Dasha Sachenka


Los pequeños tacones negros chapotearon en el charco, el asfalto negro era el color más vivo en el paisaje de la zona industrial, apenas había un descampado con matojos muertos y árboles tan viejos como ella. El país entero se sumía en un luto eterno, la pobreza de los rincones asomaba en forma de polvo que parecía nunca fuera a mutar en su esencia, solo un estático de miseria y un juicio sin sentencia. Sus articulaciones temblaban, se agarró las manos mientras abrió el picaporte de la puerta de hierro, tan pesada. Un joven la abrió en el interior y la dejó pasar con una sonrisa. El interior era tan gris como el exterior de lluvias, el verde oliva oscuro estaba por doquier y daba una sensación agria en la garganta. El papel descorchado, las esquinas enmohecidas, las luces amarillas, como una patada en el estómago. Acarició el mostrador de ébano, tras él un hombre plagado de humedad manchaba su bigote con el café de la mañana. Miró a la anciana que se asomaba por el escritorio con un rostro casi ofendido, como si hubiera deshecho el buen producir de su día con su visita.

La gente iba y venía, pero no se cercioraban de la presencia de ninguno de los dos. La construcción de cinco plantas se dividía en restaurante, habitaciones, salas de esparcimiento y dos pisos restantes alquilados a empresas temporales. Los mocasines resonaban en el suelo de baldosas, todos enfilados a un destino olvidado, reflejando una sociedad inexistente engullida en los trabajos vacíos. La anciana miró a su alrededor, pero el hombre la sacó de aquel análisis y le preguntó lo más cortésmente que pudo, en un ruso cerrado, qué deseaba. En un virar su rostro demasiado largo impacientó al secretario de turno, sus ojos desbordaban un hastío enrabietado que encajaba bien, un golpe acostumbrado. Él parecía parte de aquel polvo de las esquinas que había quedado olvidado.

—Quiero una lata de habichuelas.

El hombre, a diferencia de lo que hubiera hecho una persona normal y corriente, no se extrañó en absoluto. Abrió uno de sus cajones y sacó un recipiente de latón, en la etiqueta que lo recubría efectivamente anunciaba que contenía habichuelas. Cocinadas y listas para calentar. La anciana se la guardó en su bolso, lo apretó fuertemente contra su pecho con inseguridad infundada y agradeció al hombre del mostrador que ya volvía a su periódico. No se dirigieron ninguna otra palabra. Un último cruce de miradas fue un despido silencioso. La anciana cruzó el umbral del ascensor y bajó hacia la calle, la lluvia había menguado. Ahora que se daba cuenta, el edificio tenía el mismo aspecto que ella misma, auras parecidas, y sin duda su país también. Habían todos adquirido aquella desesperanza. Volvió a aferrarse a su bolso, ya no tenía nada más a lo que aguantarse, el cielo esclarecía lentamente pero las nubes grises teñirían San Petersburgo de su color un poco más. Marchó a paso lento vuelta a su hogar, con su lata de habichuelas.


***
La taza cayó en mi boca en la fría mañana de San Petersburgo, un té negro necesario. El periódico estaba en mi otra mano, revisaba la sección de noticias y una en concreto llamó por completo mi atención, la extraña crónica de la desaparición de unas ladronas de la lotería. Lo extraño en sí no era el hecho de poder robar el dinero ganador con un boleto falso, sino que, según el artículo, habían desaparecido, se habían esfumado frente a los incrédulos ojos de la misma policía. Me pareció más un relato de ciencia ficción que una posible realidad, un periodista sensacionalista. Parecía una noticia seria, al fin y al cabo estaba en la sección de noticias, descarté enseguida la sátira. Pensé que quizá había sido un error, una broma del articulista que, pronto, sería despedido por colar aquel cuento en una sección tan seria. En primera página había una imagen del suceso, un boleto de lotería y un maletín, que se suponía era el culpable del desvanecimiento. Reí mientras bebí otro sorbo de mi té, el frío me había calado en los huesos y aun sirviéndome aquella bebida sentía que me tiritaban las piernas, todavía embutido en mi gabardina negra, con mis guantes de cuero sobre mis robustos dedos, abandoné el periódico y acaricié la taza, mirando a la camarera pasearse por el Tea House de la Rue Robinstein, apenas a dos calles de mi hogar, apenas a unas manzanas del barrio Fiódor, donde el suceso había tenido lugar.



