Sinestesia Astral



Él ve dos torres a lo lejos, majestuosas, una al lado de la otra. Se complementan, porque una sin la otra no significan nada, solo una solitaria torre en medio de la nada, en medio de una tierra con rey pero sin Dios. Se acerca a ellas, pero contra más se acerca menos ve las dos torres, tan solo una única figura, como si ambas se unieran y desapareciera la ablación, cual reflejo en un lago.

El cielo es como un mar en llamas, cuyas flamas se tiñen de todos los colores, suena el viento y las olas romper en el astro naciente. Aquel cuyos rayos alimentan al visitante, como serpientes doradas introduciéndose en su piel. Las nubes, como cirros sobre el suelo, caminando entre algodones mullidos. Y las flores asoman por entre este azúcar condensado, como poderosos árboles gigantes, como si tuvieran luz propia como las estrellas.

Pero por mucho que quiera llegar a las torres, no puede. ¡Sigue viendo solamente una! Cuando está firmemente mirándolas, se convierten en una, como un espejismo del desierto. Se vuelve, para desandar su camino, y al girarse vuelven a separarse. Tras muchos intentos decidió rendirse, no podía hacer otra cosa. Aquel viaje para despejarse no estaba funcionando. Aquel lugar, extravagante como ningún sitio que hubiera visitado, carecía de museos, bares, tiendas, centros comerciales... Tan solo aquel cielo de colores y aquel suelo inmenso, entre nubes y flores, con dos torres inalcanzables. Se comenzaba a aburrir.

De unas de las nubes se abrió como una especie de compuerta, hecha, como era de esperar, de misma nube. Un viejo salió con una escoba a barrer su nube, tranquilamente silbando una canción que él no reconocía. Decidió observarle durante un momento. El viejo sacó una regadera del hueco de la nube y regó las plantas de alrededor. Finalmente se dio cuenta de la presencia del individuo y se sobresaltó, la regadera cayó a la nube. Saludo nerviosamente, recogiendo la regadera de nuevo y acercándose con una cordial sonrisa. Las neuronas de aquel viejo no funcionaban ya a esa edad correctamente, pronto se dio cuenta pues no hablaba más que de viejas batallitas, mientras preguntaba al protagonista distintas cuestiones, interrumpiéndole posteriormente con sus elucubraciones incongruentes. El viejecito le invitó a pasar a su casa, no pudiendo rechazar su insistencia tuvo que aceptar.

Hacia tanto tiempo que no tenía visita, decía el viejo muy entusiasmado. Su casa era impoluta, como una casita de madera del monte, bonita y cuya simpleza daba cierta calidez al invitado. La sensación de cercana comodidad aumentaba con la chimenea que bramaba su fuego intenso. Un sofá rojo estaba frente a esta chimenea de piedra, con una mesita de café justo en frente de cristal. El viejecito fue a la cocina, no sin cesar su charla desde allí, preguntándole que quería para beber o tomar, que podía hacerle cualquier cosa. Mientras el anciano continuaba su conversación, más bien monólogo, el invitado examinó la habitación con detenimiento. Las paredes estaban llenas de objetos recuerdo, una manta tribal, fotografías con, posiblemente, familiares, tazas de hierro, cuadros de paisajes hermosos, etc. El objeto que más atención le llamó fue un escritorio antiguo que tenía una lámpara de aceite encima, con una pluma para escribir. Se acurrucó en el sofá y el anfitrión trajo una bandeja llena de pastas, dulces y galletas, junto a un café que olía exquisito y que ya estaba servido. Al lado había una jarra de leche caliente y una fiambrera. El viejo la abrió y dentro había unos polvos que se asemejaban al azúcar, pero que eran de colores estrafalarios y reflectantes. El anciano se tomó su tiempo para preparar su café, en completo silencio por primera vez desde que había comenzado a hablar con el individuo. Cuando hubo tomado unos cuantos sorbos con sus ojos cerrados y su cabeza apoyada en su sillón de piel, el anciano abrió los ojos directos hacia él.

—Hace tanto... tanto tiempo... ¡hay que ver! Este lugar es tranquilo, hermoso, pero muy solitario. ¿Que le trae por aquí?

—Vacaciones... necesitaba descansar un poco mis pensamientos. El ajetreo de la ciudad, el trabajo...

