Llovía a través de la ventana, el cuadro viviente de una realidad deformada, con su fondo nevado y las montañas, siempre escondiendo al sol que temía salir, y el lago congelado todavía sin gentes con patines sobre él, el repartidor con el periódico en su bicicleta, en días eternos que rezábamos no terminaran. Y no lo hacían, porque el gobierno había construido aquellas montañas a propósito, y la nieve, y el lago, también al repartidor y la ventana. Al ser acariciado el botón central de la misma se mostró la verdadera imagen de la ciudad humeante, un edificio gris justo en frente bloqueaba toda bonita visión que se pudiera haber obtenido, quizá las nubes negras o el ambinete viciado, y en aquel edificio habitaban inquilinos, les veía a través de sus pequeñas ventanas obrando miles de aburridos quehaceres.
Me pasaba mirándoles parte de la mañana, antes de bajar a desayunar, antes de vestirme o mientras me vestía. Viendo al gordinflón del cuarto piso ver la televisión con su bolsa de ganchitos en el regazo, cuál bebe, ubicacada en su en mesa rayana una cerveza, la agarraba ya cansándose y me preguntaba cómo subiría los cuatro pisos, si es que alguna vez abandonaba su guarida. Y la muchacha joven del tercero, probándose vestidos y mostrando su tez nacarada desnuda, podía verle las venas azules y mi estómago trotaba, casi dañándome. Y no era su desnudez sino aquellas ramificaciones venosas las que me excitaban. La familia del quinto desayunaba, con sus cueros rosados, con su engullir ansioso, como cerdos, mientras al hablar veía que escupían trozos de comida, nada como el hogar familiar. Qué triste familia que debía vivir en los suburbios, en zona tan pobre como la nuestra a merced de cualquier maleante, que éramos todos.
Los primeros dos pisos no podía verlos pues yo vivía en la sexta planta y había muchas más sobre mí, una inmensidad de pisos, escaleras, puertas con números hasta el 99, ventanas ilusionistas que mostraban realidades, aunque no fueran la nuestra. Y posiblemente todos ellos, cada habitante, era como yo o lo había sido, porque esa semana me tocaba. Me iban a arrancar los colmillos.
—¡Kafka! ¡A la mesa!
La casa tembló ante el grito de mi madre, que parecía querer ser escuchada por el último peldaño del rascacielos. Salí corriendo de mi habitación todavía metiendo una pierna en la pernera de mi vaquero negro. Las zapatillas podían esperar, aquellos zapatones con plataforma coloridos que tanto me gustaban, con pegatinas que encontrábamos por la calle y robábamos de las tiendas de la zona rica, aquellas con tantas luces de arco iris, con tantos sueños de golosina todavía intactos.
Mi madre me vio tropezar con el escalón de la cocina y mis hermanos no pudieron sino reír. Papá ya había salido a su trabajo, pues era importante para poder traer, al menos, dos comidas al día. Una a la mañana, otra a la noche.
—¡Kafka! Pero mira que te digo que odio esa ropa de mierda que robas con tus amigos... ¡si es que eso son personas!
Dijo ella al ver mi chaleco de plástico, que dejaba ver la malla a modo de camiseta interior. Alborotó mis cabellos aguamarina y los miró con el mismo asco.
—Ya sabes que no, mamá, no somos personas —contesté.
—¡Muy gracioso! Si robas que sea algo decente...
—¡Mejor así, mamá! Gastad la pasta en nosotros —dijo Laertes, mi hermano mayor.
—No te vendría mal una camiseta de verdad... —habló a continuación Eldrix.
—¡Ya basta de meteros con vuestro hermano! Pero tiene razón hijo mío... ¿esa camiseta? ¡Ni eso es! Menos mal que este viernes te quitan los colmillos.
—¡Ya he dicho que no voy a ir, no quiero y no pienso! —dije.
—Hemos hablado de esto muchas veces, no tienes alternativa.