Ladronas del premio de la lotería se desvanecen de la escena del crimen
Las cuatro ladronas se esfumaron frente a los ojos de la policía, ¡hechos reales!

El pasado miércoles cuatro mujeres escaparon de las manos de la policía ante una estafa al estado, manipulando el número ganador de la lotería. Una mafia que ya había actuado en años anteriores y tras la cual los cuerpos de seguridad andaban durante mucho tiempo.

El suceso ocurrió el pasado miércoles 11 de Febrero en el Viking Bank. Cuatro mujeres que parecían compartir el premio fueron a cobrar el dinero con el mismo boleto en sus manos. La transacción fue realizada con normalidad, pero justo a la salida las esperaba la policía que, tras un soplo, habían descubierto el fraude.

No es la primera vez que pasa esto, en efecto, sino que ya había ocurrido en años anteriores. La policía sospecha que una mafia dedicada a la estafa se dedica a estos trabajos, falseando boletos de lotería y amañando el número ganador. Todavía, sin embargo, no nos han dicho cómo ni nos han ofrecido información alguna de dicho caso.


Las cuatro mujeres no fueron capturadas en ese momento, sino que comenzó un altercado a mano armada y salieron huyendo por el edificio contiguo. La policía las persiguió, llegando demasiado tarde a la azotea del edificio, donde las mujeres tenían abierto un maletín. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban. No consta que saltaran ni que hubiera alguna escotilla a sus pies para desvanecerse. Barajan la posibilidad de un truco y siguen en búsqueda y captura.

Sin embargo, parece que estas cuatro muchachas han desaparecido para siempre, pues no se les ha encontrado el rastro. El aspecto sobrenatural de su huida levanta teorías y preguntas al aire. ¿Qué artefacto humano puede teletransportarte? ¿Nos oculta el gobierno ruso alguna herramienta secreta? O, una de las teorías que los más escépticos rechazan, ¿serían estas cuatro jóvenes realmente alienígenas?

Creen que este suceso está relacionado con la misteriosa explosión de la fábrica química del barrio Fiódor hace apenas tres meses. La única mujer identificada es una antigua y famosa delincuente que ha frecuentado las listas de los más buscados de la policía rusa durante años. Dasha Oksana Sachenka.

Seguiremos informando del caso.
Di un respingo en el asiento y el té negro abrasó mi estómago en aquel sorbo, la explosión de la fábrica del Dr. Petrov, lo recordaba como si fuera ayer, los espectros del pasado volvían a mis lagunas. Podía ver a Petrov balbucear locuras en mi departamento con mi mujer preocupada preparando un café a las tres de la mañana. Petrov portaba un terror helado en su rostro, una mente desordenada que jamás fue capaz de reconducirse, cada palabra que pronunciaba era un laberinto. Hablábamos en ocasiones, manteníamos la amistad que se había formado en la fábrica, pero la excentricidad del Dr. Petrov era un elemento que me repelía. Parecía poseer aquella locura que caracteriza a los hombres con demasiado dinero.

Dasha Sachenka, me sonaba ese nombre, pero no sabía de qué, quizá de oírlo en las noticias, ya que era tan famosa como decía el periódico, pero lo dudaba. Seguro aquel detalle era inventiva pura para echar más leña al fuego. Dasha, casi creía haberla visto en alguna parte y no había foto suya, era la reminiscencia que me otorgaba ese nombre, la esencia incensaria de sus letras, quizá el humo del té negro bajo mis narices, el viento golpeando las ventanas y la camarera parándose frente a mí.

