El querido Sandman ya murió, sus arenas no volverán a llenar las
cuencas de ningún mortal, porque se apagó la luz de su pecho. Y yace como
esclavo atado entre las llamas, aquellas que no son de fuego sino de hielo, en
el círculo más profundo del infierno. Mientras, con sus ojos brillantes ilumina
la travesía de los perdidos en el océano.
El chivo, que jamás tendrá devoción por su
sacrificio.
¿Y todo este dolor
para qué? Para que aquellos que amo me den la espalda, que mis manos con sus
entrañas se embarraban, mientras creaba una cúpula que no tuviera tormenta. Por
ellos fui maldecido, mis extremidades deformadas, mi pecho picoteado, mi ojo arrancado.
Y aunque la penitencia sigue agónica nunca pensaría en retractarme. ¿Quién es
el verdadero monstruo, mi querido humano? Tú, mi querido Lulu.
Aunque susurre en la noche, jamás me
oirán. Porque los llantos de las almas en pena son más fuertes que los míos.
Pero mis ojos
nunca dejarán de brillar, porque emitiré mi luz hasta que solo haya neutrones
en mi núcleo y me llame la muerte. Y con mi despedida se cierre el mundo.
—Fin de la carta—
"Dicen que se
acercan a ti cuando duermes... y no son demonios. Son mucho peores. Cuando
notas que en tus ojos cae un profundo sueño sabes que están cerca, tu cuerpo
empieza a mermarse y cada vez es más difícil moverse. Luchas por abrir tus
ojos, pero no lo consigues. Intentas zarandear la cabeza, pero ya no sabes si
aquello es sueño o realidad. Cuando veas al hombre de sombrero, ahí
temerás de verdad.
En la antigüedad
los llamaban súcubos o íncubos, incluso en el comienzo de los tiempos habían
hechizos de protección contra ellos. Pero no son aquellos que con lascivas
intenciones se colocan sobre tu pecho. Te roban la esencia cuando más
desamparado te encuentras, dejándote seco.
Cuando el gato
negro se posa sobre ti, con sus ojos rojos apuntándote, podrás sentir
desvanecerte. Pero todo quedará en sueños sin sentido, a los que jamás
prestarás atención alguna. Cuando uno de ellos te coge cariño... es una de las
peores experiencias. Porque no cesarán hasta conseguirte. Si piensas que la
destrucción o muerte es el peor de los finales, es que no los has conocido.
Lucharán por estar debajo de tu piel. Y muchas veces lo conseguirán sin que te
des cuenta.
Los que peligran
siempre son los navegantes, el mar profundo es su hogar. Allí, donde calman sus
penas y nunca encuentran donde atracar. En ella se gestan las bestias y
quimeras, allí ellas son más fuertes. En aquel lugar nunca brilla el sol a toda
su potencia, porque los marineros lo ensombrecen con sus penurias.
Si intentas buscar
tierra, romperá tus velas. Si empiezas a construir un bote, lo romperá con sus
olas. Si te tiras al agua, suicida, te salvará. Para que sufras".
—En aquella lucha
él siempre gana.
Despertó en un lugar extraño, oscuro, de una tonalidad añil
relajante. A su lado había más niños, todos todavía dormidos. No quiso
despertarlos por alguna razón, quizá por desconfianza, y fue directo hacia la
puerta. Estaba cerrada. Si aquella habitación era una cárcel no se parecía en
absoluto. No poseía nada salvo un proyector, este daba directamente a la pared
y parecía verse olas romper contra un acantilado; nubes danzando en el
firmamento; neuronas conectadas por pensamientos. Una gran mesa con un mantel
azul estaba justo frente a la puerta, vacía en su totalidad.
Quedó sentado en la tenue oscuridad hasta que de la mesa
surgió un artefacto. Parecía una maqueta de un prado vacío. Los niños se
despertaron, mirándole sin sorpresa alguna. Una voz apareció en la sala,
proveniente de algún audífono, y les pidió que por favor crearan un mundo
nuevo, pero que le otorgaran el liderazgo al nuevo participante. Los niños
miraron al susodicho protagonista, que se paró frente a la maqueta y no supo
que hacer.
Los días se sucedieron, creando cada amanecer algo nuevo.
Árboles y vegetación, animales y peces, casas, ríos. Les daban de comer en el
interior y jamás les dejaban salir. Eso extrañaba al joven muchacho que, a
pesar de pasarlo tremendamente bien, comenzaba a preguntare donde estaba y
cuando volvería a casa. Aquella mañana estaba pensativo y había creado
población en su maqueta. Algunos niños ayudaban a aquellos personajes y otros
creaban discordia. Pero el siempre intentaba reparar lo dañado, reconstruir lo
corrompido. El guardia de aquel medio día entró con una bandeja llena de sándwiches y alguna bebida. Todos sus compañeros se acercaron a él,
hambrientos, pero el muchacho se dio cuenta de que se había dejado la puerta
abierta. No tuvo que pensarlo dos veces.
En su huida atravesó un mar de oficinas, escritorios,
bolígrafos, montañas de papeles y personas estresadas al teléfono. Contra más
andaba más confundido se hallaba, ¿dónde narices se encontraba? De las
oficinas, siendo perseguido por el guardia, pasó al recibidor, donde unos
soldados armados custodiaban la puerta de salida. El ineficaz guardia había llegado hasta ella,
pidiendo socorro a los soldados custodios. Todos se introdujeron de nuevo en el edificio, cruzando la puerta del recibidor. No podía perder aquella que
sería, probablemente, su única oportunidad.
Corrió todo lo que pudo, pero había vigías en torres
gigantescas. Sabía que le divisarían, portaban rifles en sus brazos. Temía,
pero no quería volver. Porque aunque fuera un mundo de en sueño era una
cárcel, aunque se tiñera de color era una pesadilla. La tierra batida tenía
numerosos baches, como si una gran maquinaria hubiera hundido la superficie,
creando olas de tierra. Los vigías se dieron cuenta de su presencia y le
apuntaron con sus armas, pero seguía corriendo, sorteando con éxito las balas.
Todavía quedaba demasiado, porque no lograba ver el final.
En uno de aquellos baches tropezó y cayó al suelo, ya no pudo levantarse. Los
disparos cesaron y reinó el silencio.
—Esta no es la manera —dijo un hombre frente a él, portaba
bata de médico.
—¡Haga lo que haga no puedo demostrar mi inocencia! ¡¿Qué
puedo hacer?! ¡Esta es la única salida!
—Tienes que hacer las cosas bien, como manda la ley.
Aquel médico le ofreció su mano, ayudándole a levantarse.
Pero su amparo significó mucho más que eso.
Se miró al espejo,
jamás estuvo tan satisfecho. Aquella sonrisa demencial casi agrietaba su
rostro, de una forma grotesca. El resplandor de sus ojos era siniestro y no
cesaba aquella mueca. Se colocó su chaqueta de cuero, dispuesto a salir al
mundo, no sin antes darse un último vistazo en el cristal.
—Por fin me
encontré a mí mismo.
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