La habitación cerrada



El sol, el agua cálida sobre la arena en la que se hundían mis pies, la brisa que deseaba fuera un ligero frescor, los mojitos, buscar hueco para la sombrilla, el chalet de verano, los desayunos para dos y las largas noches sin preocuparse por madrugar, sin molestias a las siete de la mañana. Parecía que un abismo nos separara, era más que tierra, eran palabras no pronunciadas, silencios cuya ablación quebraba el poco fuego que nos quedaba. Hacía un año que me había mudado a Barcelona y todavía no había encontrado un hueco para visitarle, ¿negarme al trabajo? Por nada del mundo, tras una larga temporada de cuatro años parada era ansia lo que tenía por ofrecer mis servicios al mundo, además de que la farmacéutica que me ofreció el puesto era de renombre y la investigación de mi interés. En menos de un mes ya tenía un piso alquilado y todas mis maletas empaquetadas, lista para marchar a un lugar desconocido para mí por aquel entonces. Las insistencias de mi marido no iban a mantenerme allí, sin retrasos, sin el mutar de planes, más bien avivaban mis ganas de marchar. Por suerte su propio padre hizo de árbitro entre nosotros y Javier aceptó a regañadientes nuestra relación a distancia, con un te quiero en sus labios en la estación de tren.

Yo jamás había agradecido tanto tener libertad, pero ahora agradecía mucho más tener unas vacaciones en la libertad que tanto me había costado conseguir. Unas vacaciones de la soledad íntima, de la introspección, del ajetreo y de la emancipación, para volver a las emociones intensas, al caos de la pasión que como un fuego quema todo a su paso, sin saber nunca cómo va a resultar, quería eso, no saber qué iba a ocurrir, no saber cómo iba a sentirme, sentir la inquietud de mirarle a los ojos y no saber que responder. La aventura del amor, como una montaña rusa. Por ello volvía de vacaciones a Valencia.

El viaje fue largo y tedioso, el tren no poseía cafetería y paraba en la mayoría de pueblos pero merecía la pena por su barato precio. El calor abrasador se multiplicaba en el interior con un aire acondicionado seco que no impedía que el sudor cayera como rocío por cada una de mis esquinas. Pero mi sosiego no iba a ser interrumpido por ningún contratiempo, pues estaba de vacaciones. Con una amplia sonrisa me recibió mi marido Javier en la estación dónde nos despedimos. Un abrazo y un beso borraron todas las preocupaciones, sobraron las palabras.

"Ya estoy aquí, ¡vámonos", dije cuando me alejé de sus brazos. Estaba ansiosa por poder disfrutar del campo, aquella casa no había sido pisada en varios años, la familia de Javier no estaba demasiado unida y la mía vivía lejos de allí, aparte de no conocerse entre ellos más allá del convite de nuestra boda. Mi suegro a veces se dedicaba a pasar alguna temporada cerca del lugar, pues era cazador y gustaba perseguir animales silvestres, dormitaba en la casa, recobraba fuerzas y volvía a los bosques. Algunos trofeos suyos reinaban en las paredes y Javier conocía dónde, cómo y cuándo los había cazado, qué animal era y demás curiosidades que a mí, personalmente, no me importaban. Al margen de mi suegro, nadie más había pasado ni un fin de semana allí. Una limpieza exhaustiva de Javier hizo que el caserón estuviera habitable para nuestra llegada.

Por el camino fue relatándome lo sucedido en mi ausencia, como su padre, Carlos, había rehusado en prestarle las llaves, como todavía a día de hoy se mostraba receloso de nuestra visita al caserón. Lo achacaba a su reciente divorcio, pues desde entonces —y eso que habían pasado varios años— no había sido el mismo. "Esa será la razón de que abandonara la casa de campo, le recuerda demasiado a mi madre. Pero no te preocupes, dice que se pasará en cuanto pueda", dijo Javier tranquilizándome, pero había un dolor en sus ojos, por aquella ruptura, por, seguramente, desconocer las causas reales del comportamiento de su padre y además por no poder comunicarle su propia preocupación. Traté de aconsejarle, dale tiempo, habla con él con paciencia, salid a cazar, que se entretenga, pero él se había alejado de todos y Javier, por mucha insistencia, no era capaz de alejarle de aquel pasado rencoroso.

