Medité durante muchos días cuál sería la manera más fácil de hacerlo, la más indolora, la más rápida. De qué forma podía atravesar el portal, la barrera entre el mundo caduco y el mundo real. Nada que lleve la esencia falsa del mundo caduco podrá atravesar el umbral del portal interdimensional. Por ello, había tomado una difícil decisión. Una soga era bastante rápida, algo aparatoso el montarlo, pero nada indoloro en general. Eso sí, habría unos segundos larguísimos de sufrimiento que no estaba dispuesta a pasar. La caída era otra opción bastante plausible, ya que era rápido, fácil de hacer e indoloro; pero de los cielos hasta los infiernos… aquel viaje sería duro de experimentar y no quería pasar por aquello otra vez. No sería capaz de lanzarme, no podría saltar, no tendría tal valentía. ¿Y qué se me pasaría por la cabeza mientras caía? Dicen que a algunos les da un ataque al corazón del miedo que sienten y yo prefería algo parecido a apagar la luz de la entrada antes de salir. Como quería algo veloz, nada de paciencias, nada de pastillas o venenos, ¡no! Nada de cuchillos ni armas blancas, preferí las armas de fuego.
Boom. Y se acabó. Apretar el gatillo sería como apretar un botón, como darle al enter del ordenador. A saber a qué cosas aceptamos al darle al enter, ni lo sabemos ni nos importa. Esto sería lo mismo. Solo un click. Imagino que para alguien que quiera hacerlo y no disponga de arma será complicado, ¿qué piensas hacer, robarle una a algún policía? ¿Robar un banco para que te disparen? Lo importante de esta tarea es hacerlo tú solo, sino no cuenta. Pero yo tenía suerte, vivía en aquella época humana en estados unidos. Mi familia guardaba un arma en casa desde antes que yo cayera a este mundo. No hubo problema. Fue más fácil incluso de lo que me imaginaba. Coloqué la boquilla entre mis carrillos, asegurándome de que diera en la zona adecuada, pues lo había estado mirando concienzudamente por Internet. Internet, allí dónde cualquier cosa encuentras. Todo desapareció en un segundo.
Por fin pude atravesar la puerta, por fin fue liberado mi espíritu. Por fin nací de verdad, abandoné esta ilusión, esta mátrix; y volví a mi hogar. No me importa abandonar a los mortales, pues adoran la cárcel en la que viven. Pero yo, yo recordaba la realidad. No podía olvidarla. Este es el comienzo de mi historia, pero temo que no puedo contaros nada a vosotros, mortales, de lo que hay al otro lado. De lo que existe más allá. Solo os diré que sí, es más real que nada de lo que podáis experimentar.
Puesto que no puedo narrar que ocurrió tras mi nacimiento, os narraré mi muerte. Larga y tediosa fue, quince años duró.
1
Que absurda la vida humana, que todo gira en torno a la destrucción. Nunca al ser, jamás al ego. Nacen sabiéndolo todo, para aprender nada: eso exactamente, para aprender vacío, desaprender eternamente, hasta que mueren ignorantes. Vaya objetivo para la existencia.
Miraba el papel buscando una respuesta, sacaba todo archivo de su mente, lo posaba sobre su mesa mental y no encontraba nada. Pero seguía frente al examen, jugueteando con el bolígrafo, dando toquecitos rítmicos como una melodía que esperaba le inspirara en algo. Cualquier cosa que pudiera servir para escribir. Dirigía, tras unos minutos así, la mirada al profesor, quizá queriendo provocarle compasión. Cuando veía que esto fallaba, volvía al examen y repetía el ritual.
Entregó la hoja con algo escrito en ello, esperaba fuera suficiente. Ella se seguía martirizando, pues había estudiado demasiado, pero al llegar todo se había esfumado terriblemente. Maldición la suya. Era la última recuperación, no tenía más oportunidades. Era aprobar o repetir la asignatura, aquello no entraba en sus planes. Solo otra compañera yacía con ella, haciendo el mismo examen y con rostro parecido. Entregó la hoja después de ella y se acercó a Hanne. Estaba sentada en la penumbra, la zona trasera del aula donde las sillas se acumulaban desordenadamente. La gran sala universitaria solo disponía de las luces primeras en ese instante y la oscuridad iba acumulándose hacia el final, creando un degradado de sombras mientras se acercaba a los dos ojos de buey del techo, sobre el escritorio del profesor Dennis. Hanne era invisible en aquella zona, en cualquiera de hecho, hubiera dicho ella
.
—Hanne, ¿vamos a tomar algo? ¡No te habrá salido tan mal, borra esa cara mustia!
—Lo siento, Tess, no me apetece. Paso de moverme ahora.
—¡Este jodido Dennis! Siempre nos coge como profesor para amargarnos la vida.
—Eso dice él, que nos busca, es un imbécil —rió Hanne—. Es un cachondo en realidad.
—¡Es un cabrón! —rió Tess también.
—No grites tanto que te va a oír... Todavía está recogiendo sus cosas.
—Creo que he aprobado, la verdad. El año que viene me pondré más en serio.
—Eso dices siempre y nunca pasa.
—¡Pero esta vez es de verdad! Sobre todo con él, desde el primer día a empollar.
Dennis, el profesor de Teoría de la Literatura se acercó a la puerta, sus mocasines se escuchaban en la solitaria sala. Los ojos de buey se cerraron y tan solo quedaron las luces atenuadas del sol de la tarde. Dennis golpeó la puerta dos veces, llamando la atención de las muchachas.
—Señoritas, voy a cerrar esto. Si no os llego a ver os quedáis encerradas. Vamos, ¡fuera!
Sonrió Dennis, un profesor de mediana edad bastante vivaracho. Su bonita apariencia era pronto rechazada por su personalidad irritable. Hanne, sin embargo, veía en su insolencia narcisista algo interesante que buscaba para sí misma.
—¿Cuándo tendrás las notas? —Le preguntó Tess.
—La semana que viene, el miércoles como muy tarde.
Ambas se levantaron ante la insistencia de Dennis, que se despidió de ellas con un "buen fin de semana". Tess tenía planes para aquella tarde y la noche era fiesta asegurada. Hanne, sin embargo, quiso volver a su habitación. "Luego pasaremos a por ti", dijo Tess, y ella no podía negarse nunca, porque aunque lo hiciera poco le importaba a su amiga. Siempre aparecía y básicamente ella era la razón por la cual veía el mundo más allá de las murallas del recinto universitario.
"Qué solitaria eres", le decía siempre, pero sonreía como si fuera un cumplido. No tenía tiempo para actividades mundanas, debía atender otros asuntos. Aunque estos pensamientos se le escaparan sus amigas jamás le reprochaban la incipiente demencia que padecía, sino que reían como si fuera una broma o, en ocasiones, preguntaban demasiado curiosas, sabiendo que jamás recibirían un pedazo de verdad de aquella mente, quizá privilegiada. ¿No se dice que todos los genios son excéntricos? Pues Hanne lo era, pero había tenido mucha suerte.
Sus padres se mostraron reacios a dejarla vivir sola, ¡tan joven! Pero por fin había encontrado amigas, parecía que allí, en la universidad, ser raro era algo envidiable. Quizá la belleza de Hanne provocaba aceptación, asemejaba ser menos peligrosa. Aunque vistiera de negro y portara siempre ropas sobre su cuerpo, era de una figura exquisita. Pero a ella, como les explicaba a Tess y Kelsie, no le importaba la imagen física, sino el interior. Eso era lo que ella nutría y les comentaba sin cesar que "era imposible limpiar el desastre". Su mente estaba patas arriba, nadie lo sabía, pero permitía que sus dos confidentes pudieran tener en cuenta lo que empezaba a ocurrirle. Por si algún día debían abandonarla, por su propia seguridad mental.
Hay que aclarar que no era peligrosa a nivel físico, sino emocional. Algo que ellas sabían por sus rápidos cambios de humor, su ansiedad y sus paranoias. Las sombras eran siempre acechantes y las sospechas no podían ser pronunciadas a dos mundanas, a dos personas que apenas si comprendían lo que era la tristeza, lo que era querer hundir el rostro en la cama hasta ahogarse. Ellas no conocían nada de eso, porque sí, Hanne había tenido una infancia de mierda y se veía en ellas (Kelsie y Tess) que habían tenido una vida espléndida. Pero ella no, no ella. Nunca paraba el dolor.
Decía Tess que era por su pasado, Kelsie que estaba provocado por la mala relación con sus padres (ella, tan freudiana). Hanne no podía decirles la verdad, no estaba todavía preparada. ¿Cómo contarles lo que le sucedía cada día? ¿Cómo decirles que ella no era ella sino dos o tres o más personas? ¿Cómo explicarles la diatriba que tenía en su cabeza las veinticuatro horas del día? Como es posible que alguien que no está roto entienda como se rompe una mente en mil pedazos, porque un espejo roto nunca volverá a ser un espejo, nunca. Pero aquel día algo ocurrió, algo que le hizo cambiar totalmente su percepción de la vida. Ya no tenía sentido valorarla.
