El Demonio Liberado



Nadie nunca reconoce esa sensación, y si lo hacen la ignoran, me mienten, porque se invoca tan fácil… solo hablar de ello, pensarlo y vuelve hacia ti de nuevo como las olas. Prefiero un abismo vacío que esa oscuridad llena, porque lo que te inquieta no es la penumbra, sino saber lo que se esconde en las sombras. Y no lo ves, pero lo sientes, es una punzada limpia. Basta con girarte y te atrapó con la mirada. Los que presumen de lógica sonríen como si la demencia fuera pura ignorancia, es la sugestión primitiva, y sin embargo todos temblamos cuando se apagan las luces y un ruido nos quiebra el descanso. Para mí esa oscuridad está llena de algo, lo que me inquieta es no saber ese algo qué es. Que aquel manto negro es su hogar y se mueven mejor en esos planos, pienso que si les dejo una gota de luz estaré a salvo, como una muralla de plomo entre dos mundos.



Es ver algo moverse y sentir esos ojos, como flechas. Es la misma sensación que estar en la misma habitación con un desconocido ensangrentado que blande un cuchillo. Por muchos suspiros que respiraras no dormirías tranquilo. Y sin embargo lo haces, dejando que te dominen entre sueños, porque no existen los demonios más allá de nuestra cabeza. Prefiero un hombre blandiendo un cuchillo. Al menos sé qué es, le veo, pero en ese desconocido no puedo averiguar nada. Y ese es mi mayor miedo.

Y aunque parezca mentira, nos atrae, ese miedo, esa adrenalina, la oscuridad maldita. El dolor y el odio. Por eso los vampiros hipnotizan, por eso son atractivos, son la metáfora perfecta de aquel umbral que confundimos. Y te acercas, paso a paso, sin darte cuenta, porque inyectan en ti esa droga, con los súcubos que paralizan tu cuerpo en los amaneceres. Al final solo te queda preguntarte: ¿merece la pena este miedo al ocaso o dejarás que tus instintos te saquen los cuernos?

Estábamos en la mesa debatiendo y todos contradecían mi postura, podían creer en esto o aquello, pero parecían menospreciar la presencia del peligro en la penumbra. Solo callé y seguí comiendo, escuchando las palabras vacías. Era queso a la boloñesa, el vino parecía sangre en la copa de Toni, en el centro el plato principal, carne picada con verduras. Daba pequeños bocados, mis oídos se desentendían pero un inconsciente escuchaba.

—Hay gente que ve cosas, pero todos son enfermos mentales. Mira la esquizofrenia.

—Yo creo que es ese terror cristiano al diablo tan inculcado, desde pequeños nos dicen a qué debemos temerle.

Las voces comenzaban a mezclarse con una música interna, ya no eran voces humanas, eran susurros guturales en mi mente. Podía entender vagamente lo que decían, pero expresaban mejores verdades en aquellos sonidos internos indescifrables. Y miraba el vino, tan rojo en la copa, se movía ante mis ojos como una marea de sangre. Mis amigos comiendo y sus manos llenas de salsa boloñesa, mis tenedores parados en las manos, cayendo al plato y el estruendo fue como el rugido de una bestia.

—Deberíamos reconciliarnos con esa parte interior nuestra, todos somos animales.

Los platos ya no presentaban queso y boloñesa, era carne oscura que sangraba, rebosaba el plato en pedazos que parecían humanos, en su centro, líder y reina, unos intestinos laberínticos que me señalaban. Y todo me daba vueltas, la puerta tras de mí, todavía abierta, la oscuridad del pasillo de par en par a mi espalda, susurrando a mi nuca. Voces del viento, crujidos en mi estómago que me hicieron levantarme. Y un amigo acercándose que no pude escuchar en aquel adiós, cuando la mano del peligro se posó en mi hombro y mis sentidos murieron en aquella alarma que se rompía.

Sus ojos están quebradizos, no son más que rojo como sus manos que han aplastado las bolas de queso, y se las mira como si hubiera matado a alguien. Sus amigos le preguntan qué pasa, pero son palabras perdidas, agarra la mesa, el mantel se mancha, estruja en sus manos el cuchillo y un grito ahogado da paso a la cena que vuelve a salir de su boca. La puerta se cierra de un golpe y los comensales se asustan, porque algo ha entrado en el comedor.

El vino cae y cuando lo hace todo se llena de bermejo, pero no es solo una copa, sino un rio de sangre que va creciendo hasta caer al suelo. Él se sube a la mesa, preso de un instinto profundo, y entre gritos salvajes comienza a atacar a los que le rodean. El cuchillo cae sobre una tráquea, abriéndola de par en par. Dos ojos son arrancados, los colores tierra del salón se manchan de uno solo: el rojo. Corren, pero no tienen a donde ir, la puerta esta atrancada, la ventana se abre, pero es un cuarto piso. Chillan de horror, los vecinos ya escuchan.

Sus ojos lloran, pero no es de tristeza, es el abismo del vino el que cae por sus cuencas. Y sus manos solo encuentran la carne, que es desgarrada, ya casi no le hace falta ni el cuchillo, muerde los brazos y las piernas, todo queda manchado. De los armarios salen disparados los objetos, se rompen las puertas de las estanterías y las persianas. Y el ríe, entre voces o gritos de otro mundo, que de un grave surgen de su garganta, mezclado con el seseo de los susurros.

La escena es monocromática. Juega con los jugos gástricos de su último amigo y víctima, su cuerpo no lo soporta. Vomita el último resquicio humano que le queda. En el suelo es negro, se diluye en el río de muerte. El grito final, entre desesperación y alegría, el instinto puro que surge de las marismas antiguas. El instinto que purga. El cuchillo había caído al agua, pero lo recoge y lo inca en su estómago, de él saca los intestinos que tanto detesta, los corta mientras forman parte de su ser, se desangra, pero cada gota que cae es un odio que se respira.

Sonríe, ríe. La puerta se vuelve a abrir, la sangre sigue su curso por el pasillo, pero la oscuridad ya no le importa. Ya no está allí, ni en ningún lado, salvo al otro lado de sus ojos avellana.

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