El Vaso Roto

 

Amor que cae


La brisa de la mañana se hace ya demasiado pesada, en las neblinas del cielo veo el reflejo de un rostro que ya se ha desdibujado y aun así sigo delineándolo, tratando de rescatar los resquicios de un mar muerto. Las palmeras de la playa, el horizonte lleno de sombrillas y la gente en la orilla, más allá de los rayos del sol se escucha el jolgorio. En el apartamento estoy yo, fumando un cigarrillo en el balcón a caladas lentas y suaves, esperando que algo de aquel paisaje veraniego se pegue a mis entrañas junto a aquel humo que me mata por dentro.

Los apartamentos en la zona son todos iguales, vestidos de blanco y esos cabellos de tejas pelirrojos, que conjuntan con los zapatos de las baldosas que te llevan desde la puerta principal al paseo. En las alturas siempre se decoran con radiocasetes, un par de tumbonas y unos alemanes al sol. Los vecinos, en su mayoría, son extranjeros, pero siempre se ofrece un saludo a la distancia. Se ponen rojos, en la playa, y morados en los chiringuitos. Nuestro apartamento es posiblemente uno de los más pequeños, el balcón tiene vistas de la playa y de la calzada que te lleva a la plaza del pueblo, y aquí me quedo todos los días mirando como paso de un cigarro a otro, sintiendo un invierno creciente en mi alma, percibiéndolo todo como una obra visual en la que jamás participo.

La casa es oscura, demasiado pequeña para ambos. Un salón-comedor-cocina que solo se separa entre baño y dormitorio. Lo único que se puede permitir una joven pareja. En las mañanas como aquella no se ve más que un translúcido rayo amarillo que desgarra las cortinas y dentro, como una cueva, son todo sombras que se proyectan. De la puerta más oscura surge él con su piel vestida, ignorando mis cavilaciones con una estrategia estudiada. Me he despedido de la luna, todavía recuerdo las noches en las que todo era brujería y ahora solo una navegación solitaria entre quimeras acuáticas. Aquellos días en los que se conectaban nuestras estrellas, ya han cesado. Hace mucho que no hay luna llena.

A veces pienso que las mañanas son como una carrera, una maratón de aquellas largas en las que tienes que recuperar fuerzas para la meta. Es un largo camino de montaña, hay cuestas escarpadas y tanto si las escalas como si las bajas son complicadas. Y todos los días lo mismo, al final es como un constante sabor de boca, como huevos fritos y bacon cada desayuno, cómo beber siempre un vaso de agua. No merece la pena llegar a la meta y la noche se hace todavía más intensa, aunque intentamos hacer juegos de palabras en conversaciones vacías nos pueden las horas del día.

Él está haciéndose un café, le digo que me haga uno y apenas me mira. Admito que es ese mal humor del despertar, ese vivir todavía entre desgracias oníricas y sin embargo lo peor es despertar y echarlas de menos, enfrentarse a la realidad ineludible, desear que este fuera el sueño. Y las opciones que quedan, las decisiones tomadas son erróneas, pero el andar continua sin un preguntarse. Se suceden los días, tan estables que aburren, y quizá es cierto que se busca la chispa de un drama para animar la esencia humana. La cafetera silva a mi espalda, el cigarrillo se consume en mi mano, las nubes ya se apartan.

El esfuerzo no puede combatir al hastío, ahora todo lo que toca se difumina, el gris de su rostro observa ningún horizonte salvo el suyo propio y yo sé qué en aquella sonrisa escondida se debaten demasiados recuerdos, y no siempre son buenos. Le da la mano a aquello que le quema, y en invierno es calidez, en verano abrasa, nos desgasta, por aquello que no dejamos ir cuando tocaba. Y su piel cae a jirones. Nos sentamos uno frente a otro, tomando sorbos sonoros en la oscuridad de la sala.

Sus caricias son como el mover de la cucharilla en las aguas oscuras, y nuestros ojos ya no se miran cuando nos abrazamos mutuamente, son miradas frías. Ya no se echa azúcar, es todo veneno, lo prefiere puro para saciar su alma seca. La conversación, de la misma ralea, vacía, pero no se siente incómoda, pues es peor pronunciar palabra y ver sus labios en un movimiento rendido. Mi mano se acerca a la suya, en un intento de algo, inútil pues se aleja y vuelve a coger su taza para salir hacia el dormitorio. Supongo que ha vestirse, pues aquí ya no le queda nada. Y me pregunto si simplemente fue el tiempo que lo caducó todo o debí hacer algo que jamás cumplí.