Un solo cuenco frente a mi silla, con un líquido cobrizo rellenando su hendidura. Mis hermanos leche en sus vasos, blanca como sus pieles, unas tostadas y comidas mortales que detestaba, mi madre comía gachas con algo de fruta y todos, sin excepción alguna, su batido de hierro, algo obligatorio para los adultos de nuestra subraza. Profesé de nuevo mi asco hacia su alimento, casi sintiendo una traición profunda, pero reían como ante un infante. Mis bobadas le divertían, rebeldía adolescente, niñez incomprendida, porque los niños nunca sufren y son de piedra, siempre decían, que nunca saben.
Y por ello no me dejaban trabajar. Sí, estudias hasta los siete pero luego te apañas con la vida que te ha tocado, dejan de tratarte entre almohadones y te ignoran, porque cada adulto tiene sus propias preocupaciones como para ocuparse de un chiquillo. Y mis lloros eran desoídos, no, no podía negarme a que me quitaran los colmillos, no era correcto, el gobierno no me lo permitiría. ¿Quieres que nos exilien? ¡O peor! ¿Qué nos encarcelen? Y el miedo de mi madre se me contagiaba.
Bebí en silencio, una mancha roja sobre mis labios, Laertes burlándose y limpiándome con el dedo, que debería crecer de una vez. Sonreí con condescendencia y me calcé para salir a la calle. El ascensor estaba ocupado así que me decidí por las escaleras, un viento caliente chocó contra mi cara al salir, algunos robots limpiadores rociaban las calles con agua y desinfectante, como si aquello pudiera obrar milagros, como si pudieran evitar que al minuto después hubiera otra pelea u otro altercado que provocara un vómito en la acera, sangre, visceras y líquidos interiores indeseables.
Calle abajo se encontraba un breve parque con apenas un par de columpios oxidados en su recinto, una fuente de agua hirviendo, llena de cal y casi imbebible. La mayoría de tiendas eran pequeños establecimientos, ultramarinos, mercados pequeños, tiendas de ropa hortera y mucho cierre, mucho cartel con "se vende" o con "quiebra" en los escaparates. Y mi calle era una de las mejores, bueno, al menos medianamente decentes, al menos solo teníamos yonkies irrumpiendo en los locales abandonados, pinchando sus colmillos y traficando con sangre, dónde vivía Laurette había hasta mafias, delincuentes de primera clase.
La calle era recta, todo el sector eran lineas rectas en una interminable cuesta hacia abajo o hacia arriba, depende de a dónde te dirigieras, con pequeños pasajes para cambiar de una paralela a otra, un laberinto de hastío. El parque estaba frente a las fábricas que cortaban el sector, las afueras, el acabar de los rascacielos y a veces tierra batida en vez de baldosas o suelo de piedra mal puesto, de aquellos años antiguos del 2000. Mis amigos ya estaban en los bancos, frente a la presencia de unos niños despreocupados en los toboganes y unas madres ardiendo en deseos de marchar.
—¡Chicos! ¡Siento llegar tarde!
—¡De nuevo!
Habló Emma, de aquel negro que se mezclaba con el rosa colorido y el rubio de su cabello, platino, casi blanco, reluciente. Su maquillaje corrido como lágrimas negras en su rostro, aquellos labios rosa fucsia, suestilo que tampoco era estridente entre nosotros, y sus habituales pegatinas. La estrella en la córnea y el unicornio bajo el ojo, con aquellas ojeras caídas y profundas, y sin embargo su eterna sonrisa como el sol.
—¿Otro surtido de pegatinas? ¿De Loki?
—¡Sí! Mi amado y fiel Loki siempre me da lo mejor... nada de mierdas naturales, todo sintético, plástico, química perfecta. Lo natural ya está desfasado, ¿acaso ves un árbol en todo este estado de mala muerte?
—¡Bien dicho! Muerte a lo natural, muerte al hombre —grito Fenris subiéndose en el reposabrazos del banco.
Fenris siempre tenía sus pitillo a cuadros verdes, su camiseta de algún grupo Punk más rota de lo normal, su cabeza afeitada salvo unos cuantos pelos en la nuca, sus alhajas, tan de otro tiempo, con aquellas muñequeras de pinchos, cadenas como collares y demás. De herencia familiar, decía que eran, un honor, seguía. Saludé al resto, Laurette y Aelfric, en la misma frecuencia estilística de Fenris.
