
la percibimos y sentimos algo, y entonces en nuestra mente se traduce a un
color.
Imaginaros vivir en un mundo sin color, donde a nadie le embarguen las
sensaciones, todo sea de un tono grisáceo, negro y blanco, nada más. Y un buen
día alguien, sin más, vea el color rojo, en los labios de la chica más bella
que jamás pasó por delante de sus ojos, un carmesí intenso como la propia
sangre, la sangre hirviente más caliente que jamás hayáis imaginado, los labios
más carnosos y voluptuosos que existieron. Y así se inventó el color rojo. Fue tan solo una pura impresión de la mente
humana. Una segregación de hormonas, recorriendo nuestro cuerpo, enviando un
mensaje a nuestro cerebro y llevando ese mensaje al ojo para ver sus labios de
color rojo.
¿Acaso no es tan simple como eso? Todo es abstracto, pero las cosas abstractas son las más bellas. Es tan sencillo como eso. No conozco nada tan simple.
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