Prólogo
La luz tenúe sobre los muebles negros, como una gota de sangre coagulada. Miya se sentaba frente al tocador, se preparaba para el siguiente turno. La oscuridad de su alcoba invadía las nervaduras de su alma, palpitantes, venenosas, forzándole a una amargura que pasa desapercibida, como la bondad en la casa bermeja. En su habitación no había espejos, se maquillaba a ojo, de tantas repeticiones y copias. No le gustaba verse en aquella superficie que reflejaba una versión de ella que no reconocía, una mujer engalanada y segura, dispuesta a mostrar su valentía y sus piernas, más en su interior una niña corría descalza por el barro, la lluvía caía por sus mejillas, llenaba su vestido blanco, se ensuciaba con la tristeza. Detestaba descubrir aquella contradición salvaje, inherente en ella, como la colcha azul que destaba entre sangre y negros, colores de infierno y soledad.
En cada habitáculo había una como ella, queriendo salir para gustar a un público que era exigente y que se degradaba tanto como ellas. Los vientos del tiempo cesaban dentro de las cuatro paredes de la casa bermeja, su incienso era un alcohol que embriagaba las consciencias hasta borrarlas, olvidar quién eres, a dónde vas, solo centrarse en un qué deseas. Tras Miya un biombo rojo con marcos de madera, parecía una ventana al mundo que se esconde bajo la tierra. Allí las personas, embriagadas, sin alma, sin moral, sin más felicidad que la copa y una dama, perdían la vida. Compraban la vida a otras. La sombra de Miya seguía proyectándose en el biombo, mientras se delineaba la raya del ojo, con aquellas cuencas vacías, su alterego se movía en el biombo esperando a ser despertada. Pero nunca ocurría. Hacía años que se había rendido, decidiendo ocultar en lo más profundo de sus mares a aquella niña auténtica. Aquella Miya que sí era, que no se cubría de velos ni transparencias.
Sin ventanas, prefería sentir que era una cárcel, que jamás sería rescatada. Por voluntad propia, como si quisiera encontrar tesoros en las basuras kármicas, en los corazones podridos de los hombres, que se deshacen con cualquier tentación o diablo con olor a rosas. Miya se fijaba en una mano delicada de pianista, en ojos de artista o sonrisa benevolente. Cualquier pequeño detalle era suficiente para lograr pasar los días, para enamorarse de desconocidos tratando de aferrarse a la vida de afuera, sin saber que era capaz de terminar su condena. Más ¿quería? La niña de su interior gritaba, nuevamente sus padres avanzando por la carretera de grava, su hermana subida al carro, menos ella. Corre, corre más deprisa.
Las paredes negras,
con aquella luz que se reflejaba en el rojo y simplemente en él,
delineaba sus ojos con el pincel negro, sus mejillas rosadas, el blanco
de su rostro, los labios. Y aun así, pintada, vestida, hermosa, se
sentía menos deslumbrante que su pared roja. Ella no era gama de colores, era escala de grises, tonos
desaturados. Y en los pasillos de la casa bermeja eran parcas de vigilantes, que permitían la entrada de unos hombres u otros según su dinero, señoritas con tridentes y cadenas en los brazos, extremidades cansadas, ojos deliciosos pero muecas atroces, que esconden los secretos de un abandono. Carcasas bailando en los altares. Vasijas, eso eran, jarrones preciados por los que un hombre de negocios pagaba para decorar una esquina y dejarlo olvidado para siempre. No un ser, no una persona, no una respiración en un cuerpo de carne, sino otro sello más de poder.
Aun en movimiento, se sentía a la espera, de algún acontecimiento que cambiara el paradigma de aquella que era su acción dramática, que cortara la tragedia en dos para destripar la novela. Siempre aquella diatriba que acallaba sus pensamientos de huida, la niña silenciada, llorando en el charco en las puertas de la aldea marítima. El mar, siempre en su memoria, como otro naufrago a la deriva sin isla ni país que lo acogiera. Aquella impaciencia era más intensa en las mañanas, donde el sol no sale apenas y tampoco entra por su ventana cubierta, porque sus ojos negros hace mucho que no ven las estrellas. Se ha acostumbrado a vivir en la penumbra.
Salió al pasillo, que contraste aquel dorado en luces, como se imaginaba ella la entrada de cualquier cielo paradisíaco. Era un engaño deliberado para que las presas olvidaran que estaban siendo enviadas al acuario. La celda de agua, dónde cualquiera podía mirarle, aporrear el cristal, sin hablar, ni oler, ni decir nada. Solo expresiones y bailes. Los focos eran cegadores, estaban colocados perfectamente frente a ellas, el acuario se iluminaba como una lámpara de lava, pero los ojos de las sirenas no podían mirar fijamente a sus compradores. A veces un retazo de un hombro, una sonrisa, un brazo, nunca el conjunto entero. Caminó por el suelo de rombos, las paredes pulidas en el áureo, intercaladas por imágenes de olivos y cerezos, pinturas al óleo casi griegas y ella se sentía en una tragedia de aquellas. Destino imparable, voluntad inútil que no sabe hacer nada salvo atraer su castigo, bendición si los dioses la aman. Más eso nunca, solo lo inevitable. El hastío, la falsa calma, la inercia. En balde.