Ya en su solitaria habitación, con aquella tonalidad negra que ella siempre llevaba en el rostro, se tumbó sobre la cama. Miró hacia el techo, observando la lámpara que caía y creaba sombras en las paredes. Como dos ojos que la observaban, con ofidias pupilas. El curso estaba a punto de acabar y ella todavía tenía muchas que recuperar. Se seguía preguntando porque hacía todo aquello, la dichosa inercia, por el debes estudiar, trabajar, ser útil y morir. Morir triste, pero habiendo sido un efectivo engranaje en la maquinaria social. Y seguía, no porque temiera decepcionar a los suyos —esa etapa ya se le había pasado—, sino por hacer algo, por existir teniendo una meta, aunque no le importara lo más mínimo. Caminar sin rumbo era un auténtico castigo, prefería tener objetivos aunque no fueran suyos. Ya no tenía esperanza en nada, no amaba a nada ni a nadie, por ello solo le quedaba ser. Se sentía movida por puros instintos. Y sus instintos tenían nombre.
Como siempre, él estaba ahí. Él, por llamarlo de alguna manera, podría invocarle con un simple “eso”, pero personificarlo le daba cierto toque real, le hacía comprender que podría, algún día, desprenderse de ella y dejarla sola, en paz. Abandonarla en libertad absoluta. De algún modo le atontaba. Al principio pensaba que eran síntomas de fatiga, que se cansaba demasiado, caía a un lugar mullido y creía dormirse. Luego, demasiado tarde, descubrió a qué se debía realmente. El bosque oscuro se abría en su mente, como una explosión cósmica, se extendía por cada neurona hasta llegar a cada punta de su cuerpo. Árboles frondosos llenos de humedad con un verde oscuro, un suelo de tierra, barro y hojas caídas que no portaba alguna vida, y una niebla que impedía visualizar nada más allá del lago negro, salvo vislumbrar algunos troncos grises y una mancha verde de las copas. El lago negro estaba emponzoñado, borboteaba como una olla, no se veía nada más que el líquido oscuro que parecía surgir de un abismo universal. De ese mismo lago surgía una criatura que jamás llegó a describir. Empezaba por un brazo que surgía de las aguas, como un ancla que se aferraba a tierra para impedir al barco encallarse, y aquel golpe de mano sobre la orilla del lago era el primer aviso, una jaqueca horrible, un primer sueño. Su influencia llenaba a Hanna como un somnífero, era la parálisis. Caminaba a cuatro patas por la orilla, sintiendo todavía la pesadez de las aguas sobre él, como salido de una ciénaga. La frase que ella pronunciaba, a sí misma, a aquel ser, a su mente, era la misma cada vez que le ocurría: vete, desaparece. Y él siempre le respondía:
—Destruyo cadenas, nunca podrás pararme.
—Destruyo cadenas, nunca podrás pararme.
—Destruyo cadenas, nunca podrás pararme.
Siempre en tercetos, que eran repetidos tres veces. Cuando sus piernas se flexionaban para levantarse, comenzaba a caminar a cuatro patas como una bestia, a paso lento todavía. La luz de su habitación se atenuaba, ella cada vez veía menos, sentía que soñaba despierta, la sombra sobre ella, colocándose sobre su pecho. Comenzaba a erguirse, caminaba sobre dos patas, sus garras se aferraban a los árboles para coger impulso, hacia fuera, hacia Hanna. Sus ojos se cerraban, sentía sus extremidades mermarse, hasta que era incapaz de moverlas, era él quien la sujetaba. Se acercaba a ella, con aquellos ojos rojos. Sentía su respiración cortarse, hasta desaparecer, de su interior quería surgir un estallido pero no podía obrar nada. Ahora él corría, dejando marcas de las garras de sus pies en el suelo. Hanne se ahogaba, la garra de aquel ser sentado sobre su cuerpo estaba en su cuello, su garganta se cerraba, agarraba con fuerza las sábanas, se arrugaba la tela en su puño, y siempre llegaba al punto de creer fielmente que iba a morir. El bosque se acababa, se hundía en las aguas blancas de su mente. Un grito brotaba de sus labios, gutural y ahogado, y él surgía. Su pecho se alzaba, como siendo electrocutado, como si la fuerza de aquel aullido lo moviera. Él ya estaba sobre ella. Era como un nacimiento, dónde el recién venido llora; pero él gritaba a los mortales para que temieran.
Era como si cada vez que la poseía se miraran frente a frente, miradas fijas el uno en el otro, y siempre veía una silueta negra cubierta de lago que se parecía a ella, pero sabía bien que no lo era, que aquello solo adaptaba su forma, que no era nada humano. Se gritaban mutuamente, mientras la habitación vibraba, los papeles pegados en las paredes, posters, fotografías y poemas ondeaban hasta salir por los aires; los apuntes del escritorio volaban, la silla caía al suelo y todo quedaba trastocado como por un huracán. Y así él era ella.
—¡Aléjate de mi mente!
Entonces, ella no podía sino observar como él destrozaba todo, como se volvía loco bajo su piel. Y ahora ella era la voz de la conciencia. Su huésped actuaba de forma totalmente contraria a la suya, amaba vivir, por ello se aferraba a ella. Salía de la habitación, por mucho que lo contuviera, por muchas ataduras que ella misma se pusiera, ella se reducía a un susurro. A veces se despertaba en algún parque a las cinco de la mañana, apestando a fluidos y whisky. Gustaba de las drogas, sus brazos despertaban quemados por agujas continuas y por ello jamás vestía camisetas de manga corta. Quería cometer cada pecado con excelencia, tocar el extremo de la maldad, darle un beso, volver y dejarla a ella de vuelta cuando estuviera recubierto de mierda, cuando la carne humana ya apestara a muerto, a la mañana siguiente de haberse vendido de mil maneras. Otras veces, prefería comer y probar los sabores que la existencia mortal le regalaba. Las náuseas del despertar nunca las olvidaba, pero peor era notar sabores odiosos en su lengua. Néctares prohibidos que ni con todo el alcohol del mundo hubiera saboreado, ni harta de demencia. Siempre, no fallaba ni una sola vez cuándo despertaba, había cometido lascivos actos, los que podía recordar, porque a saber que otras desfachateces había cometido, a saber si alguna vez hasta había derramado sangre. El sexo era la obsesión de aquel ente no carnal, de aquel demonio. Porque quien no tiene cuerpo siempre desea aquello que perdió.
Pero esa vez iba a ser diferente. Mientras él nacía, ella moría y caía en el infierno de su subconsciente, de lleno al océano, cayendo paulatinamente hasta su más profunda oscuridad.
La habitación negra
Aparecí por arte de magia en algún lugar, que bien conocía, la antesala del caos. Era como una sala de espera, las paredes eran de un papel pintado negro, los sillones eran viejos, típicos de aquellos hospitales vetustos que no han sido reformados ni los serán en más de cincuenta años. Una máquina de agua burbujeaba, burbuja arriba, burbuja abajo, era el único sonido que detectaba. Allí debía esperar a que él se cansara de divertirse y me permitiera volver. A través de la pantalla podía ver sus movimientos, aunque muchas veces una distorsión en la conexión me lo impedía.Por la única puerta de la habitación surgió un hombre, tenía unas pintas raras, casco y un azotador en la mano. Le miré con mala cara y él me devolvió una sonrisa.
—¡Hola! Nunca me he encontrado a nadie por aquí, es una delicia poder entablar conversación con otra consciencia —sonreía el hombre entrado en años.
—¿Qué quieres? ¿Quién eres tú? Que yo no te haya visto nunca si es raro... así que explícate de una vez.
—¡Por supuesto, señorita! No se impaciente, no sea usted desconfiada, pero tampoco demasiado, ¡eso está también muy bien! Comprendo que no se fíe. Me llamo Sophronius, ¿y tú?
—Vaya nombre más feo... ¿de dónde eres para llamarte así? Yo soy Hanne, Hanne Kranz.
—¡Muy bonito! Mi nombre es griego, aunque yo no lo soy, pero me gusta.
—¿Y qué haces aquí?
—¡Buscar a mi caballo! Ha escapado y no soy capaz de encontrarlo, vaya jinete estoy hecho dirás... el látigo ya no le inmuta, ¡vaya bestia! ¡Está desatado, mi pobre Sverre!
—Tú y los nombres... vaya tela con el caballo también. ¿No podía ponerle Perla o Amanecer?
—¡Sverre le viene al dedo! Este nombre es noruego, aunque mi querido Sverre no lo sea.
—Pues mi nombre viene de no me importa una puta mierda. Ahora ve a buscar a tu caballo que yo estoy ocupada.
—¿Haciendo qué? —sonrió el hombre mirando a su alrededor, la televisión hacía rato estaba en blanco—. No me vendría mal una mano amiga.
—¿Para buscar a tu caballo? ¿Y qué hago si me lo encuentro? ¿Le silbo como a un perro?
—Tan solo vuelve a esta sala, yo apareceré tarde o temprano y tú podrás decirme dónde lo viste, si puedes atarlo sería perfecto, pero también puedes razonar con él a ver que diantres le ocurre. A ver si vuelve por propia voluntad, ¡qué desgracia! Que me lo quieren sacrificar.
—¿Por qué? Vaya salvajes.
—Porque es muy violento, pero yo sé que en el fondo solo está asustado. ¿Me ayudas, mi dulce señorita?
—Venga, vale.
¿Cómo narices había llegado este capullo a mi sala negra? Mira, prefiero ni saberlo, pero fue la excusa perfecta para cotillear. Jamás había tenido la valentía suficiente como para indagar en aquella sala, pues era mi mente y mi mente estaba llena de horribles ideas. El jinete y yo atravesamos la puerta para buscar a su Sverre, para al menos entretenerme un rato mientras Él obraba el mal ahí fuera. El viejo seguía sonriendo y me ponía nerviosa.