—¿Quiere algo más, señor Pekurovskaya? ¿Algún dulce para acompañar?

El traje de la camarera parecía estar corroído por sus propios vicios, una sonrisa tan tierna en un rostro enjuto. Negué y agradecí su interés, debía marchar de todas formas. Pagué la cuenta y me dirigí a mi casa, las calles de la ciudad aún estaban llenas, odiaba vivir en una capital tan turística. Mi querida esposa estaría esperando mientras preparaba la cena, quizá se sentaría en el sofá a ver la tele mientras tejía y miraba en dirección a la entrada para ver si algunas llaves se movían al otro lado de la puerta. Trabajas tanto, Serguei, me diría nada más me viera. Había esperanza cuando las fábricas aun funcionaban, cuando todo era una maquinaria perfecta, ahora derrochaba horas por un rublo. Y ya no quedaba nada, la luz se la había llevado el Dr. Petrov y su caída química. La fotografía de la fábrica en llamas golpeó mi visión periférica. Por mucho que saliera a buscar trabajo, acababa siempre en la Rue Robinstein, entrando en la Tea House para desconectar del mundo que me rodeaba, como si aquel fuera un santuario en medio del humo negro que nos rodeaba. Sentía que todos podían verlo, aquel humo, pero que a mí era al único al que le preocupaba.


***
El complejo de apartamentos surgía de un rojo en la soleada media mañana, ya era la hora de comer, estaba ansiosa de poder abrir su lata. La finca se presentaba de dudosa higiene, pero al menos la paleta de colores usada era algo más vivaz y no desencantaba tanto, parecía un vagabundo todavía con sueños y fe depositada. Abrió su puerta, apartamento veintisiete. El interior esperaba ser de un papel antiguo, con muebles de otra época, heredados, un gato quizá, también vetusto, un persa blanco, en la mesita de café debía haber un juego de té, con tazas y tetera a juego, antigüedades en las estanterías protegidas por el cristal, la foto de su difunto marido, pero no había nada de aquello. La habitación era de un estilo abierto, cocina, comedor y sala de estar, tonos pastel y una gran luz llenaban la estancia, posters y cuadros pintados a acuarela decoraban las paredes, la alfombra de pelo rosa frente a un televisor de plasma. Los pasos de la anciana se habían acelerado, ahora eran como el marcar el tiempo de un reloj, su curvada espalda se hizo recta y comenzó a desbotonarse la chaqueta. Se deshizo de ella, de la falda que llegaba casi hasta los tobillos, las medias relucientes, pero también de su cabello gris y tras él apareció una melena rubia hasta los hombros. La dentadura postiza de anciana dejó paso a una hilera de dientes blancos. Finalmente, la mujer se arrancó la faz como si fuera una primera piel en desuso, su rostro juvenil de ojos azules respiró en libertad.

Se sentó en su sillón dorado, el único elemento clásico de su hogar, desnuda frente a la vacuidad de su apartamento rescató la cajetilla de tabaco que yacía en la mesita a su vera, donde una maceta con un tronco seco sobrevivía. Fumó con tranquilidad, apoyando sus piernas en el reposabrazos. La lata la miraba en la mesa de café de cristal, una gran sonrisa apareció en su rostro. Era la hora de comer, la música de la vecina sonaba en un estruendoso rockabilly. Las habichuelas llegaron a sus manos, sus uñas marcaron el compás de las melodías sobre el latón. Agitó la lata y algo sonó en su interior. Estaba claro que ella no era una anciana y que en aquella lata tampoco había habichuelas.

