No era remolón papá, tenía miedo

 


No entendía qué estaba pasando. Por mucho que cerrara los ojos no encontraba el sueño, era muy extraño para mí. Normalmente me dormía sin problema alguno, puede que remoloneara un poco ante mis padres, deseando quedarme con ellos viendo la televisión y obligando a mi padre a leerme un cuento. Recuerdo escuchar el opening de "Expediente X" desde mi habitación y solo aquello ya me daba miedo. El miedo, algo inherente a mi infancia, sinónimo de la noche. Era una niña asustadiza, aborrecía los peligros, por eso una vez en vez de tirarme por un tobogán eché para atrás y bajé corriendo del columpio. Percibí que estaba demasiado empinado y no quería hacerme daño, pero al no hacerme daño tampoco disfrutaba, porque podía suceder que me deslizara por el tobogán sin problema alguno. Eso, mi yo de tres años, no lo consideraba.

Aquella casa era diminuta, pero como yo también lo era no lo notaba en absoluto. Estaba en la calle las Eras, mi pueblo valenciano era la extensión completa de mi mundo. Nada más había tras aquellas carreteras y el colegio Cordillera Serrana. Quizá algún viaje a Sevilla para ver a mis padrinos, otro al chalet con la familia. Aquel chalet que tanto se ha marcado en mi memoria. El caso es que aquella casa estaba en un último piso sin ascensor. Subir las escaleras con la compra a cuestas debía ser una jodienda. Cuando subía del colegio, la señora María me saludaba y me daba siempre un par de galletas. La puerta de nuestro piso, que apenas recuerdo, seguro estaba roída, casi destrozada por el paso de los años. Cuando entrabas, un pasillo en ele pequeño: dos habitaciones a la derecha, la habitación con la barra de bar y la bici eléctrica; y mi dormitorio, con el escritorio y el tocador rosa, los armarios blancos y las estanterías blancas sobre mi cabeza; todo recto, el comedor, que escondía el dormitorio principal; a la izquierda, el baño y la cocina. El baño era tan pequeño que una vez mi madre me estaba sacando de la bañera, yo tendría cinco años o menos, algo la hizo tambalearse y nos caímos al suelo. La estrechez era tal que no pudmos levantarnos, mi madre y yo nos quedamos encajadas entre el wáter y el bidet. Mi padre acudió al escuchar nuestras risas para vernos en el suelo como dos idiotas. Esos eran buenos tiempos.

El dormitorio de mis padres estaba nada más entrar al comedor, a la izquierda. Tenía doble puerta acristalada y también contábamos con un balcón. Seguramente aquel dormitorio principal era más grande que cualquier otra sala de la casa, incluso del comedor. Era una casa extraña, como mis noches. Cuando las sombras cubrían los peluches de mi habitación parecía que se convertían en seres demoníacos, sus sonrisas ya no eran tan simpáticas, sino maquiavélicas, sonrisas sádicas de unos peluches poseídos. Incluso, mentalmente, hablaba con aquellos peluches colocados en las estanterías blancas encima de mi cama, pidiéndoles que no me mataran mientras dormía. A veces, el sonido de mis padres en el salón me tranquilizaba, pero otras mis ojos se clavaban en las paredes, incapaces de dejar de detectar cualquier movimiento en la oscuridad. Y muchas veces creía ver algo moverse, puntos negros en la pared que subían y bajaban, arañas negras esconderse en las esquinas.

Aquella noche, como cualquier otra, también me estaba costando dormir. Miraba en todas direcciones buscando un movimiento de nuevo. Lo hacía constantemente, aunque sabía que si miraba la pared vería cosas. Y no quería verlas así que lo evitaba. Me cubría la cabeza por completo y esperaba a que mi mente se desvaneciera. Por suerte, en aquellos tiempos, esto sucedía deprisa. Pero aquella noche algo distinto ocurría. No era capaz. Mi padre me había leído un poco de "HISTORIAS PARA NIÑOS REMOLONES", un libro que me encantaba por las historias que parecían. Algunos eran remolones y no querían dormir por la noche, como me pasaba a mí; pero otros no querían comerse las verduras o hacer caso a sus padres y eran desobedientes. Eran historias de niños rebeldes, lo que yo jamás era. Era una niña tímida, inocente, diminuta. Como mi casa.