Temerosos de aquella verdad, paralizados por la coherencia en un mundo inverosímil que nos pide locuras, y creer que las acciones no valen nada es ser vencido. No soy un engranaje más, pero mis tuercas ya están rotas y nadie quiere arreglarlas, y el aceite negro se cae por las esquinas de esta máquina deformada. ¿Se enfría el café o es que ya no tienes ganas? O es la inercia la que te hace seguir bebiendo. Por muchos intentos que haga no puedo sacar aquello que sé que resguarda.

Y hubo un momento en el que fuimos un ente único, una mente compartida, donde todo eran sonrisas, y mientras pueda me aferraré a esas memorias que sé que ya se rompen de tanto estirarlas, y lo peor de la noche es la confesión, reconocer que el amor se acaba. Pero en cada mirada que compartimos aún existe esa chispa, una complicidad que nos rescata, y no sé si morir por ello o vivir en otro contexto, pero, ¿soy acaso esclavo de esa esperanza? De ese sueño que nunca se cumple, del destino que nunca nos deja. Intento comprender, entre los huesos de los muertos no predigo nada, porque eres al único al que no puedo ver, no puedo ver nada. Y contra más me digo que dejo de amarte, más me niego a abandonarlo, vuelve con más fuerza. El último intento del que se ahoga, la última pataleta en las aguas, el último socorro y no se ve la orilla.

Sin embargo está tan cerca, y no podemos tocarla, es todo un camino equivocado que no elegimos, sino que nos puso la vida, y ella nos lo quita, quizá siendo indignos de esta pasión divina que se nos caducó hace tiempo. Creo que algo debe suceder, un sacrificio que lo cambie todo, pero nadie parece dar el paso, nadie parece tener las agallas de abandonar ni de avanzar al ocaso. Es una eterna espera, y por eso odio tanto el cuatro. Colgado de mis propias entrañas, que llevan tu nombre, solo existo en tu eco y por ello todo es tan difícil.

¿Una tregua, hados crueles? ¿Una señal que me haga virar en esta encrucijada? Para que mentirme, si jamás podré pronunciar la despedida, a pesar de que todo se pierda, se pierde en la superficie, y la vasija es solo piel mojada. No te amaré tanto como ayer, porque hoy te amo más todavía, en ese extrañar que parece que es un estado eterno. Pareces leerme la mente mientras el café pasa de mano a mano, y ya no lo bebes. Lavo los platos, el jabón hace espuma y lleno mis manos, la pila, el plato negro se vuelve blanco, y luego el agua que lo limpia todo. Con el pañuelo lo seco hasta que no queda ni una sola gota, y un vaso le sustituye, siguiendo el mismo ritual y secándose en mi paño. Y sin usar aquella memoria, pues está ocupada en aquellos pasos que no he dado o los que he dado demasiado. En este momento un pensamiento recorre mi cabeza, es demasiado nefasto, el vaso en vez de caer al armario cae sobre la encimera, tropieza y se rompe contra el suelo. No parece accidental en aquel estado mañanero, tan sin fuerzas de un domingo. El vaso en el suelo, se recogen los trozos y caen mis lágrimas, desconsolado me agacho mientras tú sales al balcón a fumar un cigarrillo.

Procuro no hacer ninguna herida, pero supongo que es demasiado tarde, aunque no corre la sangre por mis manos. Pedazos de algo que jamás se ha recompuesto y otro vaso más que se va la basura de las veces que he errado, por no haber podido dar marcha atrás, quizá estar más atento a lo que hacía, dejar el vaso en otra parte, que mis manos lo aseguraran con fuerza, fiarme de que caía seguro en la superficie blanca de la madera, pero no, otro vaso cayó al suelo. Él se fuma las neblinas del cielo que tanto me hostigan.

Relación rota


Creía que aquella vez todo se había acabado, desde el balcón solo se observaba un amanecer tan brillante que deslumbraba, en aquellas nubes desaparecían y volvían a aparecer en un mar bravo de luminarias. Me resultaba extraño, pero sentía que todavía podía ver las estrellas y en el aire noté su frescor a pesar de que la caricia del sol era dura. El horizonte se presentaba claro, la espesura urbana no era tan decadente como otros días. Entré de nuevo en la casa y ya no estaban los trozos del vaso roto, ni él tampoco, había ignorado más de la cuenta y aquello roto pasó por mis oídos y salió de la misma forma. De él solo quedó una gota de su incienso que quemaba todas mis mañanas.

