El Juego de la Escalera



Por alguna razón, desde bien pequeños, mi hermano y yo siempre hemos competido el uno con el otro sin descanso. No sabemos, nadie sabe, el origen de esta disputa eterna, pero está vigente desde que abrió los ojos y nos conocimos. Solíamos jugar a muchas cosas, ya sabéis, esos juegos de niños inocentes como jugar al balón, a policías y ladrones, al escondite. Pero pronto cualquier cosa se convertía en una competición, en una lucha por sobresalir.


Nuestro padre, lejos de ser un santo, al principio intentaba separarnos, obligándonos a perdonarnos mutuamente, a darnos un afectuoso abrazo y olvidar nuestras diferencias. Pero conforme fuimos creciendo pareciere que a él le satisfacían nuestras peleas, dulce sadismo el de mi padre. No duró mucho su ternura y su objetividad, pues todo padre tendrá siempre un favorito, pues el ser humano tiene preferencias y negarlo es negar lo evidente.

Recuerdo un día que estábamos jugando en el jardín, discutíamos sobre nuestra madre. Tema enteramente debatido por nosotros desde temprana edad. Cada victoria era por ella, y ella era el trofeo y, entonces, era mostrado al padre, como una conquista freudiana. "'¡Mi madre es la más bonita de todas!", decía yo, "¡Mi madre no me abandona al menos!", contestaba siempre él.  Y esa era su única respuesta, que siempre dolía como mil pinchazos.

A pesar de todo he de decir que nos teníamos cierto afecto, el afecto que se puede tener por un objeto que te agrada y te divierte, supongo. Eso éramos el uno para el otro. Porque yo siempre sería el bastardo y él el predilecto. Y ahí no había cuestiones a discutir, incluso yo lo sabía.


Sin duda nuestro juego favorito era el de la escalera. Subíamos y bajábamos las escaleras sin cesar. Quien llegara antes a lo más alto tendría el título del Escalinato de honor. Aquellas historias que nos contaba nuestro padre habían calado bien hondo en nosotros y buscábamos el triunfo a toda costa, el éxito que atrae los aplausos del público. Nos enseñó a despreciar la derrota. Y por su simpleza este en concreto era nuestro preferido. ¡Pero qué pronto se acabó mi suerte!

Cuando nos llegó la pubertad -o mejor dicho nos golpeó con dureza con un mazo- mi hermano pequeño se mostraba como todo un hombre, musculoso, vigoroso y lleno de vida, apto para cualquier deporte, para cualquier estrategia y lógica. Mientras, yo, era más de libros, de literatura, un escriba encerrado en su universo, dado a las ciencias y todas las artes. Su arte era la guerra, el mío el verbo, ¿qué podía yo hacer contra él?

A la edad de quince años, cuando supuestamente uno ya tiene cierta cabeza -no nosotros-, mi hermanito me pidió que jugáramos a aquel dichoso juego de la escalera, con una sonrisa maquiavélica. ¿Por qué no? Desde los once que no jugábamos a aquello, pocas veces después de esa edad me atreví a volver a aceptar una de sus derrotas. Pero aquella vez era distinto, ¿por qué no iba a ganar? ¿Por qué rendirme antes de empezar? Quizá iba siendo hora de coger el toro por los cuernos.

Acepté, evidentemente, y mi hermano rió. Nos pusimos ambos en posición en la linea imaginaria de salida, justo cuando acababa la alfombra de la entradita, a un par de palmos del primer escalón. Entonces ambos, sincronizados, decíamos a viva voz: preparados, listos... ¡ya! Haciendo una breve pausa antes del pistoletazo de salida. Y ahí comenzábamos nuestra carrera.


