El Diablo de la Misericordia



Las sábanas están torcidas, como las nubes de esta mañana, caen oblicuas al suelo como una manada de espadas. El aire del campo golpea con su perfume natural en mis fosas nasales nada más cruzo la puerta trasera. No se ve nada desde mi hogar, tan solo los campos labrados, el jardín con hortalizas, los manzanos y naranjos. Ya llega la primavera, se nota en los frutos rebosantes de brillo. Y esa misma mañana tengo un encargo especial. Un gato blanco moteado.

Entro en el interior del caserón, es algo antiguo pero lo mantengo limpio. El salón y la casa entera están manchados de tonalidades tierra mezclados con el ambar. Se siente la calidez de la chimenea aunque no esté encendida. Los sofás de estampados hace tiempo que están abandonados. La casa está desangelada desde hace meses, siento como si hubiera pasado años confinado en esa soledad. Aislado de todo lo que rodean los árboles, los bosques y las carreteras de tierra sin asfalto. Como si aquel lugar fuera una isla independiente, ajena al planeta tierra, suspendida en el universo. A veces creo que me acostumbro, pero un nuevo sentimiento crece en mi interior como una enredadera y rodea mi esqueleto. Ya forma parte de mí esa melancolía de mirar al cielo y recordar lo que dejé atrás, en el otro mundo. En el mundo de los vivos.

Voy al dormitorio, las sábanas están revueltas como cada mañana. Cada noche alguien se posa sobre mi pecho y las revuelve con sus manos puntiagudas, como si obrara una masacre. Sudo entre pesadillas insoportables, pero al abrir los ojos con el canto de los pájaros sobrevolando mi tejado no recuerdo nada. Incluso temo hacer la cama, creo que al tocarla algo de aquella maldición, de esa oscuridad onírica, se me pegará en la vigilia. Simplemente la dejo como está, en ese estado descuartizado. Como si fuera un cadáver sin sangre. La miro pensando que aquella mañana podría hacerla y terminar con todo, dejar de soñar con aquella realidad que no deseo mirar, que quiero borrar con todas mis ganas. Pero no puedo. Me faltan agallas.

Me gustaría, de verdad, hacerme amigo de ellos. De esos pequeños gatos que cazo bajo demanda. Me gustaría adoptarlos, cuidarlos, reconducirlos en la vida, curar sus heridas. Algunos gatos no tienen un ojo, tienen la panza descarnada o la cola cortada, una pata mordida por algún perro, todos vienen así. Desnutridos, abandonados, olvidados, como yo. Y sin embargo, tengo que hacer el trabajo para el que he nacido. Y cada persona que se presenta en mi villa me dice lo mismo: quiero un gato callejero, jovencito, que tenga el corazón prieto. Todos coinciden en esas palabras, discrepan siempre en el color. Y yo tengo que hacerlo, pues las sombras de mis clientes son exigentes y sé que ocurrirá si dejo de cumplir sus mandatos. A veces me entran ganas de cortar esta soga de mis tobillos, pero prefiero seguir mi sacrificio. Cortaré poco a poco parcelas de mi piel hasta que no queden sombras de clientes, hasta que nadie me pida cadáveres de gatos.

"Recuerda, lo quiero blanco, hay uno con manchas negras. Está por la zona del barranco. Lo quiero", dijo el cliente. Su sombra sonrió y se quebró el espacio de sus nebulosas negras.

"Entiendo.", dije yo. "¿Cuándo lo quieres? El trabajo rápido cuesta extra. Lo recogerás aquí".

"Me da igual cuanto tardes... pero si puede ser tenerlo en una semana..." el cliente se rascó la barba con destellos blancos, evitó mirarme a los ojos y desvió su mirada al cuenco de caramelos caoba. El ambiente de mi salón normalmente les atrapa hasta despejar sus miedos, se acomodan en el sofá o en la mecedora. Es un aura que te acoge y abraza, se esfuman tus pensamientos y solo escuchas el crepitar de la madera, presa del fuego, pero él no pudo. "Oye, me han dicho que usted es un profesional... no deja pistas. Infalible, pero necesito extrema cautela. Este gato es importante, no es un gato cualquiera. Viene de buena casa, se pierde de vez en cuando los fines de semana... así la vi. Dulce gatita. No quiero que nadie sepa...".

"Tranquilo. Nadie sabrá nada de usted. Ingresará el dinero en una cuenta francesa, desde allí lo enviarán a Holanda, y de allí a España. Todas son mis cuentas. No habrá manera de que sepan que su dinero llegó a mí. No habrá más contacto después de esta charla hasta el día de la recogida. Y después, hará como que no me conoce. Para siempre. Ya sabe.".

"Sí", siguió él. "Un pedido por vida".