Sus rarezas ya no me asombraban, pero últimamente comenzaron a apagarse todas las velas que me iluminaban el camino de sus respuestas y ya no encuentro nada, no supe hacia dónde dirigirme. Quizá es el verano que estresa, pero por alguna razón en aquellos cristales rotos vi una revelación del destino. Un eco que me proclamaba que nunca era demasiado tarde. Fui a la habitación con un tono distinto, pero él estaba sobre la cama junto a una maleta, mirando hacia una pequeña ventana que no daba a ninguna parte. Mi rostro se paralizó al instante y no pude decir nada, era como si ya se hubiera ido y estuviera ante un espectro de la memoria. Hoy todavía me arrepiento de aquella conducta que se rindió antes de intentar nada, pero es que aquellos ojos extraños ya no brillaban en mi presencia, eran dos cuencas vacías, y yo no podía llenarlas.

Se marchó sin decir nada, no le pregunté a donde iría, debería haberle dicho que yo me debía ir, no él, que era culpa mía. Eso suponía. Y la distancia no arregló nada, la puerta se cerró tras su figura y no volví a verle. Se dejó algunas cosas, pero no cogía mis llamadas y yo anclado en aquel limbo tedioso. Su rostro en el último adiós, lo recordaba más bello que nunca, como aquella meta inalcanzable tan anhelada, un amor platónico.  Y sin embargo, seguía sin sentir nada, era una mezcla de antítesis. Porque aún no me decidía, si aquello era amor o un flechazo que había terminado de sangrar. Desde que se fue, eso sí, nunca más se volvió a romper un vaso, pero ¿a qué precio? ¿Intercambiado por un aburrimiento? Una vida sin colores, pues los ponía el todos, eran suyos. Contra más pensaba, más me cercioraba de que me había equivocado, pero tarde. El ego recompuesto que ya no se agacha.

Paso un año y yo me fui de la playa, pues ya no podía permitirme vivir allí. Y quizá no era el dinero sino los recuerdos. Volví a la ciudad y un trabajo de sol a sol me mantenía los días. Compraba leche, por alguna razón no podía parar de beberla y siempre escaseaba en mi apartamento. Seis cajas serían suficientes, por el momento. La ciudad era un lugar sombrío, quizá más acorde a mi nueva vida solitaria, pero así como le echaba de menos a él, añoraba la playa el sol y la despreocupación de los días de verano. La cajera del supermercado pasó la leche, pagué y marché de allí con el mismo rostro desubicado, como si yo ya no tuviera un lugar en el mundo. Porque el único mundo que tenía lo perdí.

De camino a casa estuve esperando una señal, pero nada llegaba, llevaba un año esperando aquel mensaje divino. Nunca había mensajes ni señas, porque quizá no dependía del destino, sino de mí. Miraba a cada esquina esperando encontrarle, en alguna parte que hubiera olvidado, y no había nada más que vacío. El destino nunca me sonreía. Al llegar casa seguí con mi rutina, pero no podía olvidarme de aquel sentido descubierto: ¿por qué había esperado una señal? ¿Significaba eso que todavía le quería? Y pensé en el tiempo perdido, ya no quedaba más arena. Cogí el móvil frente al televisor apagado, una llamada y el tono de espera. Tres tonos, seis tonos, nueve tonos. Sin respuesta. El destino quizá no había enviado nada porque así era mejor, esto era lo correcto. Pero llamé otra vez, otros nueve tonos.

—¿Dígame?

—Hola, soy yo.

Y no hizo falta otra explicación, sabía perfectamente quién era antes de descolgar el teléfono. No quiso hablar, prefería que nos viéramos, ambos vivíamos todavía en la misma ciudad, él en un pueblo cercano. Le invité a mi casa, él vivía con sus padres. No quería más esperas, así que me dijo que vendría enseguida, y el estómago dio un vuelco. Aunque pareciera tan cercana su visita, era como si fuera a esperar mil años, mil eternidades en un asiento frente a las puertas del inframundo. Como si aquella media hora necesitara de la paciencia más potente. A pesar de aquel año sin señales ni llamadas.

Alguien llamó a la puerta y casi no fui capaz de abrirla, pero ahí estaba él con su esplendorosa aura, casi mágica. La parálisis embrujó nuestro cuerpo, nos miramos fijamente durante unos segundos larguísimos, entró cuando le hice un gesto de cortesía y la puerta se cerró tras él. El recuerdo volvió a la memoria, parecía que de ambos, pues una tristeza nació en sus ojos que ya brillaban de nuevo. Y le abracé, aunque no lo hubiera pedido, al menos con palabras.

Publicar un comentario

0 Comentarios