Era tarde, muy tarde. Lo suponía porque incluso mis padres estaban durmiendo y en el comedor no se oía nada. Tenía que dormir, aunque me costara, debía intentarlo. Cerrar los ojos era inútil, sentía que me pasaría la noche en vela esperando la mañana. Tampoco me extrañaba, porque una de las causas que me hacía detestar dormir eran las pesadillas. De pequeña siempre soñaba que me perdía y no encontraba a mis padres, era una sensación de ansiedad y angustia que no cesaba. No descansaba lo suficiente por las noches por culpa de aquellos sueños que me perseguían. Y si pensáis que era una cosa puntual, no. Soñaba aquello todas las noches, salvo extrañas excepciones. Como una vez que soñé que Satanás nos llevaba a mi madre, a mi abuela y a mí al infierno y la realidad se partía en pedazos dejando atrás la nada blanca. Como otra vez, que soñé con alienígenas en el chalet y que trataban de comunicarse conmigo, pero no les entendía. Y al tratar de explicárselo, mis labios se pegaban. ¿Qué me pasaba esa noche? ¿Por qué era distinta? No, no lo era. Había cenado, cuento, cama y punto. Nada distinto había ocurrido. Era mi cuarto, el de siempre, las sombras de siempre en las paredes, los peluches de frutas en las estanterías con sus sonrisas malvadas. El melón, la uva, el tomate, el limón y la naranja. El que más recuerdo era la naranja y el limón, por alguna razón me daban más miedo. Y la uva, ese era el que más me gustaba por su color morado.

¿Qué podía hacer? Muchas veces me levantaba y agarraba el libro de "HISTORIAS PARA NIÑOS REMOLONES" y lo leía un poco más. La primera vez que me interesaba por leer cuando era pequeña era en esos momentos de noches eternas. Pero no, algo me impedía levantarme. Era una sensación horrible, algo me observaba desde algún punto del dormitorio. Me vigilaba. Aunque quisiera levantarme, sabía que no iba a poder. Había veces que era incapaz de mover un músculo por el miedo de ver algo en alguna parte, por saber que en las paredes había visto algo deslizarse. Y por eso, prefería protegerme con la manta y quedarme allí esperando a que ese algo se fuera. ¿Qué era? No podía saberlo, ni quería. Por eso nunca quería irme a dormir, era una batalla constante conmigo mismo. Y no le decía demasiado a mis padres, creo que en cierta etapa de mi infancia, entre los dos o tres años, aprendí que los adultos no hacen caso. No te hacen caso porque eres un niño y tu sufrimiento no tiene sentido para ellos, que ya conocen los significados, que creen que los fantasmas no existen, que han olvidado que ellos no solo también tuvieron miedos, sino que todavía los sufren. Por eso, cada noche, aunque me muriese del miedo, no le decía a mi padre ni a mi madre nada, luchaba yo solo contra aquello, sintiéndome no abandonado, pero si que la hostilidad que me rodeaba en esa oscuridad tendría que vencerla sin nadie a mi lado apoyándome. Que no podía contar con nadie para, siquiera, decir lo que siento. Así crecí siendo un niño distante, apático, tímido. ¿Si a ellos no les importaba que yo me sintiera mal a quién más le importaría mis palabras?

Es que recuerdo tantas noches no de insomnio, sino de luchar contra mis ojos para que no se cerraran porque temía quedarme dormido. Recuerdo las pesadillas, cada una de las noches que recuerdo, en las que me perdía y no encontraba a mis padres por ninguna parte, estaba solitario en un mundo exterior desconocido y nunca les encontraba. Solo. Como en mis batallas contra aquellos demonios tempranos. Cuando no soñaba eso, tenía verdaderas pesadillas macabras que un niño de tres a cinco años no debería tener. Soñaba que sombras me perseguían en mi casa, que el diablo abría el suelo para engullirme mientras la realidad se caía a pedacitos, con alienígenas que me inyectaban y pinchaban en el brazo, que me visitaban en nuestra casa de campo y mi madre, nuevamente, no solo no me ayudaba ni me protegía, sino que me ofrecía a ellos pasivamente. Me ofrecía a los lobos no haciendo nada. ¿No es eso lo que acaba con un niño? Unos padres desconectados.

¿Por qué nunca le decía a mis padres que me sentía mal? ¿Por qué les mentía en tantas ocasiones? Porque sabía, mi mente infantil ya tenía esta creencia bien arraigada en mi ADN: no me iban a escuchar de ninguna de las maneras, menospreciarían mis sentimientos no dándoles la importancia que para mí tenían. Por eso nunca dije nada. Recuerdo el sueño en la casa de campo, cuando mi madre me llevó al porche y un alien se acercó -no caminando, más bien teletrasportándose hacia delante- a mí. Ella me llevó allí, a pesar de que era de madrugada, invierno, hacía frío, íbamos en pijama. Para ver la noche. Y cuando el alien, típico ser gris, bajito y con ojos rasgados, se puso frente a mí,  me agarraba bien fuerte, quizá para que no me marchara. No se alarmaba, no me protegía. ¿Así veía yo a mi madre? ¿Cómo esas brujas de cuentos que tiran bebés al fuego como sacrificio? Aunque he de decir que alguno de esos sueños no los consideraba como tal, algunos de ellos para mi mente infantil habían sucedido en la realidad y todavía hoy mi corazón siente que fueron reales. Que pasaron de verdad.

