El ángel de la Anunciación


El bosque era tan espeso que apenas se podía ver el exterior una vez penetrabas en él, era como una muralla inquebrantable, un portal hacia otro mundo separado por los pinos y arbustos, estos eran tan frondosos como la hierba que crecía de manera desigual en el deslinde del bosque, un círculo divisorio que evitaba pensarlo como mágico. Allí dentro la luz atravesaba ligeramente los árboles, lo suficiente para no quedarte completamente a oscuras, aunque pronto anochecería y yo no tenía miedo precisamente de aquel siniestro peligro, sino de la soledad temeraria.

Las ramas me agarran con sus brazos al pasar, y caigo en una brecha tan antigua que me recuerda que los pasos no se pueden borrar. Es una hipnosis eterna que domina mis ojos, que ya no ven más allá de su horizonte de expectativas. Y si no fuera por ellas, por esos pinos enormes, caería al suelo y me engulliría la tierra, pues mis piernas ya no responden y están llenas del barro que me conforma. Acarician mis mejillas, aquello me da ánimos, y por eso sigo hacia el centro del bosque, con la mirada perdida, cuencas obsesivas en un objetivo distante, y me pierdo más en mi laberinto que en el interior de la frondosidad verde. Porque conozco más las plantas, las rosas, las bayas venenosas, que los escondites de mis vísceras malditas.

¿Qué busco? Escurrirme en otro tiempo, en realidad quizá si quiero perderme, no me importa. No llevo nada que pueda localizarme, ni siquiera la documentación se supone necesaria, soy un abandonado en una isla desierta. Me pruebo sumiso frente a esta voluntad masoquista que quiere flagelar mi alma, escupiendo cada pedazo enquistado de aquella espalda magullada.

Mi mente se desdobla, porque escucho voces distintas, y cada una habla por si misma, quiere algo solo para ella. Corre, vuelve, muere, pero nunca se deciden, no hay síntesis ninguna. Y las ramas agarran mis voces como si fueran entidades solas, crucificándolas en sus troncos para que vea la sangre que emana. Y así sea más realista el dolor que olvidé que representaban.

El sol se esconde, se escabulle y me abandona, pero me sonríe mientras vuelve a su lecho hasta la mañana, donde Venus verá su propia caída. Sabe que debo hacerlo y yo ya no temo, aunque tiemblen mis piernas, pero es de caminar hacia aquel corazón derrumbado, el centro del bosque, donde no hay árboles, sino uno solo, y la explanada está vacía de incluso hierba. Hoy hay luna llena, y es una simple casualidad que se une a mi desgracia. Cuando cruzo el umbral de su corazón el bosque respira y me acerco a aquel manzano que nunca ha muerto, que siempre reina en aquel sitio inmaculado, dónde nadie ha mirado, nadie ha visto, y si lo han hecho todos han perecido en sus raíces internas.

El viaje no ha terminado, acaba de comenzar. Me siento frente a él, árbol y mortal, mirándole fijamente. El frío comienza a azotar mis huesos, una hoguera antigua sigue allí esperando a ser encendida, el encendedor que sabiamente me he traído me ayuda rápidamente en la tarea. El fuego, que se aleja del árbol por seguridad, supera la copa, que todavía no desborda. En aquella noche, el rojo es casi azul, o quizá son los ojos de mi alma que están cansados de caminatas y voces extrañas.

El conflicto de mi piel se extiende frente a ambos compañeros, fuego y manzano, me desato en confianza, y una luz aparece tras de mí, la veo reflejada en el suelo que es casi negro. Se disuelve el escepticismo y un ángel agarra mi hombro, nuestras miradas se juntan, un aura de bienestar invade mi mente, cada extremidad de mi cuerpo se eleva, y siento que puedo volar. Ya no toco el suelo, pero es algo más que aquello, es un amor indescriptible, nuestros ojos no se separan, me toca por dentro y solo roza mi hombro izquierdo. Y todo se desdibuja, ya no sé si es el árbol el que está en llamas azules o si es el fuego el que me dio las manzanas.

El ángel me sujeta frente a aquel abismo que me he creado, y el bosque se hace cada vez más pequeño, se crean caminos que antes no existían, y la luna se deshace en el firmamento. El corazón del bosque infértil se llena de flores y rocío, quizá soy yo el que llora. Pero, ¿me sigue sujetando? ¿Lo hará eternamente? Y me sonríe, como si supiera mis cuestiones sin verbo, dándome un beso, callando mis fuegos, pero sé que no estoy en el cielo.

Y las aguas se abren con sus labios sobre los míos. Será un río del bosque que se ha desbordado, porque siento que quiero correr pero mis piernas son arrastradas por aquella fuerza imparable del agua, que nunca se puede dominar por las tierras ni vientos. El ángel camina por las sendas, quiero seguirle pero me pesan las piernas, camino despacio, y es aquel trono de oro, de luces, es estrella reverberada por todo el bosque y cada árbol es un espejo, y mi alma ya no es noche, ya no hay luna llena. Despierto como un Venus sin desgracias, libero este fuego que estaba tan oculto en aquel corazón del bosque y el árbol de manzanas, allí, ya no hace falta.

El camino me lleva hacia las afueras, la luz del ángel se marcha, quizá es que ya ha cruzado la puerta, el umbral que separa las dos mitades de mis fuerzas. Los árboles se apartan, ya no me acarician ni me retrasan, y el agua se va quebrando, desaparece de mis pies, el barro es pesado pero puedo soportar aquella carga. Y cuando cruzo la linde del bosque mis pulmones gritan, están listos para saltar un acantilado, ya no hay luces divinas, pero siempre agradeceré a mi ángel de la anunciación, que me trajo las buenas nuevas que necesitaba, una voz clara en una oscuridad intensa.

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