Sabía que aquella casa había sido la de su niñez, que su próspera familia había pasado veranos e inviernos largos en aquella estancia, cuando todo eran sonrisas y familiares queridos, cuando el en el comedor faltaban sillas y volaban las tostadas, cuando todavía había amor en sus vidas y el cuadro no se había roto en mil pedazo. Que todo había acabado con el divorcio. La abrupta carretera hacía que el coche diera botes y saltos sin cesar, pronto cruzamos lo poco que quedaba de asfalto y el coche camino sobre el camino pedregoso. Las viviendas colindantes eran hermosas, decoradas como una casa de campo es decorada, con aquella aura hogareña y rústica, con viejecitas limpiando las terrazas y, en ocasiones, niños correteando por los jardines. Tras unas cuantas calles más llegamos al caserón, que no tenía la misma estampa cálida, sino la desaliñada y descuidada de casa abandonada. El algarrobo había crecido tanto que llenaba hasta los tejados con su seco fruto, caía por todas partes, el coche se movía sobre ellos como arenas movedizas pues el suelo de la entrada estaba repleto. Como si no hubiera sido tocada en siglos el chalet se notaba vetusto y eso que no era una casa tan vieja, pero los años le habían sentado mal, quizá es que hasta el hogar sufría aquel divorcio maldito, quizá representaba las emociones rotas de Carlos.

Un perro surgió de la esquina, moviendo la cola alegremente ante nuestra presencia. Acaricie el lomo del can y este pareció sonreírme, tumbándose en el suelo para aprovechar más la experiencia. El animal, como Carlos, como la casa, como una lágrima que no termina de caer, poseía aquel aura agonizante, me di cuenta de que estaba siendo atacado por un clan entero de garrapatas. Aparté mi mano al instante, pero al ver aquellos ojos caninos llenos de tristeza volví a acariciarle, sorteando las alimañas con todo el asco del mundo. Javier dijo que luego le limpiaría, viendo mi reacción, seguidamente abrió la puerta y fue instalando nuestras posesiones mientras yo me ocupaba de echarle agua y comida al perro. Mientras el propio animal me guiaba a sus aposentos, lucubraba sobre aquel viaje. Un viejo recuerdo me invadió, haciendo que sintiera sino culpabilidad. "Sí, necesitamos estas vacaciones, esto decidirá definitivamente nuestro futuro", me decía a mí misma y el perro me miraba con cierta confusión, como si adivinara mis pensamientos, como si hubiera descubierto mis terribles acciones pasadas. Y temía que Javier acabara como aquella casa, como su padre y como el perro, pero temía más acabar yo así, olvidada y repudiada, más que desfasada mancha sucia en algún álbum fotográfico.

Mire al frente y vi una pequeña arboleda que daba intimidad a la casa, que estaba rodeada de muchas otras, una piscina cubierta en desuso a mi derecha, un pequeño trozo de bosque con un jardín caótico, creciendo libremente con la misma libertad que yo en Barcelona. Me acerqué a la piscina, la lona tenía un charco de lluvia, tendríamos que limpiarla para poder usarla. El perro ladró tras de mí, bajo un techo había una pequeña cocina de exterior, con algunos fogones y una nevera, donde estaba el agua para el perro. Él me esperaba allí meneando su cola, con todavía la sorpresa de una visita.