Íbamos igualados en primera estancia, sabía que él solo estaba recuperando fuerzas para el sprint final, pero esta vez no iba a desfallecer. Porque si comes con la boca abierta la sangre atraerá a las moscas. Subíamos y subíamos, sin descanso, a unos cuantos escalones de donde nos encontrábamos había un obstáculo, donde siempre tropezaba sin posibilidad de sortearlo. ¡Siempre, en el primer tramo! Era tan frustrante. Pero no aquella vez. Mi padre solía jugar al golf y dejaba sus palos justo a la izquierda, él era dado a estos juegos relajantes, pensaba que le daban algún tipo de profunidad a su alma. Agarré el palo siete con fuerza y lo lancé frente a mi hermanito, que, sin verlo venir, cayó de bruces contra le suelo, dándome tiempo para sortear el obstáculo con toda la tranquilidad posible.

Escuché gruñir como un animal enfurecido a mi joven hermano y no pude sino reírme a su costa. ¡Qué grata esta victoria! Jamás hubiera él imaginado que yo, el santurrón de su hermano mayor, hiciera trampas. ¿No vale todo en la guerra y en el amor? Seguimos subiendo, sin descanso, porque la carrera no había hecho más que comenzar.

Subiendo y subiendo, hasta acabar. Esa era la meta, porque si sigues andando siempre llegas a alguna parte. En el segundo tramo de las escaleras había que dar un poderoso salto y mi hermanito lo hacía sin apenas sudar, pero yo era otra historia totalmente diferente. Aquel salto era imposible para mí. Tres escalones del segundo tramo estaban rotos y se podía ver el piso de abajo. ¡Como nos dijo nuestro padre que no jugáramos a estas estrafalarias memeces! Siempre nos castigaba al vernos en aquel tramo y nos obligaba a bajar, pero cuando no nos veía andábamos por ahí, jugando al juego de la escalera, sin cesar.

Y es que aquella escalera se rompió no por el paso del tiempo, sino porque mi hermano, haciendo trampas, me empujó escaleras abajo. Yo, queriendo sujetarme, pisé demasiado fuerte mientras me agarraba a la madera del pasamano y... simplemente el suelo se hundió bajo mis pies. Por suerte el hueco no dejó que cayera al piso de abajo, pero mi hermano siempre intentaba las veces siguientes verme caer. Y no os puedo negar que alguna vez ocurriera.

El caso es que nuestro gato, fiel compañero mío, pues él me conoció mucho antes de que mi hermanito naciera, estaba siempre sentado en el pasamano. Nos miraba con ojos curiosos, sin entender el porqué de aquel juego estúpido, él era mi único amigo en aquel hogar. El gato cada vez que me veía pasar me maullaba, avisándome de aquel peligroso tramo, pero su empresa nunca tenía éxito alguno, pues volvía a errar. Pero no esta vez. Esta vez avisé al minino, maullé todo lo alto que pude y el minino se puso en el juego de la escalera.

Mi hermano muy listo no era, todo hay que decirlo, sobre todo cuando se cejaba de ira, ahí perdía la razón y el norte. Era muy inteligente para lo suyo, pero le sacabas de su ámbito y era un pato cojo. Sin darse cuenta del hueco pasó por encima del gato y este, con un maullido de enfado se apartó y mi hermanito cayó por el hueco de la escalera. ¡Cómo me reí al verle caer, gritar y patalear! Fue simplemente hermoso.

Pero tonto de mí, pasé demasiado cerca de él y me agarró del pantalón, haciéndome también caer. Intentaba darle patadas para que me soltara, pero me tenía fuertemente amarrado. Consiguió poco a poco salir del hueco y cuando lo hubo conseguido me acorraló contra el pasamano. Yo, temeroso y temblando, me tapé la cara con las manos, esperando recibir uno de sus golpes. Pero no lo hizo. ¡No esta vez! ¿Por qué?

Me ayudó a levantarme. ¡¿Por qué?! Y seguimos corriendo escalera arriba. ¡¿Por qué?! Que mi hermano fuera malvado me aterrorizaba, pero que fuera bondadoso era aun peor. Si él mutaba de conducta entonces ya no sabías que esperar, no sabías qué tramaba, y aquello te carcomía por dentro como una obsesión insana. ¿Qué estás tramando, hermanito? Pensé en aquel momento mientras corría a su lado.

