Casi Humano



Es verano. El sol golpea tu rostro a través de la ventana. Está ligeramente entreabierta, las cortinas ondean por el viento y esa brisa te devuelve un poco a la vida. Miras al horizonte, el brillo de la mañana te ciega. Cierras los ojos y vuelves a beber un poco de tu taza. Allí está lo que sueles beber cada mañana, lo que tomas cuando tienes una noche de insomnio. Una de tantas. Ya no recuerdas cuando fue la última vez que dormiste a pierna suelta o cuando fue aquel tiempo en el que no te dolía la espalda. Cuando no te dolía nada. Tus pensamientos eran limpios y sencillos, suaves como una caricia, no había nada que te mantuviera despierto salvo una pequeña histeria infantil, una emoción de jugar al día siguiente, de ver algún capítulo de tu serie favorita. Pero nada más, todo lo demás era muy fácil. ¿Y ahora, dónde quedó el ahora? Siempre piensas en lo que viene, en el futuro intangible.


Detestas estas mañanas, porque te dan cierta melancolía y no sabes por qué. Odias quedarte en el presente, debes pensar cada segundo en lo que podrás hacer. Cuando sea adulto, cuando sea mayor, cuando sea anciano y pueda descansar. Siempre en cuando, cuando, cuando... Pero nunca hablas en presente, nunca dices ahora, nunca dices hago. Es una manía, una costumbre legendaria. Una tradición del casi humano. Te lo preguntas desde que avanzaste a la vida adulta, por qué la gente vive con ese hastío, con esa costumbre de ir hacia delante sin preguntarse. Ha pasado tanto tiempo desde tus doce o siete años. Recuerdas ambos tiempos como un lugar de paz y comodidad. Pero la vida desde los veinte ha ido muy deprisa. Tan veloz que no te has dado cuenta del paso de los años. ¿Por qué somos casi humanos? ¿Por qué vivimos sin ganas, sin esencia? Esa gente que hace, que camina, pero no sabe por qué, ni hacia dónde, no sabe nada. Solo sabe que debe seguir porque una corriente, una brisa de verano, le empuja por la espalda.

¿Has estado haciendo eso todo este tiempo? No quieres asentir, pero tampoco mentirte. La taza está vacía pero sigues sujetándola. El calor ya no te asfixia, apenas lo notas. Aunque estás a treinta y cinco grados. Sientes que ese calor es el peor de las soledades, el peor de los inviernos. Afuera hay gentío y escuchas el sonido de la diversión lejana, pero no participas en ella. Los veranos han sido tu tiempo de reflexión, de hibernación. Mañanas sin nadie, noches sin nada. Días vacíos que solo sirven para pasar el rato. Para caminar hacia delante sin preguntar nada, sin cuestionarte, sin pararte a lucubrar sobre tu vida. Porque entonces volverías al presente, y no. Debes quedarte mirando el final del camino, la meta, aunque nunca llega. Porque vivir en el futuro tiene ese pequeño problema, que nunca alcanzas tu ambrosía.

Vas a la cocina y lavas la taza. Ya no te haces tostadas, pierdes el hambre durante el verano. Pero la sed insaciable te invade. Bebes un poco de agua. A veces te has planteado si eres una célula en un cuerpo abandonado, perteneciente a un órgano innecesario. Quizá una célula de un apéndice. El sol ya no te quema. Te fundes con la masa indefinida de tristezas de la gente, esa tragedia silenciosa que nadie pronuncia, pero que todos sufren. No tienes nada que hacer, no trabajas, no hay amigos que alivien esta sensación de descompresión. Decides vagabundear por la casa como si lo hicieras por tu mente, tienes que pasar el rato. El trastero de tu hogar es el sitio ideal para perderse en el pasado y pasar la mañana. Porque a veces necesitas un alivio de ese futuro incierto que te juzga. Una habitación apéndice, como tú, demasiado pequeña para contener un dormitorio, pero grande para un trastero común.