La casa tenía su propia belleza antigua, se notaba la disparidad que había entre la nuestra y el resto de caserones. Con cierto toque victoriano se alzaba, colores estridentes algo apagados, las ventanas apenas dejaban entrever el interior del polvo que contenían. Mostré una mueca de desaprobación. "Javier, ¿acaso no conoces el limpiacristales? Las ventanas también se limpian", pensé. Mi marido me llamó desde el interior de la casa, abriendo una puerta trasera que daba a la piscina, y crucé con él. Había muebles viejos, una mesa grande de madera oscura con sillas aparentemente del mismo tiempo, una televisión de plasma sobre la chimenea encastrada a la pared, cuadros y fotografías antiguas que se mezclaban de forma discordante con cuadros modernos, algunos tótems y estatuillas africanas. Una mezcla de esencias con las cuales mi marido había tratado de traer la modernidad al caserón, sin éxito alguno.

—A mi madre le encantaba comprar antigüedades, iba a rastrillos constantemente a ver qué objetos estrafalarios encontraba. Mi padre no ha sido capaz de tirarlos —decía Javier.

Aquella voz apesadumbrada, llena de recuerdos, había un portal al pasado en cada esquina. Pobre Carlos, tener que martirizarse de esta manera. Atravesamos el pasillo. La primera puerta daba a su habitación de la niñez, llena de juguetes y algún que otro animal disecado, algo impropio para un niño en mi opinión. Frente a esta puerta, un baño, le seguía la habitación de matrimonio, que tenía baño incorporado. Me sorprendía ver que en el interior si se habían hecho reformas. La habitación de matrimonio al menos tenía un buen colchón, pero el resto de decoración constaba de armarios, mesillas y escritorios de madera anaranjada. Volvimos al pasillo y mi mirada se dirigió inconscientemente a una puerta que mantenía cerrada.

—¿Me has enseñado esta habitación? Yo diría que no, ¿qué hay ahí?
—¡Oh, nada! Una sosa habitación con dos camas, para invitados. No vamos a usarla, quizá para cambiar sábanas y toallas, nada más.

Pasé de largo. Me mostró la cocina, la cual no despertaba mi entusiasmo, pero al menos el horno era nuevo y la nevera, aunque ya con un color amarillento, se mantenía en pie, enfriaba. La escasa luz de la cocina atenuaba la estancia como si fuera una cueva. Comenzamos a preparar la cena, pues ya oscurecía en el exterior, preparando algún pollo con patatas cocidas para la primera noche. Javier abrió un vino y conversamos mientras hacía de Chef principal, pues sabía de sobra mi incompetencia al mando de fogones. Enseguida estábamos cenando, con la chimenea encendida y el mantel de bordados anticuado sobre la mesa de madera junto a los ventanales diminutos. Uno frente a otro, con miradas fijas y sin palabras en los labios. El silencio reinó durante los primeros minutos, pero Javier comenzó su habitual cuestionario en un santiamén, ya casi me extrañaba de no haberlo escuchado, de no haberle visto explotar por callar aquellas armas hechas palabra. El cuestionario incesante que siempre pronunciaba tras alguna escapada mía, pero está había sido larga, sería una larga charla, había sido un silencio, un punto y aparte. El espacio y el tiempo siempre anidaban dudas en él, le conocía desde hacía demasiado, a pesar de mis quejas nunca había modificado aquella conducta, pero esta vez quizá tendríamos algo de lo que hablar.

—Me preocupa nosotros, ya sabes... desde que te fuiste… —meditó unos segundos y calló.
—Sí, la cosa se enfrió.
—Es que... es como si ya no fueras la misma, aunque te miro y lo eres, pero siento que algo ha cambiado. ¿Quizá he sido yo? ¿Qué ha pasado en Barcelona?
—Nada.

Mis respuestas eran secas y rápidas, como si aquel hombre no fuera sino un policía y yo una ladrona siendo interrogada. Mi incomodidad, empero, no le hacía cesar en sus preguntas pasivo-agresivas, ojos clavados sobre mí con desconfianza, el tic nervioso de su pierna y mi sonrisa condescendiente. Si tenía amigos, si los compañeros de trabajo eran amables, cualquier excusa era buena, tratar de descubrir cada aspecto de mi vida alejado de su presencia, de mi libertad en la que no era bien recibido.