Para mí el miedo era tangible y mis pesadillas algo que podía tocar. Odiaba mirar la pared, odiaba abrir los ojos, odiaba sacar mi cabeza de debajo de la sábana. Durante muchos años y todavía hoy mantengo esa manía, nunca dejo mi oreja fuera de la sábana porque no sé si es que hay algo que no quiero escuchar. Cuando era pequeño prefería asfixiarme de calor e incluso no respirar bien a dejarme al descubierto. Y no creáis que este cuento termina con una escena valerosa en la que me levanto y miro al frente, a esa oscuridad, para comprobar que no hay nada. No sucedió eso nunca. Seguí durmiendo mall, teniendo pesadillas hasta que crecí. Tenía la pesadilla de perderme hasta al menos los seis años o siete. Después, aunque sin pesadillas, seguí teniendo terrores nocturnos, algún familiar me ha dicho que gritaba mientras dormía y no sabían por qué. Desde siempre temí a la oscuridad, no porque no se vea lo que sucede, sino por lo que sí sientes y ves. Sabes que algo te acecha y es eso, esos ojos mirándote, lo que no te deja descansar.

Las cosas fueron poniéndose peor durante los años, en concreto durante la adolescencia. Sí, siempre dormía con luz porque no era capaz de descansar si no la tenía, pero cuando tenía doce años pasó algo terrible. Supongo que no debí hacer la ouija en mi habitación con mis amigas ni en aquella casa abandonada, pero todos cometemos errores. Me desperté esa noche de una pesadilla, un fantasma me perseguía por el pasillo y me arañaba la espalda. Cuando abrí los ojos, tenía dolores allí mismo, como si hubiera pasado de verdad. Yo tenía una litera en forma de ele, la puerta no se veía, recuerdo darme la vuelta en la cama y pensar que era un sueño muy raro, pero no le di importancia. Entonces empecé a escuchar voces, pero de verdad. Muchos susurros en mi oreja, no entendía nada solo que algo me estaba hablando. Claramente, en este momento yo entré en pánico, pero era incapaz de moverme. Ni un músculo. Estuve meditando mucho qué hacer, si salir corriendo o quedarme allí esperando, pero la decisión había sido tomada por mi cuerpo. Estaba paralizado. Entonces, escuché algo metálico arrastrarse, siempre lo recordaré como una cuchilla rasgando una superficie. Luego, pisadas alejándose. Fue en ese momento cuando pude incorporarme y salir corriendo a la habitación de mis padres. Y desde entonces nunca más pude dormir ahí.

Me cambié de cuarto, dormía a veces con mi madre. A veces incluso de día sentía algo, una presencia mirándome. Era insoportable. Las cosas mejoraron con el tiempo, claro está, llegué a poder volver a dormir en mi habitación, pero la vida solo me tenía sorpresas. Quién me iba a decir que todo, siempre, puede ir a peor, pero ya no estaba desprotegido cuando llegó la guerra. Ya era adulto, estaba acostumbrado a que no me ayudara nadie, a salvarme yo solo del fuego. En esos tiempos yo era satanista y ya no le temía a la oscuridad, ella formaba parte de mí y yo de ella. Y así es como empezó mi transformación. Supongo que hasta cosas "malignas" como el satanismo pueden ayudar a la gente. El esoterismo y el ocultismo también me ayudaron mucho, el pensar y meditar sobre qué hay en el más allá. Empecé a echar las cartas del Tarot muy pronto, con quince o dieciséis años, hacía rituales con menos de veinte. Y sí, me pasaron cosas peores, cosas que a mi yo infantil le hubieran aterrado tanto que se hubiera muerto del susto. Ahora creo que son ellos los que tienen miedo.

Pero esto es como la ansiedad, nunca se cura, solo se acepta, la asimilas y aprendes a vivir con ella. El miedo es algo parecido, lo vences cada día como puedes y usas herramientas para superarlo. Yo había elegido las velas, los inciensos y la meditación para ello, puede que tus armas tengan otro aspecto. Y no, no voy a contar lo que sucedió más allá de la adolescencia, sería demasiado largo.

No era remolón, papá, no es que quisiera estar de fiesta. Tenía sueño y mucho, pero me daba miedo dormir. Siempre me lo dio. Caía rendido cuando mis ojos y mi cuerpo ya no podían mantenerse más. Así es como yo dormí durante años. Puede que vuestros hijos digan tonterías, teman estupideces, pero nunca les digáis estas palabras. Nunca minimicéis sus miedos, no les humilléis ni les ignoréis. Apoyadles, para ellos es un mundo, es un infierno que viven sin vosotros. No permitáis que lo pasen solos. Porque es importante hablar con vuestros hijos, escucharles, entenderles, empatizar, saber hablarles, quererles. Lo fácil es no hacer nada porque son cosas de niños.


Si se quiere saber más.

Se tiene que leer otro relato.

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