Cierras la puerta a tu paso, se multiplican los recuerdos. Hay cajas amontonadas, algunos muebles, como una mesa de madera y un par de sillas de mimbre, un sillón, tu ordenador antiguo, fotografías, cuadros con los cristales rotos. Las paredes son de un beige desgastado, el suelo es como el que hay en el resto de la casa. Ese suelo tradicional y típico. Te sientas en él y sacas una caja cualquiera, pero en su reverso hay escrito una palabra bien clara. "Juguetes". El polvo llena esta caja, comienzas a abrirla y descubres tu infancia en ella. Todo está ahí, como si no hubiera sido tocado por nadie. Como si fuera ayer la última vez que los usaste. Hay una gran variedad, ves algo que casi ni te acordabas de poseer. Sacas uno tras otro, recordando las horas que pasaste con ellos. Las horas de tranquilidad. Qué cómo era la vida con tus padres. Ser un niño que no se preocupa por nada, solo por divertirse. Pensar que ese futuro no era tan importante como el ahora, pero tener la seguridad de que serías como ellos. Una casa, una pareja, el casarte, tener hijos. Tú veías el futuro como un estudiar incesante, sin fin, que te llevaría años, pero nada más terminar te casarías, como tus padres. Te imaginabas una vida cómoda, como la que llevabas en la niñez, con más entretenimiento que sufrimiento, con más libertad. Eso ansiabas, la libertad de la adultez.

Pero jamás pensaste que esa libertad venía con condiciones. Que la seguridad de aquel mundo de algodones se iba a destruir para siempre. Y firmaste el contrato con el diablo, la sociedad te engulló y la malla de seguridad que eran tus padres se rompió, dejándote caer en el vacío infinito. Y aquí estás ahora, ¿elegiste bien? ¿Podríamos haber sido infantes para siempre? ¿Cuándo murió ese amor por el presente? Eras tan feliz. Echas de menos el seno del hogar, pero ahora ya no es lo mismo. No puedes ir a tus padres y decirles lo que sientes, porque el velo de la adultez se ha interpuesto entre vosotros. Las apariencias. Ya no podrás ir a decirles que tienes miedo, mucho miedo. No puedes llorarles, pedirles que te cuiden, que te protejan. Porque ya eres adulto. Hijo, te soltamos. Pero aquel terror a salir del cascaron es terrible, y no te atreves a sacar la última patita. ¿Recuerdas cuando deseabas con todas tus fuerzas salir de él y de un pisotón romper la cáscara?

Vas sacando cosas, tu infancia está muy revuelta. Deseas no recordar demasiado. Pasas a otra caja, esta está llena de libros. Libros de tu adolescencia, no recuerdas haberlos tenido. Tampoco sabes si leías mucho, pero ahí están, delante de ti. ¿Qué títulos tendrán esos libros? Parece que los lees y que hablen de lo que estás pasando ahora, una sensación amarga sube por tu garganta. Es la catarsis del alma. Pero laaguantas en la boca, tratando de no vomitar las emociones. Si tu infancia fue dura, tu adolescencia es innombrable. Es un desgarramiento, un cambio obligado de piel, tira a tira, centímetro a centímetro. "Las horas que nunca dejan de pasar", un libro con un fondo azul y una playa abandonada, un solo personaje mira el vaivén de las olas, pero parece que está a punto de volverse, girarse para ir a su casa. Dos gaviotas más allá del mar, muy diminutas, vuelan juntas. Sacas otro libro, "Las ovejas que no entendían el porqué de las vallas de la granja", sus ribetes rojos te sorprenden. El título tiene letras muy gruesas y llamativas. Una oveja mira una valla con ojos enfadados, casi sufre de ira, mientras sus compañeras no se atreven a saltarla. Miras la sinopsis, atrás, la oveja ha quitado una de esas vallas, pero las demás siguen señalando aquel hueco como su hubiera algo. Un espectro del viejo límite de la granja que está, nada más y nada menos, que en sus mentes. Un último libro, tu corazón palpita pero no sabes por qué, ese estómago revuelto que no te deja en paz. Pero no tienes hambre. "El pozo de los deseos que se secó". Un azul tierno, que pasa al marino y a la oscuridad absoluta, con un par de plumas bajo el título de letras delicadas y curvas.

No puedes más. Sales del trastero y vuelves al comedor. Enciendes la televisión, pero no la ves realmente. Aquel pasado ha sido demasiado real en tus pensamientos, lo recuerdas viviamente. A veces olvidas ciertas escenas, los detalles, pero cuando entras en ese trastero todo es muy vívido y real. No sabes qué hacer, todavía queda toda una tarde, el medio día, parte de la mañana que no has gastado. Quizá las tareas de la casa te entretienen, pero no vas a limpiar ese trastero, no por ahora. No tienes fuerzas. Quizá cuando termine el verano de tu alma.

Por eso te preguntas si eres humano, sientes que nunca llegas a serlo. Porque temes llegar a ese nivel de consciencia y ver en lo que te has convertido. Temes caminar por el presente y darte cuenta de que aquel castillo de naipes está destruido. Y por eso, tú, yo, nosotros, casi humanos, nunca despertamos.

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