—¿Quieres un poco? —dijo Laurette ofreciéndome sangre impura, aquella que era de animales, de los pocos que quedaban en la tierra. Ratas, perros, a veces gatos, pero ya no había pájaros, apenas animales salvajes.
—¡Claro! Solo un trago, acabo de comer...
—¿Esta noche querrás pillar algunas pegatinas? —Me preguntó Emma.
—No puedo... cero dinero.
—Ah, pues esto te interesa —interrumpió Fenris—, Ael y yo venderemos nuestra sangre a unos particulares. ¿Te apuntas?
—No sé...
—Tú sabes, si necesitas pasta es el mejor modo, si les dejas morderte más guita. ¡Tú verás!
—Además, me los quitan este viernes...
—¡¿Qué?! —gritó Laurette muy enfadada— ¡Tienes que negarte! ¿No puedes prorrogarlo? ¿Unos años más como hicimos nosotros?
—No, no había excusa alguna... y mi madre... mis padres no me dejan.
—¡Esos capullos! —siguió Fenris— Mira, deberías simplemente no ir, tenemos un hueco en la comuna para ti.
—No me interesa vivir en una fábrica abandonada.
—Le gustan los lujos a Kafka —bromeó Aelfric.
—¡Kafka, hemos de romper el sistema, no les des tus colmillos! ¡Que se jodan!
Les apreciaba, pero también a mi familia, a pesar de sus imposiciones, de sus actitudes hacia mí, de pensarme como un niño, de no escuchar mis peticiones, de ignorar mi voluntad. Era mi familia, al fin y al cabo, solo tenía una. Además, también tenía miedo, por aquellos desertores que acababan vendiendo sus colmillos a cualquier loco con dinero, y al final traicionaban sus propios principios, mellados, con apenas un colmillo en cada hilera. Terminaban en su propio infierno, en un agujero nauseabundo, las alcantarillas, locales cerrados eran lujo para estos, ni fábricas ni parques, sucios agujeros dónde nadie podía verlos, dónde nadie podía ver lo inmundos que eran. Porque sin luz tampoco tenían que ver su rostro deformado por sus traiciones, por la traición a sí mismos, a sus deseos, a aquella premisa de huir del sistema, y se vendían como prostitutas ante cualquier humano adinerado.
No, no quería acabar siendo el esclavo de algún lascivo mortal, o de algún vampiro fetichista, que pincharan mis encías para excitar a mis colmillos, que mordieran mis muñecas, mi cuello, el muslo de mis piernas, que es la parte que a tantos les gusta... que me miraran con deseo como un juguete roto, una muñeca de trapo a la que pueden moldear. Y aquello estaba tan cerca de mí que hasta podía olerlo y por ello aceptaba las decisiones de mis padres, porque sabía que era lo mejor, porque el miedo siempre puede con el deseo.
Fenris no tenía miedo y por eso le envidiaba, hacía lo justo, conocía su cuerpo a la perfección, solo daba la ración exacta de sangre, ni una gota más ni una gota menos, y salía casi más vigorizado. Tampoco era un magnate, no tenía riquezas, pero sobrevivía y ayudaba a sus comparsas de la fábrica abandonada. Era admirable, aquella valentía innata que yo no podía ni copiar. Él era como un padre para nosotros, el más adulto, el que había conseguido escapar de los extractores. Las chicas lo admiraban, los hombres lo seguían, y yo... estaba enamorado de él. De alguna manera platónica, porque yo para él era tan solo un bebé, el más joven del grupo, el más inexperto, el más adorable, el hermano pequeño que jamás tuvo. Me sonrió mientras debatía, política, corrupción, ¡miseria! Se llenaba la boca de un orgullo auténtico, de una lucha interna y externa que promovía tanto con su verbo como con sus acciones, por esto mismo era respetado por la comunidad, por la comunidad de apestados, anarquistas y anti-sistema que reinaba en nuestro sector.
Por mucho que hablara no acababa de convencerme, el problema no era su ideología, la cual la compartía hasta la última palabra, sino aquel temor. El no saber qué esperar, el futuro incierto, la pobreza tan intensa del disidente, la persecución incesante, era aquello. Y sin embargo algo me empujaba, quizá esos músculos que eran los más impresionantes que había visto, aunque en nuestro sector era hambre y por eso no eran tan impresionantes como yo los veía, pero a falta de otros ejemplos para mí eran los mejores, y sus ojos verdes embutidos en el aura negra que siempre se pintaba. Poder vivir una vida con él, en libertad pura, ¿no es eso lo que todos queremos?