—Sabes que puedes contármelo, aprecio mucho la sinceridad.

Y era mentira, porque solo quería oír lo que deseaba oír, la verdad le aterraba y yo lo sabía. Quería que todo fuera mentira, que yo seguía amándole como el primer día y que nada había ocurrido, que todo eran imaginaciones suyas, que nuestro matrimonio no acabaría como el de sus padres, que todavía había esperanza, que mi marcha no había sido culpa suya, que yo también me entristecía sin él. Y por otra parte quería destrozarse, conocer hasta el último detalle para tener el valor de acabar con su vida, quizá, para tener hasta la última agonía atragantando su garganta, saber que yo estaba con otro, que ya no le quería, que aborrecía estar con él, que había huido para perderle de vista, que lo nuestro estaba tan muerto como su madre. Ninguna de las dos opciones puedo decir eran verdad, no al cien por cien, y esa es la magia del amor que es dual, contradictoria, ambivalente. La cena transcurrió en silencio tras aquella disputa.


Me di una ducha caliente en la bañera, con aquellas patas de bestia en ellas que tanto me perturbaban. Javier fue a partir algo de leña para la noche y el día siguiente, pero yo solo quería dormir y olvidar aquel ajetreado día. Los hachazos se escuchaban desde la otra ala del caserón, como si los efectuara frente a la ventana del baño. La leña caía al suelo estrepitosamente y, tras escasos segundos, volvía a caer el hacha sobre otro tronco para destrozarlo. Me miré al espejo, con mi rostro nublado, así me sentía más segura. Suspiré con resignación, quizá con alivio, y pasé la mano por el espejo empañado para poder ver mi reflejo mientras me peinaba. Un pequeño destello negro corrió tras mi espalda, me giré, creyéndolo mero efecto óptico a causa del cansancio. Una simple toalla había caído al suelo.

La recogí avergonzada de mí misma y continué aseándome. Ya no era el hastío, la asfixia del mundo real, aquel mundo que había llamado libertad pero que exigía mucha concentración por mi parte, era él, estar cerca suyo, sentir aquel amor que no había sentido en meses, volver al comienzo, a ser mi yo de hace un año, a ser el yo que se enamoró de Javier, a enfrentar mis dos mitades en un mismo punto. Era el desorden emocional lo que me estaba provocando aquel miedo sin sentido, aquel temblor y las ojeras. En aquella bañera temía que se levantara de repente y saliera por la puerta, llevándome a aquel bosque para perderme, hundía mi cabeza en las aguas y dejaba solo mi nariz en la superficie, queriendo oír las tripas de la bestia, siendo engullida, escuchando el eco del hacha y la madera. Y otra sombra apareció, algo tan fugaz como un pestañeo, como aquellos destellos del rabillo del ojo, algo que ves y no ves, pero que sabes que has visto, en alguna esquina de tu campo de visión. Me levanté de la bañera, el agua me había ocultado la nariz y había dejado de respirar, caía por el precipicio en cascada hasta el suelo, reflejando los charcos las luces, con la alfombra de pelo chorreando. La puerta estaba abierta y enseguida pensé en Javier, desnuda frente a mi reflejo en el suelo, mi yo liberada pidiéndome que, una vez más, huyera.

La noche en el caserón siempre era tranquila, con el sonido del campo armonizando la oscuridad. Javier quería ver conmigo alguna película de terror de su colección, que tanto nos encantaba, pero yo estaba demasiado cansada, tan solo quería soñar. Vi en sus ojos el perdón, yo ya había olvidado la discusión de la cena, aquella película era su redención, su manera de hacer las paces conmigo, de volver a crear un ambiente de confianza entre nosotros, su brazo a torcer. Finalmente acepté su petición y pasamos las horas frente a la pantalla. Sin darme cuenta estábamos debatiendo temas sobrenaturales, contando experiencias propias y supersticiones absurdas. Mi intento de invocar espíritus con la ouija a los once, su primera vez en un pueblo fantasma, la vez que creyó ver el fantasma de su madre, mi parálisis del sueño y aquellos sueños con el diablo que tanto le habían perturbado de pequeño. La conversación se fue por aquellos derroteros durante un largo rato, hasta que sus ojos me miraron de extraña forma, como si estuviera a punto de pronunciar una revelación. El silencio reinó en la habitación, en su mirada y creció mi curiosidad.

