El Reflejo del Espejo



Rosa Sotelo estaba sentada al borde de la piscina, el calor de primavera ya tan creciente la obligaba a probar las aguas cristalinas, puras como el mar del Caribe. No quería bañarse, además no debía, pues estaba ante el comercial de la inmobiliaria y negociaban los precios finales. Desde muy pequeña Rosa había soñado con tener un chalet alejado de la muchedumbre furiosa de la ciudad. Adoraba su querida Sevilla, era una ciudad hermosa, pero era la gente la que le molestaba, el ruido de los coches, los vecinos por doquier, la vegetación sujeta a un cuadrado que es como una cárcel. Quería bosque, quería árboles y plantas, margaritas y rosas en los jardines, verde allá donde miraras, como la casa de su abuela, con la que pasó la infancia. Rosa Sotelo pedía demasiado y ella lo sabía, pero aquella casa abandonada tenía un precio inmejorable. El solar era enorme así que no había vecinos a su alrededor, estaba perdida en el monte con un camino todavía de tierra que te desviaba de la carretera. El comercial la observó mientras el reflejo del agua se distorsionaba bajo sus piernas. Un sí rotundo.

Hacía tiempo que había quedado viuda, su querido Juan había muerto de un infarto, no tenía más que dos hijos, y ya eran mayores. Uno de veinticinco, Alberto, y otro de veintiocho, Manel. Solo le quedaba el retiro, el dinero de su marido y una inmensa familia. Quizá por ello lo hacía, su madre había vendido el chalet de la abuela nada más murió, justo cuando Rosa entró en la adolescencia. Siempre echaba de menos el aire del campo. Esta era su oportunidad de crear una familia unida como lo había hecho su abuela. Unirlos a todos cada verano en la casa del monte. La Abuela Julia, siempre con sus cuentos en el porche del chalet, haciendo las camas como si tuviera planchas en sus manos, Rosa la recordaba con añoranza y era a ella a quién echaba de menos, las mañanas con las tostadas quemadas de su tío Santi y la leche que preparaba Julia, el vaivén de las mañanas de verano y los pájaros al cielo con su melodía. El ritual del desayuno con su abuela era su favorito, parecía que a cada mordida saboreaba no la leche, no la galleta o la tostada, ni siquiera la mantequilla, sino una vida de experiencias, una vida de personas, amor y vivencias.

El papeleo fue rápido, Rosa pronto se mudó de Castillana al caserón. La reforma fue increíble, ella sola limpió el chalet entero, diseño las habitaciones y organizó al contratista. Desde siempre había tenido una idea de cómo sería su casa ideal, esta vez tenía la oportunidad de cumplir ese sueño. Con cincuenta y siete años de edad no tenía tiempo que perder, las aspiraciones se diluyen fácilmente en el mar y la vida corre tan deprisa que no te das cuenta de lo perdido. Pero ella sí, ella sí se daba cuenta de las pérdidas. La vida son dos días, se decía, y los voy a vivir bien.

Gran potencial, la casa era gigantesca y podía hacer habitaciones para todos. Tenía dos pisos y un desván, en la segunda planta daba para cinco habitaciones y un cuarto de baño. En la primera pondría lo esencial, cocina, sala, comedor, baño grande y otra habitación, para su madre. Se paseaba con el contratista por allí ya siendo reina del hogar, pero al llegar a la sala de estar el contratista le mencionó una habitación. Cierto era, había una puerta en la pared derecha de la sala, pero al abrirla no vio una habitación sino un terrible apéndice que debía destruir. Era un poco más grande que un armario, ¿sería una despensa hace años? No tenía constancia en la construcción ni en los planos de que aquello hubiera sido, alguna vez, una cocina. Pero ahí estaba, apenas cabían ella y el contratista, una habitación diminuta que no tenía función, un apéndice que iba a extirpar. Su piel se erizó al tocar la pared de estuco, ¿por qué tenía un aura tan inquietante? Rosa salió de inmediato del armario, si, prefería llamarlo así, decir que aquello era una habitación era surrealista, era darle más importancia de la que tenía. No, no era más que un simple armario.

"Lo quiero fuera", dijo Rosa.

"Lo siento Rosa, pero según los planos no podemos eliminar esta habitación... parece que..."

"Es un armario, ¡mira su tamaño! ¿Acaso es un armario maestro?" rió sarcásticamente.

"Parece que las paredes que lo recubren son pilares maestros sí, seguramente era un gran pilar o un gran hueco en el caserón que, algún dueño, decidió usarlo. Me parece lo más normal, ¿por qué tener un hueco vacío e inútil si puedes usarlo para guardar trastos?" dijo el contratista.

Pero a Rosa no le convencía aquel argumento, veía en aquel armario algo que detestaba. Un error, una tara. ¿Para qué demonios servía aquel armario? Si es que podía ser llamado como tal, pero tenía claro que se negaba en rotundo a llamarlo "habitación". ¿Acaso era cierto que había sido un pilar? ¿Un abismo lleno de inexistencia? ¿Cabía pues algo ahí? Apenas un váter y un bidé, unos cuantos cachivaches y poco más. ¿Para qué la usarían los antiguos inquilinos y por qué la miraba desde el silla de plástico como si mirara a un satanás detestable? Por qué, cada vez que miraba hacia aquella puerta cerrada, se erizaba su piel entera como si fuera un gato en posición de ataque. Como de siglos pasados inmencionables, donde la magia y los espectros todavía eran ciencia, podía ser superstición pero el armario contenía algo muy siniestro en su interior. Lo sentía.