Pero la libertad es igual de atractiva que temerosa y aun así la única esperanza para nuestra raza exiliada. Nuestras charlas se basaban en aquello, temas políticos, las revoluciones que empezaríamos, empuñando nuestras melodías ácratas como arma, confeccionadas como luthiers por nuestras manos, y aquella guerra que debía ser con el verbo, luego con la violencia, hasta destruir a los mortales egoístas, avariciosos ahogados en su brea, para liberar cada colmillo de su subyugo. Y era esto y cómo destrozar el sistema, las estrategias y los grupos que había encontrado Aelfric, nuevos aliados que siempre boceaban pero nunca mordían, y al final todo se lo llevaba el aire. Pero no todo era praxis perdida. No desperdiciábamos ni un segundo para hacer justicia.
Bueno, nuestra justicia. Y no era tarea fácil, no éramos principiantes, expertos a nuestra manera, en nuestro modus operandi del caos. ¿Aquel día? Nuestra ronda diaria de fechorías. Primero, los establecimientos de los traidores, los conocíamos bien a fondo. Emma había estado saliendo con un vampingrato (como los llamábamos nosotros) que se conocía la ruta roja. Allí hacían chanchullos con los mortales, nuestros carceleros.
El primer lugar que nos descubrió fue La Barraca, un bar mugriento que traficaba con colmillos para filántropos humanos que se hacían alhajas con ellos, collares, anillos, piedras preciosas, hasta su maquinaría más eficiente portaba nuestra dentadura en ella. Flamenco Dorado fue el segundo, se camuflaba como bar de striptease, desnudas féminas y varones tan femeninos como las anteriores, pero tras las barras aceitosas había una trama de venta de vampiros, siempre los más lindos a ojos del comprador, los que tenían la sangre más codiciada, cero negativo. Ultramar era una tienda de comida, que en realidad filtraba información de revolucionarios, entonces los humanos venían a nuestro sector a hacer redadas, irrumpían en hogares, rompían puertas, muebles y vajilla, destrozaban espíritus jóvenes y vetustos ya demasiado cansados para importarles siquiera aquel desastre, aquella desgracia añadida, que no importa un gota más de lluvia en un océano entero. Y la lista seguía.
Nuestro plan era pasarnos por aquellos sitios y destruir su mercancía, advertir a los jefazos, asustarles con poderosos ataques que, ahora que lo pienso, no eran más que niñatadas. Pero a nosotros nos parecía muy valiente. Cuando un mortal se nos acercaba siempre había revuelta, a viva voz la disputa escuchada por todos, pero en nuestra defensa diré que siempre resultaban ellos ser el resorte de la pelea.
—Podéis exterminarnos pero nunca desapareceremos y algún día nos cansaremos, ¡controlaremos el mundo!
Y Fenris me miraba orgulloso por mis palabras, acariciaba mis cabellos y les lanzaba basura para que se marcharan, mientras el resto amenazaban con los puños. A veces conseguían trasladar sus mafias, cambiar las contraseñas de entrada, lugares de entrega, camuflar mejor los engaños, pero Emma era experta en pasar desapercibida y sacarle información a lascivos borrachos, con todavía un hilo mezcla de baba, sangre sintética y químicos sueños paradisíacos. Y lo peor era entrar y ver al curriculum inhumano que había en aquellas salas privadas, prostitutos en su mayoría, con colmillos mellados, con brazos llenos de vías de agujas que penetraban sus venas para sacar aquella sangre preciada peor si el comprador viera el vampiro que la portaba se la hubiera lanzado a la cara al camello de poca monta que trataba de hacerse rico en un mundo de humanos que no aceptan ni la más mínima diferencia.