La puerta daba a un pasillo, negro también, con algunas luces apuntando a cuadros sobre las paredes. En ellos había imágenes recientes, de mi adolescencia, con amistades y familia, con mis padres. Sentí un escalofrío al volver a verlos. Mis amigos, que ya no lo eran, solo podía apoyarme en Tess y Kelsie, y tan solo me fiaba de Tessa. Y ni ella conocía lo más mínimo de mí, no sabía ni un 5% de mi historia. Mucho menos de mis depravados pensamientos. Aquellos amigos que yo había abandonado aparecían frente a mí con una sonrisa, pero cuando me veía a mí misma junto a ellos sentía ganas de vomitar. Aquella yo no era yo, era un yo muerto del cual me avergonzaba. Con mirada asqueada crucé el pasillo, mezclando aquella sensación de rechazo con algo de culpabilidad. Sophronius se paró a contemplar una imagen en concreto.
—¿Quiénes son? Sales en todas ellas, ¿eres tú el huésped? ¡Qué honor!
—¿Qué huésped?
—¡Nada, nada! Vamos, cuéntame la historia de esta impresión tan hermosa.
—Pues... son mis amigos del colegio, éramos todos inseparables.
Cinco personas, incluida Hanne, aparecían en un parque, todos abrazados y con rostros alegres. Había tres chicos y dos chicas. Tras ellos, una gran construcción de toboganes, cuerdas y escaleras, más allá columpios, subibajas y unos arbustos delimitando el parterre. Miré la imagen con nostalgia.
—Me gustaba ese, Vinzent —señaló al que estaba justo a su lado—. Todo acabó mal, pues esta de aquí estaba también colada por él. Y me lo robó, aunque bueno realmente no era mío, pero éramos mejores amigas. Ella lo sabía.
Señalé a Tracie, de rubios cabellos, muy diferentes a mis negras cerdas. Aquello me trajo malos recuerdos de nuevo.
—¡Qué injusto! Ella actúo muy mal, eso está claro, pero bueno nunca se consigue lo que se quiere. Contra antes aceptes esto, Hanne, más feliz serás.
—Ya no espero nada, pero no te compadezcas de mí, le rompí la cara esa misma semana cuando los vi besarse en el patio. La envié al hospital.
—¡Habráse visto! Que salvaje chiquilla estabas hecha —rió Sophronius, pero pronto se cubrió la boca como si hubiera insultado a alguien—. ¿Sabes? El odio no nos lleva a nada, solo a más odio, pero hacia nosotros mismos. Además, las consecuencias siempre son nefastas, por ello es mejor comportarse como es debido.
—Si no te impones jamás te dejan en paz, ¿ves esta otra imagen? —dije señalando la siguiente, un grandote chaval me estaba golpeando, hermosa imagen para recordar—. Era un bully, siempre se metía conmigo por ser demasiado débil, era muy callada antes. Hasta que me cansé y le partí la boca. Me expulsaron unos días pero mereció la pena, jamás me volvió a molestar.
—Pero te castigaron, tú obraste mal también, quizá hablar hubiera sido la mejor opción.
—No quiero seguir mirando estas fotos, vámonos de aquí.
Pasamos el pasillo y acabamos en una habitación llena de árboles, me sentía aprisionada en aquel lugar, asfixiada. Mi ansiedad comenzó a avivarse cuando nos hundimos en las profundidades del bosque. Sophronius, sin embargo, respiraba relajadamente como si encontrara en aquello un alivio.
—Sí, eres la huésped. Por eso está sala es un bosque, aunque veo que a ti te produce un efecto... curioso.
—Sí, me estoy ahogando aquí. Debería volver a la sala de espera.
—¿Sabes por qué están todas esas imágenes colgadas ahí?
—Porque me encanta dañarme a mí misma, supongo.
—Porque no eres capaz de perdonarte, ¡no eres perfecta, nadie lo es! Cierra el libro ipso facto, ya va siendo hora, ¿no crees?
Seguí caminando, intentado no pensar en sus palabras, pero no pude. Cada imagen de aquel pasillo había afectado a mi yo actual, haciendo que yo respondiera con extrema violencia o con silencioso sacrificio. Y por ello tenía tanto miedo a mostrar mi rostro, a que todo esto se viera. Agradecía que todo estuviera en mi cabeza, pero ese miedo crecía constantemente. No quiero ser rechazada, pero ese es mi destino. ¿No? ¿No es así?
Una máquina apareció en el corazón del bosque, con frondosidad colándose por sus botones y recovecos. No pude evitar acercarme, ¿qué hacía esto aquí? Sobre los botones de la derecha había una gran etiqueta en la que ponía: "máquina de mecanismo de seguridad". Era de latón, quizá de bronce, relucía un rojo liviano con algún plateado ya oxidado. En sus tiempos debía haber tenido un azul hermoso en la cubierta superior, un amarillo en las patas y rojo en cada uno de los botones.
—Soprhi, ¿qué es esto?
—¿So... Sophri? —rió y asintió—. Es la máquina que controla la seguridad de todo este lugar, de cada habitación de tu mente. Pero hace tiempo está rota, será que este bosque la ha corrompido.
—Este bosque de temor —miré a mí alrededor.
—Pero siempre se puede arreglar.
—¿Qué hace esta máquina? ¿Protegerme?
—Sí... algo así, te protege del superego. De ti misma. Sabes, uno se puede perder en el bosque... o encontrarse. ¿Sabes, Hanne?
Vaya tristeza sentía en aquel momento, cuando me volví para mirarle caían lágrimas por mis mejillas. No es que no llorara, derramaba mares por los ojos en mi soledad, pero jamás frente a alguien y aquel lugar… aquel lugar era tan hermoso pero tan deprimente. Me venía alguna imagen a la cabeza, una historia terrible, un bosque hermoso que iba a ser aniquilado, un bosque cuya utilidad había desaparecido, un bosque invasor, todo era horrible, todo eran símiles de mi vida, metáforas de mi propia persona. Algo que es bello y no sabe que lo es, y por ello con su desprecio daña a los demás. Y la máquina era la perjudicada, mi máquina de seguridad. Sophronius seguía sonriéndome, se despidió de mí con la mano, con aquella alegría dichosa que siempre odiaré en él. Maldito Sophronius, me abandonaste. Pero supongo que no podía acompañarme allá a donde iba. No tuve tiempo de despedirme, pues mi visión se emborronó y volví a caer.
Un poquito más hundida en el océano, a un paso más del lecho marino. Allí, en el escalón inferior, se abrió la puerta a la sala blanca.
La habitación blanca
Un sonido estridente me despertó de repente, no estaba durmiendo, pero así lo parecía. Una sala blanca llena de oficinistas le daban a sus máquinas de escribir antiguas, ¿y los ordenadores? ¿Hola? ¿Tecnología? Si eso era mi mente necesitaba una actualización ya. El sonido del rodillo siendo devuelto a su posición inicial me taladraba. No le veía el rostro a nadie, pues había paredes enormes que llegaban casi hasta el techo cubriendo cada uno de los lados de las oficinas. Excepto al frente, donde había una especie de recepción. Una mujer estaba tecleando también y tenía la mesa bien ordenada, con papeles archivados, con pegatinas de colores y separadores. Bajó sus gafas para mirarme.—No deberías estar aquí —dijo ella abandonando todo lo que estaba haciendo.
—Ni sé cómo he llegado, relaja.
—Hanne, ¿verdad? Ya has conocido a Sophronius, por suerte no te ha dicho nada demasiado... controvertido.
—¿Qué podría haberme dicho? ¿Controvertido?
—Algo que no quisieras ver, aquí es donde reprimimos todas las ideas prohibidas que tienes.
—Ah pues... tenéis mucho trabajo que hacer.
—¡No lo dudes, señorita! Nos das mucho trabajo. Llámame Nitika, puedo mostrarte el lugar. Será una buena terapia, entregaré mis informes directamente a la mente madre, Sophronius hace tiempo evade sus responsabilidades.
—¿Sophri trabaja para ti?
—Todos trabajan para mí aquí.
La mujer iba vestida con un traje blanco de oficina, falda de tubo larga hasta las rodillas y una chaqueta del mismo color y tela. Daba órdenes a todos los empleados mientras cruzábamos el laberinto de escritorios y máquinas. La melodía infernal de aquella escritura era cada vez peor. Era bastante marimandona, pero parecía eficiente. Todo funcionaba correctamente, pero conforme caminábamos hacia el final me sentía más culpable, por alguna razón. No veía el rosto a los empleados, pero sentía que tecleaban mi asquerosa vida, mis defectos, mis errores. En aquella canción yo escuchaba mi historia.
Al acabarse los cubículos pasamos a una zona llena de plantas, expuestas como si fueran arte, pero la mayoría estaban muertas. El olor a podrido me penetraba. Nitika me miró, como reprochándome algo.
—¿Por qué están todas muertas? ¿Para qué las tenéis entonces?
—Las tenemos muertas porque tú no las riegas, de hecho las envenenas. Con tus acciones.
—¿Yo? Pero si no trabajo aquí.
—Ya te he dicho que todos trabajan para mí. Si buscaras metas más espirituales regarías mejor estas plantas. Mira esta —señaló un rosal, cuyas rosas estaban marchitas—, un despropósito.
—Pero... yo que iba a saber que había plantas aquí.
—Bueno, sabes lo que haces cuando él te controla, ese es el problema.
—¿Y qué hay con eso?
—Que deberías evitarlo, pararle.
—No es tan fácil, no puedo.
—Esa conducta tan libertina, esa violencia... por eso tus padres te rechazaron, Hanne. Por eso te odian.