El Caravan tembló cuando sus ruedas pisaron un gran desnivel, tras ella la marabunta de familia le seguía. Había sitio de sobra para aparcar, la casa, vieja, abandonada, destartalada y sombría había muerto. Ahora se alzaba entre luces y modernidad, había renacido en el nuevo siglo. El dichoso armario no le impediría ser feliz, no pararía la reforma y mucho menos la gran empresa que tenía entre manos, la familia. Rosa había transformado la casa completamente de arriba abajo. Era una tarde de invierno, nueve meses habían pasado desde el comienzo de con aquel lugar en escombros.  Aquella era su casa, la familia estaba sentada en el salón, los niños correteaban por el pasillo. Todos alababan la tarea realizada por rosa. Tenía colores tierra, mezclados con blancos y metálicos, fusión entre las raíces y las nuevas generaciones. Era una representación fidedigna de su familia, con su madre todavía cascarrabias, sacando defectos, sus hermanos y sus tíos, los de otra era; pero los niños, los sobrinos y adolescentes, creando nuevas formas de entender el mundo. Incluso sentía que allí estaba Juan, su marido, aplaudiendo su valentía. Por fin lo has conseguido, querida. Sus hijos estaban sacando el picoteo, allí, junto a ellos, estaba su abuela. Julia, te echo de menos, pensó Rosa con los párpados húmedos. La casa les protegería durante generaciones, cada pared sería ahora un recuerdo, alejados de aquel gentío sudoroso y atareado, corriendo por el camino de la vida sin pararse en las pequeñas cosas, en aquellas mañanas de desayuno, sábados de barbacoa, chapoteos en la piscina.

En el salón todos comentaban con alegría, comenzaban a picar los panecillos con jamón y queso, las empanadillas, estaba junto a su tío Santi, que engullía una ensaimada. Y como un chirrido estridente se acordó del armario. Fue una nota disonante en una canción armoniosa. Miró sin quererlo a su derecha, donde la puerta del armario acababa de entornarse, apenas un hilo mostraba la oscuridad de su interior. Nadie la había mencionado, era como si su familia también notase el aura prohibida de aquella puerta, como si, sin decirlo, fuera ya un tema tabú. Una habitación, no, maldita sea, un armario que debía cerrarse para no abrirse nunca. Que insano pavor atraía su mirada, con que inquietud giraba la cabeza y miraba al pomo, sintiendo clavados en su espalda unos ojos penetrantes y peligrosos, de un intruso en su tranquilidad. Se giraba, miraba, volvía a sus asuntos, cogía una empanadilla y, por inercia, volvía a mirar apenas pasados escasos minutos. Era incapaz, podía con ella, la extraña y repulsiva sensación que percibía la mantenía entretenida en un juego siniestro. Fue el tío Santi quién pregunto, quizá había sentido lo mismo que Rosa.

"¿Qué esconde esa puerta? ¿Es otra habitación?" dijo él.

"No, es un armario que nunca debió existir" contestó Rosa.

La puerta volvió a abrirse un par de centímetros más, el chirrido y el temor atravesando sus sienes, solo ellos dos se dieron cuenta, la mayoría disfrutaban de la comida que llenaban las mesas. Intentaba razonar su miedo, pero lo sentía tan cerca... Quería arrancarla, arrancar esa puerta, el interior, la habitación o el armario, ¡le daba igual! Solo quería que desapareciera de su mente, de su hogar y de su vida, pero como una mancha de nacimiento permanece todavía y hasta la muerte. Rosa dejó la empanadilla, comenzaba a ahogarse en sus propias elucubraciones. El error, siempre presente, ¿por qué no lo olvidas? No puedo, se respondía Rosa ella sola, no puedo olvidarla, no puedo arrancar un pedazo de mi vida.

Entonces la puerta se abrió por completo, golpeó la pared cercana y tanto Rosa como su familia entera se giró sorprendida, con visible terror momentáneo en sus ojos. Rosa apretó sus manos contra el sofá, arrugó como pudo la tela, dejando sus marcas, subiendo progresivamente la tensión de su espalda. El tío Santi se levantó para cerrarla, con paso indeciso y una conexión entre ambos se encendió cuando él agarró el pomo. Un mismo sentir, una misma intuición, un mismo miedo, una señal de alarma. Del armario surgió coleando un brazo negro, agarró a Santi y lo lanzó con violencia contra las sillas del salón. Unos gritos guturales se escuchaban en su interior. Rosa se levantó para ayudar a su tío, alejándose ambos del maldito armario. El pavor se extendió entre todos los familiares, que gritaban pero estaban paralizados en sus asientos sin poder mover un músculo. Las pesadillas de su infancia se hacían realidad. Las garras del ser, negras, dejaban marcas quemadas en las paredes, sus dos brazos dieron paso a su rostro y allí, Rosa, creyó reconocer a alguien. La bestia saltó sobre ella, atrayéndola a su oscuridad, dejándola sumida en un océano triste. Recuerda, los errores nunca se borran.

Las lágrimas de Rosa corrían sus mejillas, eran demasiados recuerdos. La familia nunca estaría completa, pues faltaban dos piezas indispensables. Su marido era un ángel del cielo que le sonreía, era Julia, su abuela, la que había surgido del armario. El tío Santi consoló a Rosa.

"Déjala ir, deja de sentirte culpable. Aunque hubieras cambiado tus elecciones en cada camino, hubiera sucedido lo mismo".

De algún modo algo se aliviaba en su corazón, aquel puño cerrado de rabia, el aislamiento de tantos meses, los recuerdos golpeando su mente. Sabía que ella no había hecho nada malo, pero ¿podía haber hecho más por ella? La puerta del armario se cerró tras la bestia y la estancia se quedó en silencio. Rosa no quería volver a abrirla, como si nada hubiera pasado, fue su familia la que le instó a hacerlo, a abrir esa puerta cada día, para que la bestia de su interior dejara de teñirse de negro.

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