Pero viendo el panorama casi no podía culparles, que desgracia de ser vivo. Así nuestra ronda comenzó, casi como un trabajo, remunerado con la satisfacción de ver sus rostros deshacerse en la rabia, aquella desesperación que contenía lava hirviendo. Nos colocábamos antes de partir nuestro maquillaje de camuflaje urbano, pues el problema no era que nos identificaran ellos sino las miles de cámaras que había por doquier. Había tres puntos básicos: la asimetría en el rostro, tener un lado del cabello más largo que el otro, un maquillaje distinto en cada lado; los ojos, para ello solíamos maquillarnos grandes pirámides invertidas en las ojeras; el tercer ojo, la zona central que se unía a ambas cejas, debía ser tapada a toda costa por cabello, maquillaje o decoración. Emma se dibujaba en el tercer ojo un circulo con alas, Fenris un gran ojo negro y yo una media luna, casi queriendo parecer esas mujeres antiguas tan bellas, trayendo algo de historia a la modernidad de nuestro estilismo. Él se reía, acariciando mi naricilla y yo me sentía en el cielo.
Ventanillas rotas, miradas furiosas, mejillas rojas, papeles por los aires en llamas y colmillos destruidos por tinte rosa, era dinero desperdiciado, oro diluido, millones perdidos y nuestra satisfacción eterna. Y luego huir, correr por calles separadas, hacerles el lío y salir pitando, confundirles y que nos perdieran de vista. Ganar, como siempre, finalmente. Aunque muchas veces nos hemos metido en problemas, algún comrade capturado, y luego tener que salvarlo como en las proyecciones, como en las escenas de acción dónde todo siempre acaba bien. Deseaba que nuestra aventura fuera como aquellas, borrar los ángeles caídos de la lista, a los que conocía y a los desconocidos, porque no se merecían aquel final.
Me acerqué al Refugio, un pub que tan solo servían bebidas mortales pero que, en raras ocasiones, podías encontrar a algún camello que te vendiera sangre adulterada. Cuando llegué ya estaban todos allí, esperándome como un dejavu de la escena anterior. Emma bailaba junto al Dj, que era una caja llena de discos con cuerpo de robot desnudo, el rostro de plástico se había derretido por el calor de los focos y solo se veía su esqueleto de hierro y placas. Le seducía como si pudiera corresponderle, nada más me vio me arrastro a su fiesta.
Luces de neón, aquellos rayos láser en la oscuridad azul marino, sangre de rata sobre los labios de Fenris, mirándome y cediéndome la mitad de su pegatina, y yo rechazando por razones obvias... pero insistía y me abría los ojos, colocándolo en el nácar de mis cuencas, hasta que besaba mi nariz y así me dejaba embelesado, totalmente indefenso frente a su ataque. Y entonces las luces de colores, el ver el sonido y oler la música, retener el hambre, la sed de matanza, y sentir la paz de un nirvana desconocido.
Ojos rojos, pero felicidad. Y ya no pensar en el viernes, en que los humanos existían y en mis colmillos. Al final de la noche tan solo bailaba, agarrado de la mano de Emma siempre brillante, con el resto sentados y bebiendo, charlando, saludando al resto de rufianes disidentes que atravesaban la puerta, pero de repente golpeó mi cabeza: todo aquello se acabaría pronto. Y la pegatina se disolvió completamente en mi ojo, despertándome de aquella dimensión paradisíaca que nunca hubiera deseado abandonar.
—Ya solo queda correr, Kafka —decía Laurette.
La lucha sin fin, yo sin ganas, como si conociera el final antes de leerlo. Salí del Refugio y anduve, queriendo que la fría noche me acariciara y limpiara de mi rostro cada miseria. La fábrica de nuevo, nunca vacía, había llegado sin darme cuenta, seguramente atraído por la cuesta natural de las calles. Alana me saludó, regaba la plantación de la comuna, a Roco le tocaba la limpieza y ponía en marcha las máquinas automáticas, ajustaba el lavadero para que no rompiera más platos de los necesarios pues ya tenía un charco de cristal a sus pies, y con una mirada se despidió de mí al verme entrar en el recinto de dormitorios. Su puerta, la abro, dormitorio desordenado, con una cama doble y un escritorio con sus cachivaches encima, tantos posters y minucias colgadas de las paredes. Podía oler su colonia en el ambiente, me lancé a la cama y me perdí en aquellas olas de fragancia.