Hanne le miró dolida, pero ocultando la emoción de su rostro.
—¿Era necesario decirme eso? ¿Qué quieres de mí?
—Es necesario, Hanne, mira todo esto. Muerto. Como deseas estar tú, ¿no? Vamos a la siguiente sala.
La miré con desprecio, la vi caminar, cuando se percató de que todavía estaba parada me llamó con un chasquido de carrillos. Por alguna razón su voz estridente me sonaba familiar, como si fuera una voz que siempre escuchara, y no me agradaba ni lo más mínimo. Me llevó a una pequeña habitación, la cual estaba llena de garabatos negros, apenas se veía la pintura de las paredes. Las paredes, dijo Nitika, eran blancas. Increíble pues parecía todo un abismo infinito. Y aun con nosotras delante, en la habitación seguían apareciendo rayajos.
—Cada vez que te haces daño, aquí aparece una raya. Mira como está, Hanne.
—¿Por qué aparecen más mientras estoy aquí?
—Por lo que estás haciendo ahora mismo.
Nitika sacó de su americana un periódico vacío, sus páginas estaban en blanco, pero de repente, en las dos páginas centrales, apareció una publicidad en movimiento. Me sorprendí, pronto comprendí que estaba visualizando. Veía a través de los ojos de Él, como ocurría en la sala de espera negra. Estaba haciéndole daño a mi cuerpo, clavando una aguja en mi brazo, mientras un par de individuos me miraban con deseo. Nitika apartó el aparato de mí cuando vio mi reacción de espanto.
—Y ahora me tengo que ir, he de castigar a Sophronius por perder a ese dichoso caballo. Todo es culpa suya, como siempre.
—Oye, si el caballo es tan salvaje no es culpa suya. Solo hay que entrenar al animal.
—O matarlo, ¿tú que dices?
—A un animal no se le puede culpar de sus instintos, es estúpido —dije. Nitika sonrió.
—Espero que tras esta conversación por fin te adaptes a la sociedad, intenta ser una persona de provecho, ¿acaso cuesta tanto? Tan solo deja de hacerte rayones, Hanne.
—Si pudiera no estaría aquí.
—Quizá esta visita te de la fuerza necesaria para abandonarlo, para dar el paso. Sigue por aquella puerta, te llevará a donde deseas. Os creéis todos que esto es muy fácil…
Pero yo no le había dicho a dónde quería ir. Una puerta blanca me llevó a otra sala, del mismo tono que todo aquel piso. Allí había una estatua con mi rostro, pero todo aquello... no, esa no podía ser yo. Era una diosa, adorada por aquellos empleados, por ellos, que ni sé cómo narices llamarlos. Trabajadores de la mente. La imagen que se veía en aquella escultura era divina, de una perfección sin fin. Una mirada segura, un cuerpo firme, sin miedo, valiente frente a la adversidad, aplastando a un demonio con su pie. Como una heroína. Pero esa no era yo, era lo que yo quería ser, ¿o lo que podía ser?
—Idea del yo. "Nada es imposible. Nitika".
Leí la inscripción de aquella escultura. ¿Acaso ella esperaba que me convirtiera en eso? ¿Cómo? Con aquella imagen inalcanzable jamás iba a ser feliz. Agarré los brazos de la figura y la empujé al suelo. Ya estaba bien. La piedra se convirtió en mil pedazos y atravesé el último umbral. No quería volver a ver Nitika nunca más. Yo no trabajo para ti, Nitika, ¡tú trabajas para mí! ¡Qué te quede claro!
El océano seguía engulléndola, ya estaba rozando el lecho marino. La habitación roja se abrió, él le esperaba. El caballo negro.
Y él le susurraba al oído, con una sonrisa maquiavélica, rozando su oreja con una concupiscencia propia de aquel íncubo: Destruyo cadenas, nunca podrás pararme.
La habitación roja
El pasillo tenía una tenue luz escarlata que atemorizaba todos mis poros. Temblaba, pues había tenido pesadillas con aquel lugar. Había miradores a cada lado, agujeros por los que podías espiar, pero sabía perfectamente que había en cada cubículo. Por ello no quería asomarme. Las paredes se rasgaron a mi paso, dejando desnudos los recuerdos más profundos, mejor guardados, más temidos.—¡Hanne! Cuántas veces te lo he dicho, ¡tienes que ser una señorita! Anda correctamente y no te subas la falda, ¿qué clase de zorra de Babilonia crees que eres?
Esa era mi madre, yo apenas tenía cinco años. Lo pronunciaba mientras me pegaba una bofetada y me encerraba en el armario.
—Debes convertirte en una esposa ejemplar y nadie te querrá si sacas estas notas tan deplorables. Ahora ven conmigo que he de castigarte.
Mi padre agarraba un cinturón en su mano, mientras me llamaba con la otra.
—¡Qué decepción! ¡¿Cómo qué repetirás curso?!
—¿Qué son estas marcas en tus brazos?
—¿Por qué vistes de negro, acaso haces duelo por alguien?
—¡Sonríe más, Hanne!
—¡No comas tantas guarrerías o engordarás! ¿Quién te querrá entonces, si no tienes nada que ofrecer? ¡Al menos guarda tu figura!
—¡Reza tus plegarias!
—Se una buena cristiana y pon siempre la otra mejilla.
—Nunca servirás para nada, ¡eres una desgracia para esta familia!
Las voces de mi madre no cesaban, me tapaba los oídos, no quería escuchar más, se había destapado el infierno, pero sabía que aquello no era lo peor. Lo peor estaba por venir, el aura tenebrosa de mi padre se olía a kilómetros de distancia. Su figura apareció frente a mí y me paralicé por completo.
—Hanne, te has comportado fatal esta semana. Ya sabes que toca, ¿no? —decía con una sonrisa en su rostro repugnante, me daba nauseas—. Ahora métete conmigo en la cama y ya sabes, si le dices algo a mamá Satanás te llevará consigo a su prisión de cristal. Porque, ¿qué dice Dios?
—Honrarás a tu padre y a tu madre —dije automáticamente, me sabía la escena, quince años de tortura.
—Exacto, mi querida Hanne. Ahora ven aquí —apartaba la sábana y golpeaba la cama.
—¡No! ¡Vete de mi cabeza! ¡Vete de una vez!
Su imagen fantasmagórica fue desapareciendo, hasta que pude ver la puerta roja tras él. La atravesé como si fuera la salvación, quería huir lo más rápido posible de aquel pasillo maldito. Tantos recuerdos susurrados, gritados, lanzados contra mí. Tan horribles que creí olvidados. La cerré tras de mí, con el terror recorriendo mi cuerpo. Todavía parecía que iba a abrir la puerta, como si fuera aquel armario de mi habitación, para agarrarme con violencia, cazarme, y llevarme con él bajo las sábanas de algodón descoloridas. Escuché las coces de un caballo fiero, que se acercaba a mí a toda prisa. Su furioso relinchó me asustó. Sus patas delanteras se alzaron, el caballo negro al verme se calmó por completo.
—Hanne. Nitika me ha dicho que estás aquí.
Respiré con tranquilidad tras el susto primero, tragué saliva y me recompuse. Un caballo no me daría miedo después de verle el rostro a él. A mi padre.
—¿Tú eres el caballo de Sophronius?
—Sí, aunque crea que puede montarme yo soy un espíritu libre. No puede conmigo.
—Pero te sacrificarán si no eres bueno.
—¡Que lo intenten!
—Eres un poco desconsiderado...
—Lo importante es mi felicidad, a él que le den por culo —Hanne rió por su vocabulario—. No vivo para complacerle. Que monte a Nitika, a ver si se calma la sargenta.
Reí, aquel caballo era divertido.
—Sabes, he visto cosas horribles para llegar aquí, pero tú eres un cachondo. Me alegro de haber venido.
—¿Sabes por qué hay tanto caos? Es culpa de Thanatos.
—¿El dios griego de la muerte?
—¡Vaya con la intelectual! Sí, algo así. Mató a Eros, desde entonces la habitación roja es un infierno y yo me volví loco. La furia de esta habitación me penetra.
—Te posee, como hace Él conmigo, ¿no?
—Sí, realmente así. Aquel día fue horrible para nosotros tres, para todos, pero desde entonces Sophronius está más débil. Cada día se marchita, un día de estos morirá, ¿no te lo ha dicho? No, que te va a decir él. Con su estúpida sonrisa de memo.
—Sí —reí—, pero me da pena que se muera, ¿por qué es eso?
—Porque ya no está Eros aquí, ahora solo hay destrucción.
—¿Por eso estás tan salvaje?
—Y más que estaré, nadie puede pararme. También es culpa de Nitika, culpa a Sophronius de todo, pero en realidad fue Thanatos.
—¿Quién es ese, está aquí?
—Siempre está aquí, no sé cómo no lo has visto...
—¿Qué pinta tiene? No he visto a nadie salvo... —callé.
—Pues es corpulento, muy alto, cabello negro, empieza a canear y tiene entradas, tiene una gran barba descuidada y pocas veces va bien vestido. Suele ir en calzones por aquí como si fuera su puta casa, no sé qué se ha creído. Cuando estaba Eros no aparecía, pocas veces...
—¿Cómo tiene los ojos? —dije algo asustada, no podía ser.
—Los tiene azules, brillantes. Increíble para un ser tan despreciable.
No podía ser, mi sorpresa fue detectada por el Sverre, el caballo. Que me preguntó enseguida qué me ocurría. Pero no podía pronunciar palabra, algo estaba desencadenándose en mi interior.