***
Un abrazo, dónde estabas, las preguntas de siempre, mis respuestas de siempre, las sonrisas, un beso que arrancaba el frío contenido del asfalto y las nubes rollizas. La calidez seca de mi hogar y mi mujer me devolvieron a mi temperatura corporal cotidiana, al estado natural de sensatez que ansiaba mi alma. Vivíamos cerca del centro y, aunque el alquiler era caro, merecía la pena. La madera y el amarillo pálido decoraban la sala, la cena ya estaba en la mesa. Un sentarse a comer mientras charlábamos del día era la costumbre que más añoraba en mis turnos eternos, la observaba con ojos de platón enamorado, mi Dhalia. Y sin embargo, un roce de desconfianza en su mueca sonriente, como la sonrisa de la mona lisa, tan imperceptible pero notable para los treinta años de matrimonio que nos precedía. Sabía que hoy tampoco había encontrado trabajo, falta involuntaria sigue siendo pecado, o quizá no es tan involuntaria. La culpabilidad me forzaba a lanzarme a sus pies pidiendo un perdón inmerecido. Te he fallado, pero su rostro cándido que siempre me animaba mientras se llevaba un trozo de pastel de carne a la boca. Fingía tan bien aquel orgullo que hasta me lo creía.

La crónica del periódico fue el tema de la sobremesa, Asya quiso saber mi opinión y yo guardé silencio durante unos segundos, tiempo necesario para que se sirviera una copa de vino. Me preguntó, debía rechazar aunque lo deseara, aquella prueba de mi esposa siempre en la cena para ver si, como un niño, aceptaba dulces de desconocidos por las calles, con una sonrisa alejó el vino de mi rostro y espero la respuesta a la anterior pregunta formulada.

Carraspeé, no, no opino nada, solo son tonterías, no pienses en eso querida. Y ella seguía, tan creyente y yo tan escéptico, viendo fantasía en cualquier esquina, envidia sana de aquella virtud que hizo que me enamorara de ella. Aquellas primaveras con las lecturas, los fantasmas de las tramas novelescas, las noches en vela debatiendo insanamente hasta el amanecer, creando mundos nuevos, descubriendo orígenes y viendo que aquella muchacha pensaba como nadie había pensado nunca, pensaba profundamente hasta en porqué las moscas vuelan hacia dónde vuelan, de porqué se chocan contra el cristal y nunca aciertan, de porque se paraban en tu mano para acicalarse las alas, inconscientes del dios que decretaba su destino, pues de un manotazo podías acabar con su vida. Así eran sus pensamientos constantemente, espesas elucubraciones hermosas de todas las temáticas posibles. Y decía que quería ser una mosca, algún día, para tener menos preocupaciones, pero pronto le venía una epifanía: quizá para nosotros los problemas de las moscas sean tan insignificantes como para nuestros dioses nuestras pasiones humanas.

—¡El año pasado se equivocaron en los últimos dos números y hubo un gran revuelo! ¿Te acuerdas de aquello? ¿Crees que estará relacionado con este suceso? —Puede ser... dos años seguidos, mucha coincidencia.

—¿Y qué sabes del Dr. Petrov? ¿Todavía sigue con sus investigaciones?

—Ha dejado el negocio, ahora se centra en la filantropía. Desde que cerró la fábrica no quiso saber nada.

—Sí, recuerdo aquella noche… que alterado estaba.

Pero le mentía, ahora incluso estaba peor, la obsesión continuaba creciendo como una enfermedad. La explosión de la fábrica fue el detonante necesario para acabar con su cordura, mezclaba su suceso con el fraude de la lotería del año pasado, incluso lo conectaba con otros ganadores de la lotería que, a pesar de no ser capturados o acusados de fraude, habían desaparecido sin más. La conspiración naufragaba en su cabeza como un único bote salvavidas. Él me había hablado de aquel suceso, del fraude de la lotería, demasiadas veces, creía que estaba conectado a la explosión de su fábrica y que todo esto estaba siendo controlado por alguien del gobierno.

—Pero Petrov, ¿no es el gobierno quién invierte en tu proyecto?