La lámpara de araña del techo quedó sobre su coronilla, atrapada en la red de aquella desgracia, infierno en la tierra. El ascensor ya estaba subiendo, se dirigía a un estrato inferior de la escala, los acuarios siempre en la última planta. El ascensor se abrió, las paredes rojas la engulleron. Apretó el botón del sótano. Su desfigurado rostro, deformado por aquella niña extraviada y su yo de transparencias, casi como un suspiro sobre la piel, reflejado en aquella placa dorada de botones. Desvió la mirada, nada de rostros, no las lágrimas de esa niña que todavía llama a su padre, que detesta a su madre, que se escha la culpa. Que camina las calles de la aldea siendo un olor podrido, los que la evitan eran vecinos amables, ahora desconocidos. Ella un problema. Y la puerta del ascensor se abrió.
Volvió a su estado natural, mares de sombras, olas que esconden pesares en sus profundidades. Comenzaba el ritual de verborrea, piropos, silbidos y mareas de libido que suben hasta ahogarla, pero debe seguir con su danza como Shiva hubiera seguido hasta la destrucción, hipnótica su pierna que se levanta y así cree que, más que con sus manos, controla a las masas que la observan en el suelo ajedrezado, en sus sillones repletos de bebidas alcohólicas. Los acuarios están todos llenos, las sirenas todavía no se ahogan en ellos, hacen ver que son malavaristas sobre una cuerda. Ellas, viendo como caen los billetes a su cesta, deben hacer lo correcto a aquel ángel de misericordia, un néctar más dulce que el whisky el tequila. Se desnudan, solo escamas de seda.
Miya hace lo mismo, saca el sujetador que le oprime la respiración. Libertad, la niña de su interior se siente más tranquila, porque en las aguas puede flotar como si estuviera en el espacio y el arrancarse la ropa la calma. Como cuando se quitó las ropas mojadas tras la tragedia, el abandono se le quedó atorado en la garganta mucho tiempo y hace tiempo que Miya no habla. Solo con la mirada. Y mira a su ángel que le tira billetes, silbá él con sus ojos, ella no hace nada en principio. Ni con su rostro ni con sus pieles, tantas que tenía, porque sabía ocultar muy bien los aullidos de la conciencia. Pero entonces se unen sus miradas, sus labios no sonríen como los labios de otros, tiemblan. En una mueca dubitativa, casi sufrida, impaciente y conmovida. Miya se queda prendada de la honestidad de sus labios, el resto de su cuerpo proclama indiferencia. Sus ojos apagados no le dicen nada, pero esa boca es un libro abierto.
La danza continua, esta vez con un cariz distinto. Ya no es ante un desconocido despreciable, está ante un alma con la que se reencuentra y quiere conocer cada pedazo. Él está como ella, hechizado. Era la pantalla de agua, el cristal de purpurina, como una lámpara de lava dejando caer al cielo su perfume rosa y morado, sus brillos como pequeños diamantes. Se escurrían por aquella ventana al paraíso, donde estaba ella, al otro lado como una Alicia, en sus cabellos negros como cascadas bailando al son de su cuerpo, tan silencioso. Unos movimientos que eran susurro. Y así los dos se hablaban, ella con su cuerpo, él con sus labios.
Sus brazos cubriendo el rostro mientras las montañas de agua estaban abajo y se deslizaban por su cuello, por sus pechos endulzados. Las olas del acuario eran como nata sobre aquel pastel, Miya aprovechaba cada volante para cambiar sus comisuras del temblor a una sonrisa leve. Al otro lado, en el universo paralelo, jamás llegarían a tocarse. Podían disfrutarse con los ojos y los sentidos todo el tiempo que quisieran. Música lenta, agua de fuego, purpurina, luces tenues. Él y ella observándose, ella que ya le conocía, él que empezaba a conocerla.
El visitante portaba un traje impecable, vaso de agua en mano, tratando de abrir un portal con aquel brebaje, un viaje a la psique de Miya, a sus sueños y deseos. Encontrarse en aquel mundo de nubes más allá de aquel infierno, de la prisón, de la casa bermeja, lo que había fuera no le interesaba. A ella, tampoco, la libertad ya no estaba en el exterior, sino en aquella persona al otro lado del cristal del acuario. Educado, sin verbos obscenos, sin gestos vejando. Bailando entre silencios un tango, queriendo amarse más cerca. El hombre levantó su muñeca, la hora de su reloj. Seguidamente se levantó, abandonó unos billetes más en aquella cesta y la niña de Miya volvió a sentirse perdida. Como en aquella tormenta.