Y subíamos escalera arriba, subíamos sin cesar, sin descanso, hasta llegar a algún final. Nunca parábamos de subir, alguna vez encontraríamos la puerta, aquella puerta que determinaba el ganador. Esta vez iba a ser yo, siempre era él, sí, pero no esta vez. Esta vez iba a ganar el hermano mayor, aquel bastardo que no heredaría el trono. Ese iba a ser yo, yo iba a ganar esta vez.

En el tercer tramo de la escalera había que subir al desván. Entonces tenías que agarrar la cuerda y bajar la escalera. Ambos siempre nos peleábamos por bajarla y no había manera de continuar, él acababa empujándome, golpeándome y dejándome magullado en un rincón y subía al desván para abrir la puerta. ¿Qué podría hacer yo esta vez?

Llegamos a la escalera del desván y nuevamente nos peleamos por bajarla. Él, mirándome amenazador, alzó el puño y me obligó a retirarme. Y así lo hice, me alejé unos pasos y mi hermano bajó la escalera. No me preocupaba esta vez, porque hacía tiempo que yo mismo había modificado aquellas escaleras. Cayeron a los pies de mi hermano y este comenzó a subirlas, pero al llegar a la cima vio que se topaba contra el techo. "¡¿Qué demonios?!" Gritó enfurecido. Yo estaba por el otro lado, con la gravedad en mi contra, subiendo las escaleras. Y cuando subí las volví a recoger para que él no pudiera pasar.

El juego estaba a punto de terminar pero no debía confiarme. Mi hermano podía ser algo tonto y despistado pero no tanto como para no descubrir en menos de un minuto el nuevo funcionamiento de la escalera. Pronto estaría ahí conmigo y él se conocía el laberinto mejor que yo. Anduve por los trastos viejos, espejos rotos, muebles polvorientos y viejos juguetes de nuestra infancia, todos tirados entre mugre, cubierto por sábanas blancas, como espectros de una vida anterior. Aquello era como un bosque de recuerdos y me adentré en él sin protección alguna, sabiendo qué quizá no volvería a casa.


Escuché un estruendo y supe que era mi hermano subiendo por la escalera. La habría bajado y vuelto a subir con fuerza, con ira, para que yo escuchara que él estaba aquí y así ponerme nervioso. No esta vez, Enlil. Cerré los ojos y decidí andar a ciegas por entre los escombros del desván, porque solo quien está ciego podrá ver. Y entonces mis manos agarraron un pomo. Abrí la puerta.

-¿Hijo? Cuánto tiempo sin verte en mi despacho. -Dijo mi padre- ¿Otra vez el juego de la escalera?
-¡Papá, he ganado papá! ¡He ganado!
-¿Tú crees? -Mi pequeño hermano, mi joven hermano, asomó su asqueroso rostro triunfante por detrás del sillón de mi padre. No pude contenerme y me abalancé sobre él. ¡Esta era mi victoria!
-¡Te escuché subir por las escaleras! ¡Eres un tramposo! ¡¿Cómo has llegado hasta aquí?!
-Mi gran Enki, mi primogénito, ¿por qué dejas a tu hermano pequeño que se divierta sin más?
-¡Pero papá, él solo se quiere divertir! Y para mí esto no es un juego, es la vida real.
-Hijo, te he dicho mil veces que no contradigas a tu hermano. ¿Acaso quieres volver de dónde vienes?
-No podréis encarcelarme eternamente. No mientras el tiempo corra, porque si el tiempo sigue andando llegará mi triple seis.


Nunca olvidaré las palabras que me dijo mi hermano cuando salimos del despacho, entonces supe que jamás habría esperanza. Ni para mí, ni para ti que lees este relato.

-¿Sabes por qué no te tiré por el hueco? ¿Sabes por qué no te golpeé en aquel momento? Porque comprendí que es mejor tenerte a mi lado que detrás de mí.

Y así se sentenció tu destino, joven lulu, con apenas unos milenios de existencia. Que sepas que yo, el primogénito bastardo, comprende tu miseria.

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