Intentaba sacar la sensatez de su sesera, pero siempre surgía la conversación de la sociedad secreta y de la gran guerra que, por desgracia, todavía era fría en contenido. Nos había sumido en la oscuridad penetrante que nos asfixiaba ahora. Las veladas con Petrov eran un show que no podías tomarte en serio o te volverías tan loco como él. Mordía la mano que le daba de comer y no era precisamente discreto, pero me recordaba un poco a Hamlet vociferando, nadie le tomaba en serio. Mientras descansaba con un libro en las manos meditaba que, quizá, aquella locura era fingida también.

Por alguna razón, aquella noche me entró la curiosidad. Quizá fue el hastío, quizá fue la ya conocida desconfianza en aquel sistema desmoronándose, engullendo a cada pieza diminuta en su muerte como un barco injusto. Quizá fueron las palabras de Asya durante el postre, nunca rechazare una idea sin una hipótesis que al refute. Y yo, que había trabajado tanto para Petrov, nunca había prestado atención a sus palabras. Así pues aquella noche no dormí, sino que investigué los documentos del Dr. Petrov. Los informes todavía estaban en el fichero de mi escritorio, antiguos documentos que pensaba pronto tiraría a la basura, pues no se veía un futuro de renovación de contrato. Había leído esos documentos con vista de científico y solo había visto datos del transformador del núcleo que estábamos activando, pero pensé en qué diría Asya. Y mis conclusiones fueron completamente distintas al abrir un poco más el visor de mi vista.

—¿Dr Petrov? Sí, aquí Serguei, ¿está usted disponible para mañana? Quizá tomar un café… ¿qué? No, no es necesaria tanta urgencia. Es sobre sus investigaciones, la fábrica que se destruyó, ya sabe… Pero no… bueno vale. En seguida voy.


***
La joven estaba completamente transformada, su cabellera rubia caía sobre la camiseta abotonada de lunares. Frente a ella, tres muchachas igual de despampanantes que ella asintiendo mientras el rockabilly sonaba todavía más fuerte, haciendo temblar las paredes. Aquellas cuatro mujeres podrían haber robado un banco sin que nadie se percatara, adueñarse de la fortuna de un viejo verde o buscarse un buen marido, seguramente podrían encontrar un trabajo fácilmente, gracias a sus curvas siendo realistas, más que a sus asegurados y demostrables conocimientos. Eran el epitome de la belleza. Y sin embargo, se sentaban en sofá de segunda mano, en un departamento en los suburbios petersburgueses, subiendo la suciedad por las paredes como ratas infectadas. Y así, todos los vecinos que las rodeaban, plagas perdidas en un desierto. De cierto modo, se sentaban como si supieran aquello y lo ignoraban, e ignoraban también el sufrimiento de aquellas ratas aplastadas por sus pies, y el silbido de los pájaros, y el maullido de los grandes gatos en las torres de los dioses.

—Esta noche procederemos con la operación Mintaka —dijo Dasha acercándose a su tocador.

—¿De cuánto tiempo dispondremos?

—24 horas —dijo Dasha—, como mucho.

En cierto modo, se sentaban de forma que ninguna mujer hubiera hecho, miraban al horizonte como si se presentara un vacío abismal frente a ellas, como si allí dentro, en aquellos ojos azules, verdes y coloridos no hubiera nada, solo una cáscara sin alma. Tan solo cuerpo. Las voces automáticas de las chicas se pronunciaban sin emociones.

—¿Hay plan B?

—Lo de siempre, tentación con la manzana.

Dasha se levantó y se sentó frente al espejo, acarició su rostro con delicadeza, dulce nácar. Frente a ella había un neceser en forma de flor, giro la parte superior y el capullo floreció en mil pétalos, de los cuales aparecieron brochas, polvos y maquillaje, pero también navajas, cámaras ocultas en pintalabios y dispositivos de localización en coloretes de marca. Abrió la parte central y sacó una pistola, la cargó con un pintalabios y sonrió a sus compañeras. Una sonrisa forzada que temblaba en sus labios y acabó por teñirse de rabia.

—Esta noche volvemos a casa.


***


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