—Sverre... tú, ¿estás seguro?
—¡Sí, coño! ¿Qué pasa?
—Ese es mi padre... él... ¿mató a Eros?
—¿Tú padre? Oh, chiquilla... espera, ¡Hanne! ¿Qué te pasa? ¡Eh, estúpida!
El caballo se abalanzó sobre mí, relinchando mientras me hablaba. Pero la visión me golpeó como una bala en el pecho. Lo recordaba, la muerte de Eros, la recordaba perfectamente. Aquella noche mi padre me llamó a su cama de nuevo, mamá no estaba, como siempre. Me metí con él en la cama y... ¡mierda! Todo estaba borroso, tampoco quería recordar, sentía que no debía recordar. Me defendí, le mordí el pene, ¡eso recuerdo! ¿Eso mató a Eros? ¿Cómo entró él en mi cabeza? No, no fue eso. Las imágenes continuaban. Cogió su navaja suiza, se acercó a mí... ¡Oh, dios mío! ¡Me lo cortó! Él... ¡me lo ha cortado! Estoy sangrando, sangro ahí abajo... ¡grito pero nadie me oye! Le suplico, pero el sigue, ¡sigue conmigo! ¡Sigue como si nada! ¡Para de una vez! ¡Sal de mi cabeza!
—Todo tu sufrimiento es a causa de mí. Debes recordar, me perteneces.
2
Hanne gritó con todas sus fuerzas, se levantó de su cama sin aire, con el cuerpo tembloroso. Pero su fuerza descomunal no podía ser parada por Dios ni por demonio posible. Vociferaba mientras arrancaba el papel de las paredes, los posters, lanzaba los libros al suelo, tiraba la estantería, rasgaba sus ropas. Le dio un puñetazo al cristal junto a su armario, para lanzarse a quebrar los trozos ya rotos del suelo, sangrando sus extremidades, pero sin sentir dolor alguno.—¡Sal de mi cabeza! ¡Fuera!
Seguía destrozando su habitación, con restos de cristal entre sus manos. Una sombra enorme paró su paso, se convirtió en un caballo negro. Hanne cayó al suelo desconcertada, pues estaba despierta, estaba segura.
—¡Eh, eh, eh! Para de una maldita vez, que te crees que estás haciendo. Vaya tela... ¡cómo solucionas tú las cosas! Es solo un trauma infantil, no el fin del mundo, no seas una nenaza.
—¡Cállate Sverre! ¡Capullo! ¡Tú qué sabrás!
—Mira, mira... cállate retrasada, voy a ayudarte, ¿vale? Pero cálmate, mira Nitika nos prohibió decirte esto pero... ¡a la mierda esa! Si tú te liberas yo podré ser libre también, contigo, ahí fuera. Pues al otro lado solo existimos tú y yo.
—¿Qué?
Se calmó, en sus palabras había esperanza. Las lágrimas ardientes quemaban su rostro, pero estaba relajada. Le escuchó.
—Mira, Hanne, te han engañado. Bueno, Nitika lo ha hecho, Sophronius es solo un mandado... es tan débil, tan poca cosa, no le tengas rencor. Nitika lo destrozaría en menos de un minuto. Pero ella conmigo no puede, ni ella ni nadie.
—Ojalá nunca hubiera cruzado aquella puerta, ojalá no hubiera aceptado ayudar a ese Sophri...
—Me escapé precisamente porque entraste en la sala, sabía que él te pediría ayuda. Quería que llegaras hasta mí.
—¡Tú! ¡¿Todo eso para qué, para mostrarme ese recuerdo horrible?!
—¡Nos estamos perdiendo en la conversación!
—Mi padre mató a Eros... y... ¿de ahí nació Él?
—Sí, exactamente. De ese trauma nació tu acompañante. Pero él no es alguien normal, no es solo un mal recuerdo, es un ser de otra parte. Muy poderoso, está unido a ti a causa de este momento de violencia, tan doloroso para ti.
—¿Él me quiere hacer daño?
—No, él es la respuesta de toda la represión que sufres, por eso te decía que te ha engañado Nitika. Te ha mentido, hace que odies a ese demonio porque puede llevarte a la salida. ¡Ella ha hecho todo eso! Obra tu culpabilidad, te hace odiarte a ti misma. Quiere que vivas para que sigas sufriendo, pero ahí fuera hay un mundo sin dolor, Hanne. Ellos no quieren que mueras, porque si mueres ellos morirán y Nitika también. Porque al otro lado, en el mundo real, ella no existe.
—¿Mundo real? Este es el mundo real...
—No, Hanne. Eso intento decirte, estás atrapada en una ilusión. No sé bien quién te puso aquí, pero Él no es el culpable de tu sufrimiento. Si le dejas salir, te sorprenderás. Si lo dejas fluir, te darás cuneta de que es más parecido a ti de lo que piensas. Él te ayudará.
—¿Cómo sé que lo que dices es verdad?
—¿No has deseado siempre quitarte la vida? ¿Por qué no lo has hecho hasta ahora? Porque había algo que te lo impedía, una voz. ¿Por qué si no tienes nada, solo es dolor? ¿Qué te mantiene en esta vida?
—No lo sé...
—¡Ellos! Ellos no quieren que lo hagas, porque serás libre... Y él solo ha estado tratando de llevarte al límite, pero ellos... Nikita te mantiene aquí siempre.
Sverre le explicó que vivía en una realidad ilusoria, una mátrix bien preparada que creaba vidas miserables para las almas errantes, que perdían su camino en la otra vida. Ella estaba encarcelada en aquel cuerpo, en aquel mundo, para sufrir nada más. Así alimentaba a aquellos seres. Hanne no le creyó al principio, pero tenía razón, nada le anclaba aquí, nada le quedaba. Y Nitika había tratado de parar su autodestrucción, de reformarla. ¿Por qué?
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Morir?
—Sí, nada más. Pero antes deberás hacer las paces con Él. Unir fuerzas. Si te dejas llevar por tus instintos primarios podremos hacerlo, no temas a nada. Él jamás volverá a poseerte, porque caminaréis juntos. Solo así lo conseguiréis. No podré salir más, ni tú entrar, a partir de ahora lidiarás con él. Ya sabe lo que estamos hablando, lo está viendo, está de acuerdo.
—¿Saldrá todo bien?
—No lo dudes, pero tendrás que hacerle caso. ¡Y nunca más escuches a Nitika, es la voz de tu cabeza! ¡No le hagas caso! Ahora despierta, Hanne, abre la puerta.
Llamaban a su habitación, era verdad. Estaba algo asustada, por si alguien —ellos— habían descubierto su plan y ahora iban a por ella, a reeducarla. Abrió la puerta, de par en par, con los ojos bien abiertos, esperando ser capturada, rindiéndose ante otro umbral más, aterrorizada. Pero no vio más que a Kelsie y Tessa frente a ella.
No suspiró con alivio, pues ya se le había olvidado como hacerlo. En cada esquina de un alivio había otra decepción más. Iban a salir, venían a por ella, querían llevarla de fiesta. Hanne se excusó para vestirse, vio que en sus manos ya no había sangre apenas. Se vendó las manos, se puso unos guantes sin dedos y salió con lo puesto. Agarró algo de dinero y las acompañó a la cafetería. Y algo había cambiado, ya no se sentía acechada ni amenazada por la espalda, era algo distinto, radicalmente. Temía por ellos, pero ya no era Él.
—Ve con ellas, hoy será tu día. Ya no debes temer a nada.
—¿Todo eso ha sido…real?
Todavía le tenía respeto, no le perdonaría lo que había obrado, las noches en la sala de espera, las mañanas nauseabundas, pero… el sentimiento lo creaba Nikita, ¿no? Eso había dicho el caballo. No quería, pero… sí, todo había cambiado. Ahora no escuchaba un susurro gutural y ahogado, escuchaba su propia voz al otro lado, ya no era una sombra emponzoñada, era una luz intensa y dorada.
—¿Acaso no lo intuías? Dímelo tú al acabar el día, ya has producido un cortocircuito en su sistema, porque has despertado…
—¿Cómo pude olvidar lo que él me dijo?
Se miró al espejo roto, parecía un mosaico y su imagen se desprendía en cada pedazo, repitiéndose y deformándose. ¿Cómo pude olvidarlo? Quiso verse desnuda, pero no se atrevía, no se atrevía a mirarse de verdad. Unos golpes en la puerta la sacaron de su meditación. Se vistió rápidamente, su negro habitual.
Se dirigieron a la cafetería, los viernes noche solían alquilarla para fiestas. El barman era un estudiante de medicina, el DJ otro de filosofía, los invitados toda la facultad. Se acercarían a ver que podía cocerse, pero al subir las escaleras se encontraron con una planta fantasma. No había nadie allá dónde miraran, incluso las luces de la cafetería estaban apagadas, solo las de la entrada y las de las salidas de emergencia estaban encendidas. Sus amigas se extrañaron, pues era viernes, era día de fiesta. Hanne sabía que no era casualidad. Se acercó a paso lento hacia la cafetería.
—¡Eh! ¿Queréis ver algo flipante?
Dijo ella, ya sin temor. Porque mostrarle era arriesgarse a que le poseyera, a que surgiera, a que le susurrara algo que la hiciera cambiar de idea, de rostro, de locura. Confió en Sverre, abriría sus brazos al espíritu. Dio dos palmas y las luces de la cafetería se encendieron. Sus amigas pensaron que era un truco, pero jamás habían visto a nadie encenderlas así, no eran de ese tipo. Hanne se giró, con una sonrisa. Volvió a aplaudir y se apagaron.
