Este relato se basa en una experiencia real mía. No es ficción.
Yo tenía siete años, jugaba en el chalet de mis abuelos con mi tía completamente despreocupado. La entrada tenía un gran paseo para el garaje, en el porche de blancos no había nada más que sillas. Mi tía y yo jugábamos a algo que ya no recuerdo, pero lo importante no lo he olvidado. Corríamos por aquel paseo hasta la verja de entrada y, en algún momento de aquella diversión, sentí algo terrible. Primero fue como un mordisco en la piel, como una picadura de mosquito, como cuando te pinchas con un alfiler. Primero, fue solo uno, pero la sensación pronto creció en mi cuerpo y el alfiler se convirtió en miles. Empecé a gritar de dolor sin que mi tía pudiera hacer nada. Me agarraba el cuerpo tratando de averiguar que estaba pasando, pero la sensación continuaba, solo comencé a correr al interior de la casa, me tiré al sofá hundiéndome en aquel dolor. Las punzadas seguían con descansos de un segundo entre cada intervalo. Pinchos por todas partes, de pies a cabeza, queriendo atravesar mi piel todavía débil. Mi piel se estaba cristalizando y rompiendo en pedazos, repitiendo el proceso infinitamente. Recuerdo que mi tía me preguntó muy preocupada, ¿qué te pasa? ¡Dímelo! Y yo le dije, simplemente: me duele todo el cuerpo. Y, es que, así era.
¿Qué puedo hacer?
Nada.
La sensación se desvaneció en aquel momento. Fue de repente, tal y como vino se fue. Respiré aliviado y mi tía no comprendió nada. Yo tampoco. "Ya no me duele". Eso fue lo único que le dije. Y seguimos a lo nuestro, otra vez la normalidad. Nunca más volvió a pasarme nada como aquello y lo agradezco. Yo tenía siete años cuando experimenté el momento exacto en el que los umbrales se cerraron y mis ojos dejaron de ver. El día en el que mi alma empezó a materializarse en el mundo carnal y mis alas se quemaron.
0 Comentarios