A veces me preguntaba si ellos tenían razón, si todo lo que decían mis padres era cierto, lo más sensato. Luego volvía a él y se me quitaban esas ideas de la cabeza, aunque nunca las dudas. Porque estábamos hartos de ser cazados, usados y abusados, porque nadie hacia nada. Actuaban además como si les deberíamos la vida por aquel favor, el favor de darnos las migajas que sobraran del plato de sus chuchos, por darnos un cobijo bajo la sombra de un árbol cuyas hojas comienzan a caer, con aquella superioridad moral que tanto odiaba, esos aires pretenciosos.
Ni entre ellos se aguantaban, se matan, se roban, se desprecian, familias separadas por ideas, muertes por Dioses inexistentes, odios manipulados por gobiernos para enfrentar a compañeros, para distanciar sus miradas del verdadero enemigo que era el panóptico, el creador de aquella cárcel planetaria. El gobierno mundial no cesaba en tratar de convencerte, porque controlarte ya lo hacían, cada paso que dabas, con aquella sensación de que los pasos que te dictaban eran los que tú decidías, que lo elegías por tu propia cuenta, con publicidades que mostraban rostros felices, ayudantes del partido, buenos ciudadanos, buenos vampiros siendo despojados de sus almas en el quirófano de un cirujano con sonrisas relucientes. Todo tan falso como su bondad, como mi realidad, como mis ganas de existir. Un velo translúcido sobre cada ojo de la tierra.
Ellos se habían rendido, pero nosotros todavía teníamos esperanza, quizá porque una bestia nunca se puede contener en una caja de zapatos, siempre será un salvaje espíritu exigiendo libertad. Aquella virtud los mortales la habían perdido. El sonido de la puerta golpeando la pared, mis ojos abiertos como platos de repente, salido de mis ensoñaciones en la vigilia, interrumpido en aquel mundo de imágenes mentales, respiración entrecortada.
—¡Hey, Kafka! ¿Qué haces aquí?
No te sonrojes, fue lo que pensé.
—No sé, solo me pasaba, estoy cansado de tanto huir.
—¿Y quién no, pequeño?
Se tumbó a mi lado. Miraba al techo y había colocado un póster de un universo estrellado, lo mirábamos como si estuviéramos bajo las estrellas, algo imposible en cualquier sector del mundo. Lo había encontrado en unas ruinas abandonadas de las antiguas ciudades, vetadas y jamás visitadas por mí, ya que jamás me permitían unirme, ni siquiera Emma les acompañaba, pues había soldados por doquier y era peligroso. Traía a veces reliquias que le interesaban, pequeños trozos de belleza antigua que le recordaban que estaba vivo, que alguna vez los mortales también, que quizá quedaba algo de eso en ellos.
Acarició mi mano, mi primer impulso fue agarrarla, pero la separó de mi lado. Un segundo de devastación me hundió el estómago, pero entonces pasó su brazo por debajo de mi cuello, queriendo que me colocara en su regazo cómodamente. Me giré para mirarle, pero no me correspondió la mirada, me apoyé en su pecho y ya no me importaban las estrellas pintadas, sino él.
—¿Has pensado en el viernes? —me dijo.
—Sí, demasiado.
—¿Sabes ya qué hacer?
—¿Tengo opción? Es complicado... para mí.
—Sabes que tenemos un hueco aquí para ti, tengo un hueco para ti...
—Fenris... yo... creo que me falta algo. Valentía.
—¿Hay algo que pueda hacer para que te quedes? ¿Qué haremos sin ti?
—Seguir... yo no soy tan importante, solo un niño.
—Eres una explosión, Kafka, una caótica explosión de rabia, dulzura y alegría, no quiero que eso muera. Quiero que explotes conmigo todos los días., hasta la definitiva victoria.
No supe que responderle, me dejó sin palabras, pero no hizo falta. Se giró para mirarme y me besó, un confundido yo lucubró miles de causas, si aquello era su última opción para convencerme, si ya sabía mi gusto por él, si aquello era una estrategia, pero, ¿por qué era yo tan preciado entonces? Y solo quedaba una opción posible, que él gustaba de mí tanto como yo lo hacía de él. Le besé, con toda el ansia contenida de aquellos años de represión amorosa, de contención lasciva que, como él quería, explotó en sus narices.