El anciano le miró como sabiendo cuál eran las verdaderas razones, con cierta picardía en aquel gesto. Le ofreció su taza de café, pues todavía no la había probado. El individuo agarró la leche y la vertió en su negro café, sin aventurarse a probar con los curiosos polvos.

—Tenemos una serpiente bajo la luna, cuando la mira se convierte en paloma. Alza el vuelo, ¿qué será cuando aterrice?

El protagonista intuía que era una adivinanza, un acertijo, pero era demasiado complicado y no podía adivinar la respuesta. No tenía sentido alguno aquello.

—Perdone, no comprendo nada. No sé la respuesta, ¿es un acertijo de verdad o se lo acaba usted de inventar?

—¡Por favor! —rió el anciano— ¡Claro que es real! Lo acabo de pronunciar. ¿Quiere saber la solución?

—Por supuesto, dígamela.

—¡Un bebé!

—¿Un bebé? —él no supo cómo reaccionar, quizá le estaba tomando el pelo.

—¿Qué si no iba a ser? ¡Luna y serpiente! Piensa un poco. Venga, otra más, te doy otra oportunidad.

—Parecen más chistes que acertijos... porque son absurdos.

—¡Escucha atentamente! ¿Qué hacen dos ciervos juntos?

—¿Pastar?

—No, demasiado fácil. ¡Enfocas mal la cuestión!

—Me rindo.

—¡Pues una ceremonia!

—¿Cómo van a hacer una ceremonia los ciervos? ¿Qué tipo de ceremonia?

—Los ciervos siempre están haciendo ceremonias, se sienten amenazados, no sé si lo sabías. Sus ceremonias no suelen ser nocivas para nadie, pero a veces se les va de las manos. ¡El miedo es lo que tiene! Y el ansia de poder, obviamente.

El protagonista no sabía a qué se refería, sin duda era un loco. Lo mejor era huir lo antes posible, sin ofenderle y sano y salvo.

—¿Y en qué se diferencian dos ciervos de dos zorros? —preguntó de nuevo.

—Sigo sin saberlo... —dijo él algo irritado.

—En el objetivo de la ceremonia —El anciano rió estruendosamente.

—Sabía yo que me estaba tomando el pelo.

—¡No, no, hijo! Estos acertijos son reales, verdaderos como la vida misma. Tú todavía no puedes verlo, eres joven. Cuando tengas mi edad entenderás todo lo que hoy te digo. Todo tiene su vínculo, has de saber buscarlo.

—¿Vínculo con qué?

—¡Con todo! Y eso es lo difícil, esa es la dificultad. Por ello a la gente le cuesta tanto comprenderlo, tanto que algunos van al otro lado sin enterarse de nada. ¡Sin enterarse de qué va la vida! ¿No te parece increíble? Bueno, a mí sí.

—¿Pero de qué habla exactamente? Sea más específico.

—Hablo de la realidad, del mundo que te rodea. Lo percibes, lo sientes, pero raramente lo ves. Eso es ya otro nivel.

—Es usted algo metafísico.

—Se podría ver de ese modo, sí.

Dio unos cuantos sorbos de su café, se lo terminó y se puso otra taza. Esta vez con leche y agarró unas cuantas pastas de chocolate y miel.

—Mientras que el pato siempre deja sus marcas y la serpiente camina arrastrándose, el búho siempre caza al vuelo. Su rastro se pierde en el viento y solo es encontrado por su canto.

—Eso sí es cierto —dijo él sorprendido.

—¡Claro que es cierto! ¿Te crees que soy imbécil?

Prefirió dejarle un momento para disfrutar de sus dulces, pues al hablar desperdigaba trozos por todas partes. Comía sin parar, como si estuviera desfalleciendo. Él, sin embargo, comía con lentitud, casi como temiendo que hubiera envenenado aquellas pastas o algo parecido. Tras un largo y pesado silencio se arriesgó a decir algo.

—¿Por qué todo es tan colorido aquí? Produce ciertas nauseas.

—Porque los que vienen aquí necesitan, con el exterior, olvidar la oscuridad del interior de sus penas. Pero, ¡quién sabe! Quizá otro viene aquí, con sus penas guardadas en algún cajón o armario de casa, y ve este lugar como un auténtico vertedero, ¿no lo habías pensado? ¿A qué no habías pensado en eso?

El viejo volvió a echar unos polvos ante la atenta mirada del joven. Eran como brillantes, con cierta purpurina, y a cada cinco minutos echaba polvos de un color diferente. Pero sorprendentemente al removerlos en su taza se volvían color café. Agitó el brebaje con la cucharilla, muy concentrado, pareciendo encontrar respuesta en el café.

