—Me voy —dijo su padre. Él todavía no se había percatado de que estaba debajo de la mesa del comedor. Pero pronto miró hacia su dirección. Alex había movido ligeramente el mantel y eso le había delatado. Su padre fijó sus ojos en él y volvió a Mariana, su madre.
—Haz lo que te plazca —Mariana tomó una calada de su cigarrillo, estaba sentada con las piernas y brazos cruzados. Su mano tembló cuando se alejó de sus labios. Tenía arrugas en el rostro—. Pero me jode que no tengas las santas pelotas de poner la valentía suficiente en esta relación.
—No es precisamente lo que me esperaba y no quiero seguir pataleando a un muerto —Héctor miró a la puerta. Se acarició el mentón con una barba de tres días. Agachó la cabeza y se volvió a Mariana. Alex comenzaba a tener los ojos aguados, se aferraba a la pata de la mesa—. Es lo mejor para todos, así que no pongas más difícil la despedida. Tendrás noticias mías pronto.
—¡Es muy fácil para ti! ¡No eres tú el que se queda en esta casa! —Se levantó de la silla y la tiró al suelo. Dio otra calada. Se colocó un mechón suelto tras la oreja y viró un poco su mirada hacia el pasillo a su espalda. No tuvo agallas de mirar. Alex solo recordaba la noche que casi no despierta, cuando un señor de negro le llevó caminando por el pasillo—. Tú nunca arriesgas nada, por eso no pierdes.
Sonrió. Una sonrisa sardónica. Alex grabó aquel semblante en su memoria por el resto de sus días. En el marco del pasillo, una oscuridad familiar penetró en el salón.
—¿Qué… qué haces Héctor? —continuó Mariana, dio un paso hacia atrás, pero era demasiado tarde. El cigarro cayó al suelo.
Héctor acababa de rajarle el cuello a su madre. Alex comenzó a llorar, pero cerró su boca con las dos manos cuando vio los ojos rojos de su padre. En la sombra que se proyectaba en la pared unos cuernos de toro aparecían. Pero no estaban en su cabeza. Las lágrimas mojaron sus manos, al igual que la sangre decoró la moqueta verde. La mesa del salón se había roto bajo Mariana.
—Lo siento Mariana, pero si uno sale por esa puerta, el otro no puede vivir. Simplemente no puede —Héctor se agarró la sien. Se la apretó con fuerza. Mariana, en el suelo, respiraba con dificultad. Sus labios expulsaban sangre—. Él no nos deja.
Mariana intentó hablar, pero solo se ahogaba en su propio líquido bermejo. Su padre se fue, cogió la maleta que estaba junto a la puerta y la cerró. Alex pudo vislumbrar como, tras él, una sombra profunda le seguía, agarrado a su espalda como una pulga. Ya no tenía lágrimas, permaneció simplemente abrazado a la pata de la mesa de café. Los sofás negros de sus laterales comenzaron a derretirse. La imagen de su madre entre ríos rojos también se derretía.
—Tres, dos, uno… —chasqueó los dedos—. ¿Estás conmigo de nuevo, Alex?
—Sí. Sí, estoy aquí —estaba tumbado en un cheslón. Abrió los ojos y vio la luz de la tarde asomar entre las cortinas. La vivencia de aquel pasado se desdibujó hasta parecer un sueño.
—¿Quién era el que mataba a Mariana esta vez, Alex?
—Mi padre —dijo él. El psicólogo suspiró profundamente con exasperación. Anotó algo en su libreta.
—¿Quiénes habían en la habitación? — Miró a su paciente, estaba conmocionado, pero seco. Su corazón estaba seco.
—Mi mama Mariana, mi padre, Héctor, yo y… una sombra. Se colocaba tras la figura de mi padre —Alex se aferraba a la manta que lo cubría. El psicólogo volvió a anotar algo, se apretó la sien.
—Muy bien, Alex. Seguiremos la semana que viene.
Alex se levantó lentamente y marchó por la puerta. Su mirada estaba tan fría que podría haber estado muerto en ese mismo instante. Volvió a mirar su libreta, ya llevaban seis meses. Y nada. La lanzó al cheslón y sacó su whisky escocés del armario. Se lanzó en su sillón de oficina y descolgó el teléfono.
—Laura, ¿tengo alguien más? —bebió un trago. Estaba fuerte.
—Nadie hasta las doce y media —contestó una voz meliflua.
—Entra entonces, vamos a organizar unos archivos.
El psicólogo levantó sus pies y los puso sobre la mesa. El caso de Alex era complicado, pero interesante. El asesinato de su madre había creado una ruptura en su cerebro. Tan solo siete años, pobre niño. Laura entró rápidamente a la consulta, dobló la manta de los pacientes tranquilamente.
—¿Qué tal Alex? ¿Empieza a recordar algo? —Laura fue llamada por el dedo del psicólogo. Servicial se colocó a su lado. Asintió con una sonrisa.
—Sigue creyendo que fue su padre… no avanzamos. No tenemos nada —El psicólogo se bebió la copa de whisky de un trago. El alcohol se arrugó el rostro. Abrió los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Se pueden bloquear recuerdos de esa manera? —La secretaria le besó en la frente y comenzó a desabrocharse la camisa. No había lujuria en sus ojos, solo un formalismo pasional.
—Claro que sí, el problema es que Alex tenía siete años cuando su madre murió asesinada. No me explico cómo su mente ha hecho eso, como ha incluido a un muerto en sus vivencias —besó los pechos de la secretaria. Eran firmes, suaves. Se hundió en sus labios. Ella lo apartó y lo miró de frente.
—¿Cómo no puede acordarse de que su padre murió cuando tenía tres años?
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