Ya era viernes, día de inercia. Era eso mismo, inercia, pasividad, desidia, el caminar sin rumbo porque unas flechas luminosas en el suelo te dirigen. Y no sabes el destino pero poco te importa porque tus pies caminan solos, pensando solo en llegar, en acabar, en morir y descansar de la caminata, del sufrir mundano, del sinsentido de la vida. Miles de pensamientos pasaron por mi cabeza nada más me desperté, mi madre enseguida me llamó y podía perfectamente haber cogido mi mochila e irme, podría simplemente haberle dicho que iba a despedirme, cinco minutos mamá, ya vengo, y nunca volver. Pero en vez de eso me subí al autobús con mi padre, que se bajó dos paradas antes, su rostro apático mostraba lo que me esperaba, me besó en la frente y se marchó, sin decirme nada. Sin instrucciones, casi como exigiéndome que huyera, que era mi oportunidad. Pero las flechas luminosas del suelo me seguían, mi cerebro les respondía como un código automático.
Me senté en la camilla algo nervioso, realmente estaba cagado de miedo, no por la operación en sí, sino por las posibles consecuencias. Las atenciones recibidas eran de espectadores de circo, de científicos sobre una cobaya, me descubrían con sus ojos sistemáticos y cuadernos como sus cabezas. La sala era de un gris oscuro, que se atenuaba con la luz amarillenta, tan horrible como los artilugios que observaba. Armamento de tortura. Todos sonreían pacientemente, observando cómo me acercaba a la camilla. Cuando me tumbe decidieron atarme, por si algo salía mal durante la operación, por si sacaba las uñas, decían entre risas. Pero yo no reí.
—Muy bien, Kafka, no sentirás nada. Sin embargo, podrás asustarse con los aparatos que usemos en tus fauces.
—¿Podré? Qué amabilidad, pensé que estaría prohibido.
Los médicos, graciosos ante mi broma, carcajeaban agarrándose los vientres de embarazadas que tenían. Los botones de las batas de un momento a otro explotarían y me darían en la cara, probablemente dejándome ciego.
—¡No te asustes! Todo irá bien y, sobre todo, no te muevas.
Fácil decirlo cuando no tienes una aguja sobre tus encías, cuando no sientes que te descarnan para arrancarte partes de tu alma. Aquellos doctores eran más tecnología que hombre: en sus brazos robotizados había toda clase de artilugios, que mutaban a petición de su propietario. Era cierto, no sentía nada, pero desde hacía décadas. ¿Qué era el dolor sino una virtud humana? Sí, virtud, aunque para ellos sea un castigo injusto, es la manifestación propia de la vida bañada de sangre, bombeando por un cuerpo agitado, de la cabeza a los pies, mientras los nervios llaman la atención a todas las unidades. Eso es ser humano, poder ser doliente. Yo, en cambio, era simplemente verdugo. Y sin embargo parecía sufrir en mi apatía, como si fuera una pesada carga y temía más a que borraran de mi esencia aquella maldición que ya era mía, formaba parte de mi nombre, el brillo de mis ojos era por aquel infortunio de nacimiento y no quería desprenderme de él. Pero no haría nada.
El cirujano principal colocó una gran canasta en mis labios y mi boca se abrió de par en par, en su placa ponía Doctor Bernetti. Se acomodaba en el interior de mis carrillos, sujetaban mis encías, solo se veía un ligero hierro en mis ambas comisuras. De su brazo surgió un escalpelo que cortó mis gelatinosas encías, dejando ver mis ocho colmillos afilados. Apretó en el inicio de aquella cueva carnal y, cual uñas de gato, los colmillos fueron asomando poco a poco hasta que surgieron a la superficie, demostrando su brillo nacarado. La sangre ya caía por mi cuello, mi propia sangre, y se mezclaba con mi saliva, pues hasta yo era capaz de deleitarme con mis propios fluidos.
—Dr. Charonce, fíjese, son unos ejemplares estupendos —oí hablar al Dr. Bernetti a través de su máscara quirúrgica.
—¡Magníficos ejemplares, sí señor! Nos darán una fortuna.