Las tareas de la villa hoy tendrán que esperar. Debo recuperar tiempo. Llevo unos días siguiéndola, toca atraparla. Atrapar gatos me es demasiado fácil, confían en mí por alguna razón extraña. Siempre he pensado que tengo un don con los animales, pero todavía más con los gatos. Se acercan a mí, comen de mi mano, me permiten que les acaricie la barriga. Suelen darme pena cuando me cuentan sus historias, a través de su pelaje enmarañado, sucio de revolcarse en la calle, su historia de abandono y desamor, de dueños que no aman, de la búsqueda de una libertad asfixiante que mata. Y allí me identifico con ellos, en sus cuellos rasgados por garras, en sus patas negras, en sus ojos vidriosos. Salgo por la puerta vestido, decido ponerme una sudadera roja de Munich, un souvenir de Alemania. Unos pantalones vaqueros negros y unas botas negras. Por si llueve, suele llover cuando salgo de caza.

Entonces dejo mi caserón en medio de la nada, vuelvo al mundo de los vivos, la ciudad. El bullicio y la sociedad embriagada. El gentío me rodea, a veces me detectan como extraño, pero casi siempre paso desapercibido. Nadie sabe que ocurre en mi villa. Nadie sabe que cazo gatos. Voy directo al barranco, el río hace años que no lleva agua. La basura se acumula en su interior, con los hierbajos creciendo con plena libertad. Recorro el camino sin prisa, observando a los que pasean a sus perros aquella mañana.  Golpeo una lata al pasar por debajo de otro puente, la estación de tren está cerca. Sigo mi camino. Un maullido atrae mi atención. Allí, tras los matorrales verdes del sube y baja, una gatita blanca moteada asoma su hocico. A estas horas los gatos buenos deberían estar en casa, los niños en la escuela, los adultos trabajando, pero ella está fuera. Por eso, precisamente, puedo capturarlas. Porque nunca están donde deberían estar.

Siente curiosidad por mí, no sé si es mi sonrisa y mi habilidad por fingir esta careta que llaman rostro humano de misericordia. Otro maullido. Está desesperada por buscar el camino a casa, pero no a la casa con sus dueños, sino su propio hogar, su propia alma. ¿Por qué siempre encuentro corazones rotos? Me paralizo justo en el último momento, cuando ya puedo acariciarla y rodea mis piernas. ¿Debería hacerlo? Y la inercia se apodera de mis brazos. Ya es mía.



La cocina está llena de sangre. La encimera sostiene el cadáver putrefacto de un gato naranja de hace dos semanas, dentro de un tupper hay un corazón podrido en un mar de vísceras. Alguien lo podría confundir con ternera y carne picada. Mi albornoz transparente evita que se me manche la piel, bajo este no llevo nada. Me gusta sentir que las gotas cobrizas podrían teñirme, más todavía que esta sensación de violencia que destruye mi espíritu. Me acerco a la máquina de coser portátil que está sobre la mesa de la cocina, algo pequeña y anticuada. Los estantes son de madera verde, la pared blanca tiene una cenefa de frutas bailarinas. Allí, la piel del gato blanco moteado está cortada, cosida y preparada. La máquina de coser también está repleta de rojo. Ahora solo tengo que reconstruirla. Los órganos están en la nevera, dentro de tarros herméticos. Ahora tengo que volver a llenar su interior, de dentro hacia fuera, como un dios no tan mezquino como el que nos gobierna. Doy una segunda oportunidad a una pequeña. Las suelo llenar de serrín, hago que parezca que están rollizas, como si estuvieran vivas. Si les aprietas el vientre se siente blandito. A mis clientes les gusta. El esqueleto sirve para sostener la estructura. La cabeza está intacta con sus ojos y su lengua, lo vuelvo a coser a su piel y, poco a poco, le doy forma la muñeca que pronto cobrará vida. Cuando termino, le acaricio la cabecita. No ronronea, pero me lo imagino. La gatita está más hermosa que nunca.



Abro la nevera, en uno de los compartimentos hay agua. Hoy solo hay un gato ahogado. Algunos de mis clientes tienen peticiones extrañas, y a mí me gusta experimentar. Este todavía debe estar ahí otra semana más. Ya lleva cuatro. Cojo los botes con los órganos de la gatita y los meto en su caja. Una caja de embalaje cualquiera que me vino de Amazon, suelo pedir paquetes grandes para tener cajas de sobra. Cierro la caja con cinta de carrocero, dentro he puesto paja para que no se mueva la muñeca. Es perfecta, probablemente la mejor que he hecho este mes. Este pedido me ha tomado todo el día, pero lo he terminado antes de tiempo. Me gusta imaginar sus caras, aunque una vez que las ven me miran extraño, como si fuera un monstruo. ¿No eres tú, cliente, el que me ha pedido que la despedazara y te la preparara? No tengo que preocuparme sobre un segundo pedido, una vez se van no vuelven nunca.


Yo, sin embargo, seguiré coleccionando gatos. Siempre que ellos, mis espectros, sigan viniendo a mi puerta y mis sábanas estén descompuestas.

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