—¿Recuerdas la habitación cerrada? —asentí—. Voy a mostrártela, ven conmigo. Pero solo entraremos una vez.

La curiosidad en mí fue creciendo, aunque aquella habitación si me había despertado cierto recelo no había sido capaz de preguntarle, pues solo era una habitación cerrada, con un armario y dos camas como pude comprobar al entrar, como cualquier otra habitación. Sin embargo, al acercarme a aquella puerta y ver como Javier abría la cerradura un escalofrío me recorrió la espalda. Él parecía indeciso, dejó la puerta abierta y no cruzó el umbral para aumentar todavía más mi extrañeza. Pensativo, le vi con tentativa de volver a la cama  y no mencionar el tema. Me acerqué a él, para observar su rostro, miraba a algún punto muerto. Sonreí pensando que sería parte del espectáculo. Le invité pacientemente a cruzar el umbral o dejarme cruzarlo, con aquella misma mirada distante dio un paso hacia dentro. Tan solo dos camas, como había dicho, una mesilla de noche de madera y un armario gigantesco que contenía ropa, sábanas y diversos enseres. ¿Eso era todo? Era una simple habitación, tan corriente como cualquier otra. Javier se sentó en el borde de la cama, agarrando una extraña figura que yacía en la mesilla junto a una lámpara blanca de escritorio. Un tótem desgastado, con la apariencia de varías bestias y apenas con veinte centímetros de altura.

—Hace tiempo que mi madre compró este totem... todavía yo era un niño. Desde entonces algo habita aquí.
—¿Algo? ¿El qué?
Javier rió, creo que se sentía estúpido.
—De algún modo... este totem tiene la culpa de que mis padres se separaran, mi padre me lo dijo una noche que estaba borracho como una cuba, que algo les había enemistado, algo quería que se alejaran, alguna fuerza sobrenatural. No conseguí sonsacarle nada, "eres demasiado impresionable, Javier, es mejor que no lo sepas".
—Pero... ¿qué pasó? ¿No sabes nada?
—Mis padres no me dejaron entrar en esta habitación desde aquel suceso... —Javier vio mi mirada, mi interés, aquello le dio más miedo que la propia estatuilla— Pero son solo tonterías de niños, aunque mi madre estaba realmente asustada. Ya sabes que es una crédula, no entremos en su juego.
—¿Y por qué lo tienes cerrado entonces?
—Porque prefiero no jugar con esas cosas, Susana.
—Cuéntame alguna historia, vamos...

Parecía haberse arrepentido de aquella idea tan solo al ver el interior de la habitación. Calló, pero pronto me contó la historia. El totem parecía contener el fantasma de un niño pequeño, que merodeaba por allí espantando a la familia. Empero, no podía cruzar el umbral de la puerta, ya que la estatua se lo impedía, pues estaba ligado a él. Yo, que me considero escéptica, tomé aquella historia como meros juegos infantiles en los que su madre participaba, pero el rostro de Javier no hacía más que incomodarme. Miraba de reojo constantemente, temeroso de que aquel ser apareciera.

—¿En serio crees en esas historias? —pregunté.
—Una vez estaba durmiendo aquí con mi primo —dijo sin mirar siquiera—, vimos una sombra en la oscuridad y las puertas del armario se abrieron. Todo cayó al suelo y salió disparado hacia nosotros. Desde entonces nadie duerme, entra ni pisa esta habitación.
—¿Me tomas el pelo?