Volvió cada día de la semana. Siempre a la misma hora, cuando entra la noche, hasta las tres de la mañana. A veces hasta las cuatro, rara vez a las cinco. Ese número no era el preferido de su visitante, detestaba que se la pasaran los minutos ante ella, hubiera querido parar ese reloj y la realidad entera, pero las cinco. Salía corriendo. Las cuatro, la miraba con desesperanza. Y las tres, con una agonía terrible en sus cuencas se arrimaba al acuario para acariciarla a través de la capa indestructible. Su propina era siempre cuantiosa. Siempre ella, ninguna otra. Tampoco pedía una sala para estar a solas, no eran las camas, prefería su mundo conocido de agua. Y muchos quisieron comprarla, pero él igualaba los precios, los superaba, para salvar a su sirena de los marineros nefastos, de los brazos de la locura.
Solo para que nadie la escogiera empezó a pagarle horas sin visitarla. No quería que nadie descubriera lo que él había visto. La dejaba en el océano ante un vacío en la silla. Sus compañeras salían de los acuarios y nunca volvían, eran intercambiadas por otras sirenas, los marineros de traje se saciaban con ellas, el tesoro de sus piernas. ¿Y ella? Estaba entre la libertad y un infierno todavía peor que la desidia. Pero ¿era mejor no sentir nada o sentir aunque fuera dolor? Quizá Miya si era masoquista, las envidiaba por salir de la casa bermeja, prisión eterna de las almas que se aman poco o nada. Le gustaba que él la vigilara, quería que la custodiara de cerca, con sus brazos, con sus besos, con aquellos labios tan verdaderos que nunca se equivocaban en un gesto. ¿Libertad? No, no era aquella, aunque ya nadie la poseía, él tampoco. Solo un cuerpo en renta.
El infierno prisionero mutaba, lo único estático era él, su sirena quería ser otra belleza comprada. Más no por cualquiera. Él creía que la rescataba, no pedía nada a cambio, ni un beso. Ella deseaba aclamarle, decirle que pidiera una cama, una semana, un mes, una vida, pero el agua no le permitía profesar sonido alguno. Solo burbujas. Tradición sus ojos, religión su baile, fe su sonrisa. Ya no había rojos, cobrizos o escarlata, no eran oros, solo grises. Miya ya no veía color por ninguna parte. Él, su ángel de la guarda, disipó incluso los rojos sangre. Al menos, si sangraba, sentía algo. Y sus labios, amor recíproco, reservada para la sirena, le mantenían a flote. No por mucho tiempo.
Aquella mañana se maquilló a desgana. Hubiera deseado tener un espejo, ansiaba levantarse e ir al dormitorio de alguna compañera para pedir mirarse por primera vez en su vida. Estaba lista para verse desnuda, para rascar por debajo de la piel y ser aquella niña desamparada, sin familia y sin futuro, pero con un presente de algo más que agua, pécera, hombres de barro y calma. Era la calma lo que más la fastidiaba, como un mar embrabecido que murió de cansancio, una pereza eterna que lleva a la desidia y de ahí a una muerte prematura. Una muerte voluntaria.
Bajo a su pecera, misma rituna de siempre. Al llegar, se sorprendió al ver un sobre en la silla. Un vigilante de sirenas lo abrió, Miya quería leerlo desde el azul de su agua. Lo que leyó el guardia le dejó sin respiración, tanto que dejó de respirar de verdad. Miya golpeó el cristal con desesperación, agarrándose el cuello, sus ojos se cerraron. Golpes, un puño contra la barrera de su mundo onírico y el verdadero, hasta que se rompió. Cristales en el suelo y la purpura esparciéndose. La garganta ya no estaba atorada. Escupió el agua que llevaba dentro, cada emoción en aquel suelo negro. El azul del agua y su purpurina mezclado con los dolores del pasado.
—Ya no perteneces a este mundo. Te vas de la casa bermeja, Miya.
El vigilante no lo decía con alegría ni con sorna. Se aferró al sillón de su desconocido. Comenzó a llorar. Aquello era lo que tanto esperó, la libertad deseada. Una niña a la que le secaban las lágrimas, era un hombre mayor, casi anciano, pero con unos labios de verdad. Su rostro arrugado le daba miedo, sus ojos casi blancos del gris que poseían parecían de un demonio que solo sabía azotar. Sus labios, aquellos le dijeron bondad. Y le agarró de la mano, así la niña perdida quedó salvada. Ya le traían una toalla, sería trasladada para siempre. Para no volver nunca. Una extraña añoranza le vino de repente, como si la torre de su protección se destruyera. Ahora, una vida nueva. Entre lágrimas, volvió a leer el párrafo de la carta, el que más le sorprendió escuchar. Una niña feliz, una Miya que moría, su velo transparente, aquella sombra que era. No más contradicción. Nunca más esos labios honestos, ya no tendría la oportunidad de engañarla, de ser deshonesto, solo su ángel de la misericordia.
"Don _______ ha fallecido. Es usted la heredera".
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