—¡El gobierno hará buen uso de ellos! —respondió la enfermera, cuyo nombre ignoro, pero exudaba orgullo por su patria, por la raza que representaban.
Mis colmillos se movieron, aquello si pude sentirlo porque fue robarme lo que me llenaba. El mundo de color, que apenas había sido hasta el momento grises y desaturados rojos, amarillos, verdes y azules, se tornó gris completo. Fue como apretar el botón de la ventana de mi apartamento, la nieve ya no caía, las montañas no ocultaban el sol tímido, tampoco el sol brillaba, solo una lámpara ambarina que manchaba con su asquerosa luz todo mi gris aburrido, y el lago, dónde solían haber niños patinando sobre él, era una ciénaga. El repartidor, que traía buenas noticias todas las mañanas, era el Doctor Bernetti, que alejaba a mis hijos de mí, para que ya no los viera.
Unas pinzas arrancaron mis ocho colmillos, la sangre caía a borbotones, incluso me tragué un chupito de ella. Mi lengua estaba teñida de bermellón, mis ojos vidriosos eran del mismo tono escarlata, sentían la furia, la sed, las alas brotar por mi espalda antes de rozar el suelo en una caída. Mis ojos azules resplandecieron, abiertos como dos lunas llenas, vibrantes y retorciéndose en sus cuencas. Las extremidades de mi cuerpo forcejeaban con las ataduras, mis dedos arañaban las sábanas. La luz parpadeó en el único tubo del techo. Toda la camilla se tiñó de sangre, goteaba en los suelos de linóleo, manchaba los mocasines de los doctores.
Aquella era una de las pocas sensaciones que compartíamos ellos y nosotros, aunque algunos rezagados de la raza vivían entre nosotros nunca nos dirigían la palabra, como sacrilegio imperdonable, como rebajar su dignidad a la peor calaña. La solitud de la nada, que crece en nuestro interior como hierbajos, cuando estas hierbas negras eran cosechadas ya no les valíamos para nada y nos mandaban de vuelta a los guetos, dónde todavía la sed permanecía, como un miembro amputado que aún colea. Y eran trabajos menores, serviciales de esclavo lo que podíamos tener, porque alguien que bebe jamás vuelve, porque la mancha negra nunca se cura y Dios no perdona los pecados. Encuentros siendo meras coincidencias entre mortales y shedims. ¿Todavía no puedes decidir cuál de los dos es el privilegiado?
Mi madre me besó cuando atravesé la puerta y pareció que su desidia compartió por un segundo mi agonía, sus ojos me revelaban lo que ya sabía, que tanto ella, como mi padre, mis hermanos y cada ser adulto de esta sucia pocilga había sufrido la ablación. Me pedía perdón, como si fuera culpa de ella, por no haberme dejado cumplir mi deseo, negarme, escapar, renegar del sistema, pero yo no tenía nada de lo que exculparla. Mis hermanos me saludaron desde el salón, invitándome a jugar a la consola, pero volví a mi habitación con un simple gesto de mano que les dirigía.
Miré a través de la ventana antes de dormir, aunque sería más una cabezada, un sueño despierto que se vive sin ganas. Llovía, de hecho a mares, tanto en la realidad nevada como en el conjunto de apartamentos nauseabundos, y en ese momento las dos caras de la moneda se tocaron, llegaron a besarse. Miré al gordinflón, seguramente ni se había movido, las ronchas bajo sus axilas me daban una valiosa pista; la familia del quinto ahora cenaba y creía poder ver un comedero porcino sobre la mesa, pero debió ser mi imaginación cansada; la chica joven estaba con un compañero que le otorgaba de antemano un jugoso fajo de billetes, jugoso como sus venas que ahora vibraban con menor intensidad, como si toda la sangre se hubiera marchado al cerebro, a pensar en la barba canosa de su acompañante o en lo afilados que eran los tacones que llevaba. Y ninguno portaba una sonrisa, miraban al horizonte esperando al sol que nunca aparecía, a un dedo divino sobre sus cabezas, como si la muerte no existiera y vivieran en un limbo soportable, porque ya se habían adecuado a sus torturas. Pero, ¿mi sonrisa? Yo tampoco la portaba, yo ya no la tenía.
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