Javier no contestó, pero en su semblante temeroso estaba la respuesta. Jamás hubiera imaginado que mi marido viviera tales experiencias macabras, algo tan tangible, tan real como aquello, algo que no se podía achacar a algo razonable, pero mi mente científica seguía sin confiar del todo en su testimonio, la imaginación de los niños siempre vuela demasiado alto. Javier marchó al dormitorio principal, dejándome sola ante aquella aura de misterio. No sentía nada extravagante en la habitación, tan solo el tótem era discordante. El viento de fuera golpeó las ventanas y me sobresalté. Estaba lloviendo. La estatua seguía en su sitio, en realidad era hermosa, mezclaba al león, el oso, el lobo y el pez, de alguna forma la criatura era bella. En cada ojo había una perla, no sabría decir si era preciosa o valiosa, pero refulgía con fuerza. Aquel brillo me recordó a Barcelona, a mi mundo de libertad, a la prisión de Javier, del caserón y de aquel verano, que empezaba a asfixiarme. Con rostro decepcionado marché hacia el dormitorio, queriendo que algo extraordinario ocurriera, cerré con llave al ver que todo seguía siendo corriente. Nos dispusimos a dormir, pero por alguna razón yo estuve un buen rato en vela.

Un nuevo sol nació, cuando amanecí Javier ya estaba en la cocina preparando el desayuno. Se le escuchaba armar alboroto desde la parte posterior de la casa. Me levanté, el frío mañanero me obligó a ponerme una chaqueta encima antes de salir al pasillo. Lo recorrí, tan escaso que era, pero pronto paré en seco cuando vi la puerta de la habitación cerrada, abierta. Estaba ligeramente entornada y dentro se veían los rayos del astro caer sobre las camas polvorientas. Confusa, repasé todos nuestros movimientos la noche anterior. Javier se marchó, dejándome sola en el dormitorio, y yo cerré la puerta. Estaba segura de haberlo hecho.

—¡Muy gracioso, Javi! Abres la puerta de la habitación para asustarme, no te va a resultar...

Él se giró, igual de confundido que yo, pero con rabia incipiente en sus ojos. Corrió hacia el pasillo, para cerciorarse de que mis palabras eran certeras. Se le escuchó volver al dormitorio de matrimonio, seguramente para coger las llaves pues oí como la cerraba de nuevo y volvía a la cocina.

—¡Te dije que cerraras la puerta! ¡¿Sabes acaso en el lío que nos podemos meter?! ¡No volverás a tocar esa puerta, nunca más!

Sus gritos me sobresaltaron, pero todavía más lo hizo su rostro irritado, que profesaba ira. Se acercó a mí con furiosos ademanes, intimidándome en la esquina de la puerta de entrada, casi amenazándome.

—¿Qué narices te pasa? Yo cerré la puerta. Si esto es parte de la función ya no me hace gracia.

Javier me miró, reconocí que se guardaba el odio con fuerza, mordía sus labios mientras se dirigían sus ojos hacia mí. Aquel mirar jamás lo había presenciado, y me dejó helada. Marchó él por la puerta, dando un sonoro portazo, dejándome con aquella sensación nefasta de terror. Pero no por la habitación, sino por mi propio marido.

Tras mi solitario desayuno me senté al lado de la piscina, queriendo despejar mi mente y meditar mucho los recientes acontecimientos. Las vacaciones no estaban surgiendo como deseaba y ya ardía en deseos de volver a Barcelona, pero debía hacer otro esfuerzo. La figura de la estatua estaba en mi mente, sentía que quería volver a verla, por alguna razón. Mi móvil vibro en mi bolsillo, lo saqué emocionada y descolgué.

—¡Hola! Sí, sí... todo bien, aunque está siendo un auténtico desastre. Sí, no tardaré en volver, no te preocupes. ¡Jajaja! Claro, con todo lujo de detalles. No... ¡no! No puedo, mi marido está por aquí. Mira... no, no insistas. Hablamos cuando sea posible o por mensaje. ¡Te cuelgo!

