El Cuadro Descompensado


No había nada más allá de ese marco, el pasillo delimitaba mi realidad. El comedor era, a mis ojos de niña, una enorme mancha mostaza en una camisa blanca. Aquellos tonos anticuados, los granates como tomate pasado, en medio la mesa redonda, predilecta en todas las cenas. Las comidas las hacíamos en el jardín trasero, cuya puerta estaba en el comedor, justo a la derecha nada más entrabas.

Me encantaba sentarme frente a aquellos umbrales divididos, como dos mundos colindantes que jamás se tocan. La oscuridad y la luz, aunque fuera mostaza, la muerte y la vida. Por alguna razón aquel pasillo era tan tenebroso como la noche, no le penetraba halo de luz alguno y permanecía como una constante, un universo que podías visitar dando un paso, si tenías agallas de atravesar la nube negra.

El contraste era tan fuerte que de algún modo me atraía y por eso jugaba frente a ellos, cuadro de mi infancia. El comedor brillante, de tonos antiguos y caducados. El pasillo oscuro, como si su negrura pudiera lograr alcanzarme con sus tentáculos. A veces podía pasarme una tarde mirándolo, lo llamaba el cuadro descompensado porque era más fácil que explicar el sentimiento. Siempre era más fácil así.

Mamá me creía adorable, que me fijaba en unas cosas tan curiosas... Y yo sé que quería decir banales. Papá, en cambio, parecía preocupado por mi fijación hacia aquella estampa, decía que no era normal en una cría y siempre que estaba él debía separar la vista. Que los niños temen a la oscuridad, no la hallan atractiva. Y mamá asentía, en un intento de no levantar asperezas.

Una noche me levanté tras un corto sueño. Solía dormir a las 10 de la noche, puntual sobre la cama con un cuento en la sabana. Mi padre lo leía en voz alta y en breves caían mis ojos en un sueño profundo que me transportaba a la siguiente mañana. Pero no esa noche, esa noche algo desveló mi tranquilidad onírica. Pasaban de las tres y tenía ganas de beber agua. La boca se me había antojado seca como si hubiera echado una larga y tediosa siesta en una calurosa tarde de agosto. Me levanté para ir a la cocina y atravesé el descansillo, bebí un par de vasos, pero al volver hacia el pasillo me quedé petrificada, no podía dar un paso.

Algo había mutado en mi corta visita a la cocina. No sabía explicarlo, pero aquella oscuridad era distinta: ya no estaba vacía. La densidad de aquel abismo me impedía ver, vislumbrar, pero intuía con mis sentidos de niña y la inquietud superó mis piernas. Caí sentada frente a los umbrales y me quedé mirando más intensamente que nunca. Parecía que cada mota oscura se movía, como si fueran nubes, podía ver serpenteantes figuras, puntos cambiar de posiciones. Cuando me perdía en mis elucubraciones y volvía en mi misma todo había cambiado de nuevo, como si aquel cuadro descompensado fuera de otro artista y los mostaza del comedor eran dorados o más plata a la luz de la luna, la oscuridad más azul y ligera, después más verde y peligrosa, luego roja y llamativa, con sus negras miasmas danzantes cambiando de lugar como los planetas en el firmamento. Un cosquilleo entre terror y excitación que ya no asustaba. Unos pasos se asomaron por el pasillo, una mano atravesó la capa oscura.

—Vamos hija, vamos a dormir. Coge mi mano.

Y así fue como me desgarro de mi piel y mi cuerpo, como me derrumbé ante un abismo infinito, un caer eterno que jamás termina, donde mil espectros se lamentan haber nacido. Y en aquel más allá, o más acá, yo estoy atrapada entre las paredes de un pasillo.

Entonces, cada vez que echo la vista atrás, cada vez que me alejo de este limbo, no puedo evitar recordar las palabras de mi padre, cálidas y preocupadas: ¿No te he dicho que no mires fijamente a la oscuridad? Algún día te perderás en ella de tanto observarla.

Sus avisos fueron en vano, pues siempre tuve al enemigo en casa. Todavía puedo verle mirar nuestra antigua casa y saber que en aquel corredor abandonó algo.

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