—Igual que si una viejecita viera una pareja besarse, verá sexo depravado y desenfrenado. Y si un niño ve a una pareja en pleno centro disfrutándose, ¡verá, en cambio, un beso! ¿Por qué es eso?

—Porque el niño tiene inocencia, aun es joven para entender las cosas.

—¡O quizá las entiende mejor que nosotros! La respuesta es: la vieja tiene en su chabola pilares, el niño vive en una mansión. ¡Los dogmas! Son como papeles inservibles, nos mandan hacer cosas que no queremos y que jamás hubiéramos pensado hacer. Y, ¿por qué?

—¿Por la moral?

—¡Moral! ¿A quién le importa eso? Yo solo quiero ver a las bailarinas del cosmos danzar eternamente, que no pare la destrucción, y luego la reconstrucción, luego que nos arranquen los ojos con su baile. Y cuando ya, sin ojos, podamos ver la fuente del manantial, vuelta a empezar.

—¿Qué está diciendo?

—La vieja aquella tendrá pilares en su chabola, pero tú solo tienes cuatro pilares sin techo ni suelo.

—¿Y tengo muebles? —respondió él riéndose de sus tonterías.

—¡Oh, por supuesto! Porque son para sentarse y la gente como tú adora sentarse en el sofá. No me malentiendas, no es mi intención ofenderte, al decir "la gente como tú" me refiero a gente que todavía no ha hecho su viaje astral. ¡Esa gente siempre está descansando su exhausta mente en sofases!

—¿Su mente o su cuerpo?

—¡Que tonterías dices! ¿Qué tendrán que ver la mente y el cuerpo? ¿Qué tiene que ver un cuervo con una farola?

Él pensó en no responder, pero tan solo por seguirle el juego dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Qué ambos... están en las alturas?

—¡Interesante! —El viejo pensativo dio un sorbo de su café— ¡Una respuesta muy enfermiza!

—¿Qué? ¿Por qué? —dijo él alarmado.

—¡Tranquilo joven! Es un cumplido. Las mentes rápidas que son capaces de relacionar conceptos tan dispares son las más enfermas. Pero no hay nada de malo en ello. ¡Los locos tienen toda la verdad! Tienes pilares, sí, pero quizá tienes algo más también, ¿eh? Por ahí guardado... sin que tú lo veas. Quizá en el sótano, quién sabe. Sí, algo tienes.


Conforme pasaba el tiempo mejor se sentía, era como que la razón de su viaje se disipaba en su memoria esta desvanecer completamente. Su tensión disminuía, ya no recordaba su antigua ciudad, su hogar. La casa del viejo, sentados ambos junto a la chimenea, tomando café chisporroteante con polvos de colores. Aquello estaba bien.

—¿Conoces la fábula del cerdito y el león?

—-No, no tengo ni idea.

—El león se enamoró del cerdito y comenzó a perseguirlo para intentar declararse. Pero el cerdito se asustó rápidamente de aquella acción tan repentina y, creyendo que iba a comerle, huyó.

—¿Ese es el final? Pues vaya.

—El final lo colocamos nosotros con nuestros pasos, ¿comprendes? Depende de qué papel desempeñemos. El cerdito podría verse acorralado y rendirse, entonces la suerte le acompañaría porque el león solo querría amarle. O podría verse acorralado y suicidarse, para evitar el sufrimiento.

—-Qué triste...

—¡Muy cierto!

—¿Y el león? ¿Tiene también varias posibilidades?

—Claro. El león podría continuar su lucha, ferviente incansable, en este caso el resultado no está dentro de sus capacidades. Él no controla su destino si elige continuar, sin rendiciones, porque es el cerdito quién decide. Pero el león puede tomar las riendas de su vida y dejar de perseguir al cerdito. Ahí entonces es el cerdito el que no tiene nada que hacer.

—Oiga, ¿sabe usted cómo llegar a las dos torres?

—¡No te acerques a las torres! Desde que la cúpula fue destruida ese lugar no es seguro. El intruso sigue su juego como una gran partida de ajedrez en la que hay dos reinas.

—Pero... ¿qué hay de malo en ellas?

—¿Y por qué quieres tú acercarte? —sonrió el anciano.

—No lo sé...

—¡Pues empieza por plantearte eso!

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