La conversación no duró más de dos minutos, pero fue suficiente para que mi corazón se acelerara. Traté de calmarme, me giré y vi a Javier tras de mí acechante. Mi sobresalto aún me aflige el corazón, al ver aquel semblante oscuro y su mueca de insatisfacción.

—¿Con quién hablabas? —Hacha en mano se acercó a algunos troncos, partiéndolos frente a mí. Por alguna razón quise alejarme.
—Una amiga.
—No parecía una amiga... ¿Por qué tratarías de esconder a una amiga de mí?
—No empieces, son cosas de chicas.
—Si tú lo dices...

Tras decir aquellas palabras volvió a hundir el hacha en otro tronco, sobresaltándome de nuevo. Me miraba en algunas ocasiones, como estaba sentada junto a la piscina, en la tumbona, nos observábamos mutuamente, él vigilaba cada movimiento mío, yo vigilaba como me vigilaba, y ahí comprendí que nada había cambiado y que todo había cambiado, dos escenarios ocurriendo en un mismo lugar. Él ya no era el mismo y yo seguía siendo la misma chica que trató de huir, no quedaba esperanza.

El resto del día estuvimos separados, mi plan de rescatar los últimos retazos de nuestra relación estaba fallando y era culpa mía. ¿Lo era? Eso sentía yo. Veía la tele mientras cenaba a solas, la cena de Javier estaba en el microondas, pero todavía no aparecía por casa. No me preocupé lo más mínimo, pero me sentí decepcionada por aquel desenlace. En un par de días me marcharía, ya no había nada que salvar. Me levanté, dejando todavía comida en el plato, y me dirigí a la habitación. Estaba nuevamente abierta, ¿era aquello una broma? Miré atrás sin saber que esperaba encontrarme, entré en la habitación algo ofuscada. Javier se sobresaltó, levantándose de la cama y dejando el totem en la mesita de nuevo.

—¿Qué hacías? —le pregunté yo.
—Nada... solo... no sé.
—Decías que no volveríamos a entrar.
—Dije que tú no volverías a entrar, ¿por qué te dirigías hacia aquí?
De nuevo su desconfianza, su rostro iracundo, mi temor, porque jamás había visto aquellas expresiones de odio en su faz, porque jamás le había visto hablarme de aquel modo, porque siempre era indeciso, porque siempre preguntaba, pero ese rencor nunca lo había tenido. Era como si ya lo intuyera, como si alguien se lo hubiera dicho.
—¿Cómo quieres que vaya a la habitación, por la ventana? Tendré que pasar por delante... la vi abierta y...
—Bueno pues vete.

Hubiera querido entrar, arrancarle el totem de las manos, darle un manotazo en la cara, exigirle más respeto, ¿quién era él para mandarme? Decidí que la mañana siguiente me iría, sin más, aquello no era ni el residuo de una amistad lejana, no era nada. Me tumbé en la cama rezando maldiciones en su nombre, la oscuridad llegó y Javier todavía tardó en llegar, pero cuando lo hizo supe que no había probado bocado porque había escuchado las llaves cerrar la puerta y él caminar hacia nuestra habitación sin pasar por la cocina ni ningún otro sitio. Se tumbó a mi lado  sin mencionar palabra, yo tampoco dije nada, en silencio dejamos que la noche pasara, pues ya no había nada más que decir. Mi mente se fue disipando, dando paso al mundo onírico, llevándome entre los sueños, provocándome el sueño por fin.


Sangre, ríos de sangre, de ella.
Se veía como espectadora,
De su final desdichado.
El abyecto,
¡Era su marido!
Hacha en mano,
Sangre ajena en sus labios.
Reía, él, demencialmente,
Por el asesinato cometido.
Y en sus manos él,
A sus espaldas el niño,
En sus manos el totem.


