Al otro lado de la ventana había una habitación, frente a mí como un espejo donde todo está invertido. Las persianas siempre estaban subidas, por alguna razón el dueño del piso no permutaba aquella esencia. Había un ritual, cada mañana se levantaba cuando ya había salido el sol para abrir la puerta de aquella habitación, que no usaba para nada. Era más bien un trastero, se apilaban un montón de sábanas sobre un sofá cama, que siempre era sofá, y que tenía unos excelentes colores muy al estilo los 80, también podía vislumbrar un escritorio lleno de CDs y un gran armario junto a una silla de ordenador, intuyo que antiguamente fue de oficina pues tenía un cuero cobrizo, ahora desgastado. El desorden compensaba el orden metódico de mi estudio, desde dónde podía ver el piso del vecino, sentía que se desperdiciaba un poderoso espacio, que aquella chatarra podría tirarse. Al otro lado de la puerta se veía nada más que un pilar, parte de una estantería blanca llena de libros y un zapatero. La luz entraba el pasillo únicamente desde aquella ventana, pues la otra, que estaba a su izquierda, permanecía cerrada y con la persiana bajada. Eran como el yin y el yang.
Por las noches cerraba la puerta y todo quedaba a oscuras, yo me preguntaba porque aquella dichosa manía, que tenía de especial abrir la puerta de aquella habitación como si el pasillo fuera una planta qué necesita la luz del sol para la fotosíntesis y, al terminar el día, cerrarla temiendo que perdiera la mágica función diurna que tenía la habitación, también trastero. Tomaba el café en mi estudio y creaba yo solo teorías las cuales podían explicar aquel extraño comportamiento. No podía permitir, de algún modo, que la habitación permaneciera como trastero, era una mancha en el edificio, con la dichosa vehemencia. La habitación era una constante, nada cambiaba solo quizá una sábana más de menos. No solía pillarle entrando en ella, simplemente observaba el cambio, pero el inquilino parecía también un fantasma, pues jamás lo había visto, ni siquiera en las reuniones y tampoco bajando por el ascensor. Un silencio, un vacío. Una mañana en concreto recuerdo levantarme, era un día lluvioso y la luz todavía no había salido a las nueve, sin embargo el vecino de enfrente había abierto aun así la puerta. Pero algo en su interior había cambiado.
Primero fue simplemente el armario, al despertar había cambiado de color y un caoba barniz quitó el puesto al amarillo. Mismo grosor, misma altura, incluso se veía aquella puerta entreabierta que ya no se podía cerrar, por los años de maluso. Todo igual, salvo el color. No lo había podido pintar, antes de acostarme había mirado por la ventana y seguía de la misma tonalidad, su hubiera sido oscuro me habría dado cuenta pues habría parecido negro en la luz de la noche. Tampoco consideré que se hubiera levantado a las tantas de la mañana, mientras dormía, para barnizarlo y gastarme una broma. Pero era un detalle tan banal que no le di importancia, porque podría haber cualquier explicación corriente y era mejor dejar correr un poco la magia. El oscuro, sin duda, era peor que el amarillo. Al menos antes había una luz en la mañana que llenaba la habitación, pero ahora todo era engullido por las grandes dimensiones del armario. Era tan grande que su oscuridad cobriza lo llenaba todo, como una bestia sangrante en un campo de maíz. Cada vez que dirigía mi mirada, sentía una punzada en el estómago.
Me acosté algo preocupado, sentía la pesadez del armario en la pared de mi habitación sin ventana, solo es un cambio, nada más. Pero a la siguiente mañana vi que el sofá ya no estaba, sino que en cambio había una tumbona de playa en la cual había colocado las sábanas y enseres. Una nueva decoración, pensé, ya era hora. Bebía mi café mientras admiraba aquella renovación, ahora el armario tenía más espacio, pues la tumbona apenas se veía, se equilibraba un poco más el cuadro. Aquel sofá anticuado no hacía bien a nadie, pero ya mi mente solitaria empezó a imaginarse que quizá había alquilado la habitación a alguien y la estaba remodelando, porque era la explicación más lógica. Cuando se enteren los vecinos tendrán seguro algo que decir, y mi cotilla interior agarró con fuerza mi café mientras me cerraba el batín a la luz del sol tímido de las mañanas. Como vieja del visillo asomaba mi rostro a la ventana, mirada indignada, querer volver al trabajo, portátil, teclas y escribe, pero nada. El vecino y sus muebles cambiaformas. Era como ver un cuadro inclinado, deseas moverlo a toda costa.
A la tercera mañana me levanté de nuevo temprano, la habitación aún estaba cerrada. Eran ya las diez, algo extraño en él aquella ruptura ritualística. Mientras me preparaba el café y unas tostadas el vecino abrió la puerta, mala pata pensé, haber perdido la oportunidad de conocerle por fin al origen de mis malsueños y quejas diarias. Tan solo unos minutos, quizá segundos de diferencia entre el ir y venir. Una lástima. Casi se me cae la taza al suelo del asombro en aquel instante, cuando mis ojos atravesaron el patio interior y llegaron hasta su ventana. El pilar que había dividido el marco en dos había también desaparecido, en su lugar no había más que un cuadro y a sus extremos absolutamente nada, ni estantería ni libros ni zapatos, solo la pared amarilla. Las razones se me diluían, porque yo estaba seguro de mis memorias, pero por un momento pensé haber perdido mi lucidez, seguramente recuerdes mal, seguramente no te habías fijado, una ilusión óptica, la casa del vecino está lejos para la vista. Pero no, mi mente metódica lo sabía, que la demencia se arrimaba a la mirilla de mi puerta. Di vueltas por la casa tratando de apartar mis pensamientos del vecino y su habitación maldita, bebiendo otra taza de café entre nervios. Me fijé en el cuadro cuando el estremecimiento menguó un poco, en la calma de mi lógica. La pintura mostraba a un hombre con una taza de café en la mano, observando la lluvia a través de la ventana, mirando fijamente al espectador con ojos inculpadores. Un terrible espasmo subió por mis extremidades hasta el último cabello de mi cabeza. Cerré las cortinas, bajé ligeramente la persiana. Nunca más volví a observar voluntariamente la casa del vecino. Y, sin previo aviso, yo, el cazador cazado.
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