—¡Qué brujería es esta! —dijo Kelsie volviéndolas a encender del interruptor. Estaba claro que no era un truco simple.
—¿Cómo lo has hecho? —Continuó Tess, igual de confusa— ¡Vamos! Muéstranos, ¡confiesa!
—Está bien, pero os advierto, no os va a gustar lo que vais a ver.
Hanne alzó un brazo, ante su movimiento las luces se regulaban, se atenuaban o se intensificaban. Luminarias casi neón ocuparon toda la sala y, aunque solo estaban aquellas de la cafetería encendidas, iluminaron toda la planta hasta los primeros metros de los pasillos colindantes. Su cabello comenzó a crecer, moviéndose cuál gusano, tenía vida. Corrían por su rostro las larvas cabelleras y Hanne abrió la boca, cada cabello se adentró en ella, como si no tuviera fin aquel gusano de pelo. Su rostro acabó cubierto por un irregular manto negro, que dejaba ver sus ojos castaños a través de las rendijas. Hanne se estaba ahogando, agarró su garganta, cayó al suelo. Sus amigas se acercaron, pero el cabello cayó de sus fauces al suelo, la bola de pelo salió corriendo hacia un conducto de aire. Ambas gritaron de terror, alejándose de la escena, temiendo acercarse de nuevo a su mejor amiga. Hanne simplemente alzó la mirada.
—Hazlo, ¿qué valen ellas? Es lo único que te ancla a esta realidad absurda.
—¿Podré marcharme si lo hago? —contestó en voz alta. Sus amigas se extrañaron, pues no sabían a quien hablaba.
—¿Qué? ¿Hacer qué, Hanne? —dijo Tess.
—¡Hazlo! Será peor si yo lo hago, lo sabes.
—La sangre llenará la planta entera, ni con la lejía más potente podrán borrar vuestra esencia de estas paredes, de cada suelo, de cada esquina —decía Hanne, repitiendo lo que él le decía.
—¡Hanne no tiene gracia! —dijo Kelsie.
—Os quedaréis siempre aquí, el rojo de vuestras venas nunca abandonara esta estancia.
3
Estaba ella de nuevo en su cuarto, frente a la ventana. Había un asiento bajo esta y allí tenía un par de plantas. Un filodendro y una cinta, a su lado había querido cultivar unas fresas; pero siempre fracasaba cuando esto se le ocurría. Metió otra fresa bajo la tierra, la aplastó suavemente y le echó un poco de agua. La diminuta regadera azul quedo vacía y la arrojó al cuarto, sin preocuparse de ella. Pero no solo cultivaba plantas, sino traumas, dolores. Cada vez que regaba a sus queridas amigas, regaba también sus tristezas. Sacaba una caja pequeña que contenía cuchillas y se hacía heridas. Cada vez en un lugar, según la persona que le atormentaba, según las voces que escuchaba, según el punto de su mente en concreto que le dolía. No le importaba si se veía. La cuchilla besó la parte trasera de su oreja y un surco de sangre cayó por su cuello.—No puedes parar, ¿verdad?
Decía él al verla arrancar la uña de su dedo gordo del pie. Clavaba la cuchilla hasta que quedaba el dedo destrozado. Luego cogía una gasa y la posaba sobre él, dando la misma atención a ambos procesos: herir y curar. Como si la persona que hería no fuera la misma que la que curaba, lo hacía con tal detalle que parecía una enfermera profesional. Del mismo modo que hería como una profesional. Cortes limpios, nunca mortales, solo dolorosos.
—Un recuerdo por cada herida.
—Un primogénito por cada familia.
No sabía qué decía, solo respondía con algo parecido, algo que le sonara remotamente parecido. Y que, para ella al menos, tuviera sentido. Cuando se hería, pensaba en aquellos momentos del pasado que tanto le habían marcado, en la persona que los profesaba. Cuando curaba, veía a aquella persona arder entre las llamas, sufrir sus calamidades. Pero nunca marchaba, nunca curaba del todo, pues debía repetir casi siempre las mismas heridas. Una y otra vez las abría cuando comenzaban a sanarse, y el proceso se repetía.
—Y ahora tienes dos heridas nuevas, una por Theressa y otra por Kelsie.
—Kelsie no era nadie, pero por Tessa... su herida ha sido grande. No sanará nunca, te lo digo ya.
—Y cada cicatriz será un paso más, recuerda eso.
—¿Cuántas más deberán haber?
Su piel a veces se caía, se pudrían sus heridas. Entonces la curación era todavía más extensa, más paulatina. Tuvo que acudir en numerosas ocasiones a urgencias para atender a una posible necrosis. Pero a ella le daba igual, no temía a nada.
—¿Qué haremos ahora?
—Seguir, aún tengo que hacerme más fuerte. Si lo hacemos ahora al morir volverás a otro cuerpo.
—¿Por qué jamás me dijiste esto?
—Porque me odiabas, no querías oírme. Nitika bloqueaba todo lo que no quería que te dijera.
—¿Y qué ha cambiado ahora?
—Que sí quieres oírme.
—No quiero matar.
—Si todo es falso, ¿qué más da? Pero el hecho de sublevarse nos dará fuerza, la sangre derramada hará de ritual, como el efecto placebo.
—¿Por qué me has torturado tanto?
—¿Qué de malo ves en todo lo que he hecho? Follar y drogarme, meterme en peleas, comer, reírme de la gente, contarle verdades a cada uno de los que conoces, ¡se lo merecían! Divertirme, en resumen, ¿acaso no es lo que tú deseas? Eso no es malo, solo tú crees que es malo.
Ella y él eran uno, pensaban como uno. Ahora recordaba toda la sangre derramada, así él se había mantenido vivo en su interior, ahora era ella quién debía terminar el trabajo. Y sus manos estaban llenas de arena cobriza, todavía podía culparse, todavía sentía el dolor de la derrota, podía ver los ojos de Tess, su querida y única amiga, suplicando que cesara, que la matara de una vez. Y no podía, la odiaba. Sí, a ella también.
Hanne salió de su habitación, los recuerdos del espíritu, los suyos, cruzaban sus cuencas. Dennis vivía en el campus y ella sabía perfectamente dónde, por razones evidentes que siempre trataba de ocultar y, sobre todo, olvidar. Su profesor le abrió la puerta y al reconocerla mostró su ansía, recorría las arrugas de su sonrisa. Había estado allí muchas veces, pero sin ser realmente ella. Pero esta vez iba a disfrutar de la experiencia, sin las voces de la conciencia. Sin Nitika.
—No te esperaba, ¿te ha visto alguien? Espero que no... —dijo él.
—¿Qué más da si me ven? Nadie podría adivinar lo que hacemos.
Hanne le acarició el mentón y se dirigió a su dormitorio, de colores marinos, con una cama de matrimonio extensa. Ella portaba ropas corrientes, las que siempre vestía. Lanzó su camiseta de Black Sabbath al suelo, mostrando su parte superior desnuda. Los vaqueros rasgados caían por debajo de sus caderas, ocultaban malamente sus botas militares. En sus ojos todavía quedaban restos del eyeliner del día anterior, se difuminaban en sus ojeras haciéndolas visibles. Hacía a sus ojos más penetrantes, hundidos, demenciales. Dennis se deshizo de sus ropas con la misma rapidez, se acercó a ella y la besó, mientras desabrochaba el vaquero que Hanne ya llevaba holgado.
—Debes matar a todos los que te vinculan a esta vida carnal. Sin nadie que te proteja y con la policía detrás por asesinato tendremos nuestra valentía.
Hablaba Él, ella le escuchaba mientras Dennis la tomaba. Entonces recordaba cada noche, cada embestida, cada beso, se asqueaba a sí misma. De algún modo ella —Nitika— todavía tenía control sobre su autoestima, pero lo quería. Quería estar ahí, quería ser dominada, quería sentirse sucia. Porque eso era un aliciente más a la lista. Una razón añadida para su propósito. Dennis era violento, pero eso le provocaba más lujuria, la golpeaba con su cuerpo haciendo sacudir cada curva femenina.
—¿Ves cómo nada es real? Todo parece automático, falso, actúan como si fueran mandados por algún ser omnipotente. Son dañados y no responden, pero tú sí y por eso tú eres real.
Él seguía, continuaba su charla, su evangelización, que añadía especias al éxtasis que Hanne sentía. La mayoría de las ropas de ambos estaban tiradas sobre la cama, los pantalones chinos de Dennis estaban bajo su brazo derecho. Él agarró el cinturón y se lo colocó en la garganta. Nuevas imágenes le vinieron a la mente, aquella sensación hereje del dolor siendo placer, de la muerte siendo nacimiento. Hacer del amor un intercambio monetario, una compra y una venta, algo inconexo, desvinculado. Pero ella se dejó llevar, apretando todavía con más fuerza el cinturón que la asfixiaba.
—Te usa, porque fue programado para eso. Te somete, ¿hasta cuándo?
Dennis soltó el cinturón, viendo que ella se quedaba sin aire. Hanne sonrió mientras suspiraba con fuerza y colocó el cinturón sobre Dennis de la misma forma. Este tan solo río, lo endureció en su cuello y prosiguió clavando su dureza en ella. Hanne apretaba, agarraba el cinturón con fuerza, lo atraía hasta su pecho, viendo como el rostro de su profesor se enrojecía. El orgasmo le llegaba, pero ella no soltaba. Unos aspavientos la avisaron del miedo que comenzaba a sentir su víctima, pero Él agarraba con ella, con lo cual Dennis no pudo luchar para liberarse. Su respiración paró con la pequeña muerte, con la semilla en las aguas profundas de Hanne, cerrando los ojos para siempre.