Desperté en pánico por la visualización de aquella escena siniestra, predicción de mi propia muerte. Apenas tuve tiempo de recomponerme que algo agarró mi pierna y me tiró de la cama, justo por la parte de delante, caí al suelo estrepitosamente, despertando a Javier por aquel suceso y mis gritos de terror, mientras volvía corriendo a subirme a la cama. Mi marido encendió la luz, asustado, buscando algo entre las sábanas o en el suelo, sin que yo le dijera nada. Su mirada me preguntaba qué había pasado, con cierta indignación por molestar su sueño.

—¡Algo me ha agarrado de la pierna! ¡Te lo juro! Me ha tirado de la cama...
—Pero si cuando encendí la luz estabas en la cama, si eres rápida, ¿no?
—¡Javier maldita sea! ¿No has oído como me caía?
—¡Solo te he oído gritar y me has asustado! ¿Cómo que te han cogido de la pierna?
—¡Te lo prometo!

Se levantó, sacó una llave del cajón de su mesilla y marchó. Sabía hacia donde se dirigía, a la habitación cerrada. La abrió, le escuché maldecir desde mi posición, volvió a cerrarla y apareció por la puerta, con el mayor enfado imaginable. El terror de aquella pesadilla había calado en mis huesos y creí estar soñando de nuevo cuando le miré a los ojos.

—El tótem no está, te crees muy graciosa, ¿verdad?
—¿Qué dices? ¡¿Acaso crees que yo montaría todo esto?! ¡Fuiste tú el que abriste la puerta para asustarme!
—¡Yo no abrí nada! ¡Tú te la dejaste abierta! ¿No te tomas en serio las cosas que te digo? ¡Mejor no haberte dicho nada!

Me agarró con fuerza del brazo, arrastrándome fuera de la cama y dejándome una marca. Me aparté de él sorprendida, pensé en aquella pesadilla, aquello agarrándome la pierna, quizá aquello era una advertencia. Javier sacó el tótem de debajo de mi almohada y mi sorpresa fue tal que me caí al suelo, sintiéndome desmayada.

—¡¿Qué narices hace eso en mi almohada?!

Javier no contestó, no dijo palabra, tan solo se giró, lanzó el tótem al suelo, estando este todavía ileso en su totalidad a pesar de la caída. Se acercó a mí, con aquellos ojos iracundos, su mueca macabra, su rostro insano y demencial. Me levantó del suelo, con ojos amenazantes.

—¿Por qué me miras así?
—¿Acaso te crees que soy idiota? Sé lo qué pretendes. Porque has venido aquí.

Me quedé muda, ¿había descubierto todo? No, no podía ser, tan solo lo intuía quizá. Todavía podía negarlo, eso hice. Le dije que no sabía a qué se refería, pero me lanzó contra la pared furiosamente.

—Ese sueño... tú y aquel hombre... no es casualidad.
—¿Qué dices Javier?

Comencé a temer de verdad, él lo sabía todo. Se acariciaba las sienes, como si no estuviera al control de sus facultades. Las imágenes del sueño volaban en mi cabeza como flashes estridentes. Javier abrió el armario, ¿qué narices buscaba ahí? Mi desesperación creaba historias en mi cabeza, si realmente lo sabía yo no tenía tiempo que perder. Javier sacó una escopeta del interior del armario, apuntando hacia el suelo, alzando la mirada hasta fijarla en mí. Mis piernas temblaron en aquel momento, me lancé a agarrar el totem justo antes de que disparara.


La policía halló a Susana ensangrentada abrazada al perro de la villa. El cuerpo de Javier estaba hecho trizas, casi como si un oso hubiera entrado a zarpazos y se hubiera ensañado con el hombre. Susana, empero, fue declarada inocente, ya que tal violencia no hubiera sido capaz de ser obrada por ella, ni por un ser humano. El caso se cerró a falta de pruebas y sin resolver, abandonado eternamente en los archivos de la policía. La única petición de la mujer a la familia fue que le regalaran aquel tótem que, según sus palabras, había salvado su matrimonio.

  ”Estábamos de vacaciones, maldita sea".

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