4
Ante el descubrimiento de la desaparición de Tess y Kelsie la policía investigó el caso, la universidad se llenó de hombres armados que no descuidaban ni una esquina. Registraron dormitorios y lugares de ocio colindantes al recinto, para encontrar nada. Entrevistaron a los alumnos, pero Hanne no tenía miedo, pues no había dejado cuerpos: sin cuerpo no hay delito.
Amity la había parado en la biblioteca, mientras esta buscaba libros de anatomía, tema que distaba mucho de lo que la protagonista estudiaba. Amity era una compañera suya de clase, algo regordeta, solitaria, todavía no se había enterado de la desaparición de las muchachas, sabía que algo ocurría pero no se atrevía a decir por qué y sus numerosas tardes frente a la pantalla del ordenador hacían el resto. Marcharon al aula de estudio, dónde podían hablar ampliamente de todo lo que quisieran. Amity charlaba de banalidades, que si el anime, que si videojuegos, que el curso esto y lo otro, para empezar a entablar una conversación con Hanne. Esta respondía con monosílabos, le caía bien pero de algún modo no permitía que el sentimiento fuera más allá. Se interesaba demasiado por Hanne, como si quisiera conocerla al detalle; pero está siempre rechazaba contar algo demasiado íntimo, tan solo las mismas banalidades que ella profesaba en aquellas conversaciones de besugo. ¿Debería? Le preguntó a Él.
—La liberación está cerca. Ella está interesada en tu historia.
Hanne dudó, no confiaba en ella, apenas le había contado como lucía la superficie de sus vesanias, pero finalmente comenzó. Primero con pequeños retazos de su verdad, como veía el mundo. Amity respondía con amabilidad, realmente volcada en la conversación, quería saber más, compartían ideas. Luego, percatándose del brillo tan sincero en sus ojos, relató como estaba siempre acompañada. Era un buen comienzo, pues nadie podía entender lo que se sentía al tenerle a Él al lado. Amity asintió, lo comprendía perfectamente. Admitió tener poderes especiales, como los de ella, decía. Podía ver a fantasmas, pero no siempre que deseaba. Desde que vio a Hanne entrar por la puerta de clase el primer día del primer año supo que ellas eran similares, muy parecidas. La protagonista dudo, veía en sus palabras una obsesión insana, un intento de conectar con ella, pero las experiencias que le contó fueron suficientes como para convencerla. Había sufrido también una infancia tormentosa en lugares de acogida. ¿Sus padres? Un padre muerto y una madre encarcelada. La historia era horrible, pero Amity la pronunciaba casi con una sonrisa. La sonrisa de una persona que había superado mil fuegos.
Amity había sido compañera de Hanne, habían hecho juntas muchos trabajos ya que compartían todas las asignaturas, cosa que no ocurría con Tessa y Kelsie. Hanne jamás le había tenido mucho aprecio, pero algo se estaba gestando, y Él insistía.
—¿Ves las sombras?
—Sí... ¿por? —preguntó Amity.
—Son curiosas, puedes jugar con ellas y su percepción. Si cambio de perspectiva y me muevo mi sombra tendrá tales grados, si me alejo demasiado de la luz cambiará.
—No son las cosas que te suelen interesar —sonrió ella.
—Todo se ve distinto gracias a él. Es como si al alejarse de la luz la figura perdiera forma, ¿sabes? Un cuerpo humano se aleja de la luz, cada vez está más en las sombras que produce la habitación, su cuerpo carnoso pasa a ser una figura matemática: un rectángulo, cilindros, hexágono por cabeza. Contra más se aleja más indefinido es, hasta que solo es una esfera danzante.
—¿Y cómo lo haces?
—Pregúntaselo, está deseándolo.
—Sí, ¿quieres verlo tú también?
—Sí, pero... me da algo de miedo.
—Tranquila, no te dolerá.
Se acercó el espíritu a Amity, ella notó un escalofrío en la espalda. Tenía el permiso de la huésped. El ente se introdujo en su cuerpo de una sacudida e hizo que los ojos de la muchacha se perdieran en sus cuencas. El rostro de Amity cambió mientras era poseída y sorprendentemente era muy parecida a Hanne, solo que con todavía rasgos de la joven en su rostro, en sus facciones, con su cabello rubio apagado. Amity miró a su alrededor, ahora veía a las sombras tal y como las explicaba ella. Se asomó por la puerta y vio a las esferas, rectángulos, figuras geométricas y cuadrados andar como si fueran humanos, la luz los dotaba de humanidad, de carne, la oscuridad los simplificaba. Sonrió a su compañera. —Ahora continuaremos su obra. Le sientes, ¿verdad?
Amity volvió en sí mientras vibraba, sus ojos cansados parecían caerse del agotamiento de la experiencia. Estaba estupefacta, porque había visto, sentido, Él era real, como la vida misma, salvo por un pequeño detalle: que aquella vida no era real. Cubos, rombos y esferas andando en un mundo más matemático que carnal.
—Me habla.
—Pues haremos lo que te diga.
Los ojos de Amity miraban a todas partes, buscando la voz que salía de su cabeza.
—Esta noche hay una fiesta cerca de la facultad, deberíamos acercarnos antes de que aparezcan los primeros estudiantes —sonreía ella, en aquella sonrisa se veía la maldad de Él.
5
En una nave industrial abandonada, a unas manzanas del campus. Las persianas estaban decoradas con grafitis, llenaban las paredes y le daban color a aquella gris fábrica. La puerta estaba abierta, para que los primeros pudieran entrar sin impedimentos. Amity fue la que dio el primer paso, siendo guiada por las palabras del ente. La cabina del DJ estaba preparada, el bar, algunos asientos, una alfombra, los bafles.
—Dice que debemos toquitear estos cables... no sé nada de esto, ¿y tú?
—Él nos ayudará.
—Saboteemos los cables del DJ, conectaremos el mecanismo anti-incendios. Cuando fumen, que seguro fuma la gente, se encenderán.
—Y prenderán fuego al cable, ¿es eso?
—Sí, algo así, me dice. Que nos depara una sorpresa, me dice.
—¡Vamos a ello! Que no tardarán en llegar.
Amity actuaba un poco infantil, como Hanne, que en el fondo todavía seguía anclada en su infancia. De algún modo estaba congelada, no podía avanzar hacia delante ni hacia atrás. Amity, por qué ahora, se preguntaba. Él les guío a los sitios indicados, recorriendo algunos pasillos de la nave, hasta que la trampa quedó sellada. Marcharon por la misma puerta de entrada, corriendo hasta el campus, esperarían al espectáculo.
En la azotea de la residencia se sentaron, sobre el borde del edificio. Hanne caminaba sobre él como si fuera por la cuerda floja, a veces se tambaleaba, Amity temía, pero ella rompía a reír. No tenía gracia, respondía Amity, y volvía a caer en aquella broma. La noche profunda había caído, la medianoche llegó, todavía seguían allí contemplando las estrellas. Él estaba tras ellas, esperando tan ansioso como las muchachas.
—¿Siempre supiste que yo era rara? —preguntó Hanne.
—Sí, por eso me gustabas. Como amiga... porque yo también soy un poco así.
—Nunca te veo con nadie más de la facultad.
—Ya... no hago muchas amigas, la verdad. Pero tú eres guapa, eso ayuda.
—Sí, aunque no como te piensas.
Amity, además de rellena era poco agraciada, de cara rechoncha pero sonrisa adorable. No sufría acoso, pero era olvidada, ignorada, evadida por completo. En las clases solo Hanne se sentaba junto a ella, ni a Tess ni a Kelsie le caían bien. Era amable, excéntrica, algo friki, como decía Hanne. Pero eso soportaba su presencia, podía ser un poquito más de ella misma junto a Amity, más bien podía olvidarse de fingir, podía hablar sin preocuparse de qué diría, porque ella jamás la miraría con rostro acusador. Jamás diría nada. Aunque ocultara toda su faceta sobrenatural, su rostro infernal, no habían hecho falta las palabras. Y este semblante suyo era un espejo con su verdadera apariencia, de chica normal, deprimida pero corriente. Una estudiante reservada, algo irascible, impredecible. Amity se apoyó sobre ella, algo cansada por la espera. Se tumbaron sobre el suelo de la azotea, continuaron charlando, hasta que una humareda llenó el cielo estrellado.
—¡Mira! ¡¿No es eso fuego?! —dijo Amity.
—¡No jodas! ¿Cómo se ha propagado tan rápido?
—El agua solo debía causar un pequeño accidente... un pequeño fuego, se fundirían los fusibles... poco más, ¿no? ¡Pero mira esas llamas, llegan hasta el techo!
—No era agua, ¡era gasolina! ¿Él puso gasolina? ¡Madre mía vaya cabrón!
—¿Puso gasolina? ¡¿Cómo?! ¿En los aspersores esos anti-incendios?
—¡Claro! No te olvides que lidiamos con un demonio, ¡increíble! ¡¿No es hermoso?!
Hanne reía, seguramente todos habían muerto, al día siguiente los periódicos hablarían de esta desgracia. Saldrían en las noticias estudiantes colocando ramos de flores y velas frente a la fábrica. Y alguien pagaría por aquel accidente, no sería ella, quizá los propietarios que abandonaron el emplazamiento, quizá el ayuntamiento por no tapiar la puerta. Pero, ¿ella? Jamás podrían demostrarlo. El júbilo que sentía, el poder, se le subía a la cabeza como una droga. Amity la abrazó envenenada con aquella misma alegría. Hanne estaba poseída por aquella energía, la energía que produce una muerte, la sangre derramada. Hanne besó a Amity, su lengua húmeda se juntó con la suya. Se sentía fuera de sí, totalmente descontrolada, infectada.
—Celebrémoslo, en su honor. Fóllame —dijo Hanne.
Amity se sonrojó, vaciló durante unos segundos, pero estaba ebria por la misma esencia que ella. Su rubor era como el del alcohol. Desnudas en la azotea, la noche parecía eterna. Y Él miraba deleitoso, saboreaba, pues la mejor combinación es la de la sangre con el sudor de la lascivia. Él se relamía, mientras ellas juntaban sus bocas, sus cuerpos, se abocaban y fluían con la otra. Antes de que el amanecer surgiera Él desposeyó a Amity, que quedó algo mareada, por la experiencia, por el deseo, por el asesinato cometido, por la luna que desaparecía. Hanne se acercó por detrás, la abrazó fuertemente, agarrando sus prominentes pechos, casi dudando de lo que iba a hacer. La empujó. Cayó de un sexto piso, Hanne vio su cuerpo desperdigado en el suelo. Como una obra de arte.
—Ni siquiera he tenido que decírtelo. Ya estás preparada, lo estamos.
—Hagámoslo, no creo que la policía tarde en descubrir que soy yo, no sé, he visto mucho CSI.
—¿No te sientes culpable por haberla matado?
—No, ella me perdonará. Lo ha hecho.
6
Bajó del autobús, estaba a dos pasos de su casa. Le había costado tomar la decisión, más bien le había costado aceptarla, porque sabía que era su única opción a estas alturas. Les odiaba, con toda su alma, pero ahí podría obrar su final. Su madre le abrazó cuando cruzó la puerta, entusiasmada, con un delantal sobre su vestido blanco. Se escuchaba el fútbol en la televisión, su padre estaba sentado cerveza en mano frente a la caja tonta. La saludó con la mano, ella hizo el mismo gesto. Su camiseta a cuadros tan típica le puso enferma, en el primer vistazo.
La cena estaba acompañada de charla insustancial, la que Hanne tanto odiaba. ¿Cómo te va en clase? ¿Tienes amigos? ¿Y novio? ¿Eres buena chica? Su madre quería que fuera una buena cristiana, una buena señorita, ¡estudiar! Eso le había parecido casi una blasfemia, pero Hanne le había convencido. Una buena esposa es una esposa letrada. El pavo era repartido por su padre, sus dos hermanos mayores no estaban.
—Pues Evans se ha casado, no viniste a la boda —dijo su madre.
—No me invitó, ni me lo ha dicho, primera noticia que tengo.
—¡Algo le harías! —gritó su padre.
—Bueno y... ¿sabes? Jamie ya ha acabado la carrera de abogacía, le han contratado en un bufete.
—¡Sí! —Continuó su padre— Viejos amigos míos, no dudaron en ayudarle. Muy majos, se curtirá, que sepa lo que es trabajar de verdad.
—Bien por él.
—¡Vamos Hanne! —contestó su madre nerviosa, se notaba que no tenían nada de lo que hablar— Cuéntanos algo de ti, qué has hecho, como te ha ido... ¿que estabas estudiando lengua no?
—Sí, filología inglesa.
—Paparruchas... como siempre.
—Querido, por favor...
Hanne no le miraba a los ojos, no por miedo, sino por el simple hecho de que le repugnaba. Su madre se pasó toda la cena tratando de evitar el silencio incomodo que había entre los tres, pero no pudo evitarlo para siempre, nunca pudo evitar nada. Hanne se fue a acostar pronto, pero dormir no era su pretensión principal. Aquella noche Hanne se quitó la vida con la pistola de su padre, aquel que la había atormentado desde su más tierna infancia.
¿Por qué no me lleve a mis padres conmigo? Porque quiero dejarles en aquel mundo que detesto, en la cárcel del panóptico, que sufran la carga de mi muerte durante el infinito, hasta que el Ouroboros dejara de morderse la cola.
7
El funeral se preparó en su propia casa, todos sus amigos fueron invitados. El negro reinaba la celebración, los llantos se oían desde la calle, donde un coche de policía aparcó y marchó a dar sus condolencias a la familia, que sollozaban como su se hubiera muerto un mártir. El policía apartó a los padres de la muchedumbre cuando todo hubo acabado, los desconocidos fueron desapareciendo y los más allegados charlaban entre ellos, rememorando lo buena que había sido Hanne. La buena de Hanne, la querida de Hanne.
—Señores Kranz, siento mucho que haya tenido que ser hoy nuestra visita. Les avisamos de que no salieran del estado, a poder ser, pero siento mucho su pérdida, a pesar de lo que les voy a decir —dijo el oficial.
—No tema —El padre habló—, díganos las cosas claras, no tememos a la verdad.
—Su hija es, bueno, era... sospechosa de algunos altercados en la universidad.
—¿Ha ocurrido algo agente? —preguntó la Madre.
—Por lo que se ve hubo un intento de incendio en una nave industrial cerca del campus, encontramos huellas de su hija, que ya estaba en nuestra lista por consumo de drogas... no sé si esto lo sabían.
Los sollozos, ahora más fuertes, de la madre eran una clara respuesta negativa.
—Ya hubo problemas con ella en el pasado, esa misma semana Hanne fue visitada por un oficial de nuestro cuerpo y un psiquiatra.
—¡No nos dijo nada! —La madre lloraba.
—Parece que el psiquiatra tiene un diagnóstico, que quizá les alivia el dolor, quizá les alivia saber que esto no fue intencionado, que no se quitó la vida por voluntad propia. Que ella estaba enferma y la enfermedad le estaba consumiendo.
—¿Enferma? ¿Qué dice usted?
—Hanne sufría esquizofrenia paranoide, hablamos con sus dos amigas Theressa y Kelsie, ¿las conocen?
—A Theressa sí, ¡claro! ¡Ay, Tessa! —suspiraba la madre.
—Una compañera de clase nos dijo que veía cosas, que creía tener poderes. Sus dos amigas lo confirmaron, parecía tener algún tipo de fantasía con un demonio, un ser que la ayudaba en sus "matanzas", las cuales nunca ocurrieron. Theressa y Kelsie nos confesaron que Hanne las ignoraba tras un suceso "paranoide" que ocurrió unos días antes de su suicidio. Hanne creía haberlas matado y las ignoraba, ambas creían que era un juego pero resulta que ¡realmente no las veía! El psiquiatra estaba totalmente anonadado, pues además cada vez que volvía a ver a Hanne olvidaba que le había conocido. Sin duda una tragedia...
—¡¿Y cómo va esto a aliviarnos?! ¡Sabía que no tendría que haberla dejado marchar! ¡Universidad! ¡Ja! —gritó el padre.
—Su hija estaba muy enferma, como quién no se cura un catarro. El caso de su hija queda cerrado, todo esto será ocultado, no saldrá nada a la luz señores Kranz.
—¡Maldita sea! Era tan joven, un bebé todavía... como ella no nos dijo nada de esto —El padre perdía el control.
—Gracias agente por sus palabras, gracias por ser tan honesto, no hubiéramos podido dormir sin saber que le pasó a nuestra hijita, que se le pasó por la cabeza aquella noche. ¡Al menos ahora sé que era su enfermedad lo que la movía! ¡Ay, Hanne, si yo hubiera hecho las cosas de manera distinta!
—Señora, por muchos esfuerzos obrados quizá hubiera acabado en este mismo final. Detectar la esquizofrenia es difícil, aceptar ayuda todavía más. Que Dios la tenga en su gloria. Buenas tardes.
—Buenas tardes, agente. Que Dios la acepte en su seno divino. ¡Señor, perdona a nuestra hija! —dijo la madre.
Las tres amigas de la fallecida se acercaron a los padres, querían despedirse para volver a la residencia. Tess portaba un vestido negro con encaje, Kelsie uno de terciopelo, Amity solo unos pantalones con camisa azul marino, desentonando como siempre, desesperada entre sollozos, sin comprender absolutamente nada.
—¡Cómo íbamos a saber que terminaría así! —dijo Tess.
—¡No nos veía! ¿Sabe lo que es eso? —lloraba Kelsie.
—¡Oh, pequeñas! No os sintáis mal, Hanne está en un sitio mejor ahora.
Lloraba con ellas, pero era Amity la que más lágrimas derramaba. Estaba desesperada, asustada, como si la parca la tuviera marcada como siguiente en su lista. Temblaba, y la madre, sintiendo en sus carnes su sufrimiento, aun sin conocerla y llena de empatía, la abrazó y la resguardó bajo su regazo. Amity, con un hilo de voz que oscilaba, se dirigió a ella.
—Señora Kranz, su hija era muy amiga mía, fui la última persona de la facultad en verla. Yo... su hija era especial, nos entendíamos, yo quería ayudarla. Aquella mañana me desperté en la azotea sola, ya había marchado a verles. Quizá si yo...
—¡No querida! No digas más... ¡no sigas! ¡La enfermedad es la culpable! Hanne ahora es libre de ella, ¡regocijémonos por ello!
—Ella solo quería que el mundo la comprendiera, pero quizá este no era su mundo. Sí, ahora está en un sitio mejor, mucho mejor —terminó Amity.
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