Las calles estaban desiertas, solo le acompañaba la oscuridad de una noche de luna nueva. Ana se paseaba por las calles de Aldaia y no se extrañaba de aquella soledad. Eran las tres de la mañana y a esas horas, mucho antes de hecho, la gente escampaba hacia sus casas. La nocturnidad no acostumbraba a ser animada en aquel pequeño pueblo, donde podías sentirte caminar en una ciudad fantasma si caminabas antes del alba.
Acababa de salir de casa de su amiga Mariam, la charla del miércoles se había alargado más de lo normal. Entre Tartots y quejidos del futuro, dónde la vivienda es un tema central porque no se tiene, el gobierno no a porta nada a la estabilidad juvenil y el trabajo es un privilegio que pocos tienen. Tanto Mariam como Ana no trabajan, y en aquella conversación tan larga solo encontraron preocupaciones, desperdicios de una sociedad que no quiere mirar ya a los problemas y solo el quejarse aleja la añoranza de tiempos un poco mejores. Nunca perfectos, solo mejores.
Ana atraviesa la plaza, solo se escuchan sus pisadas bajo las farolas, ni siquiera pasan coches. Va pensando en sus cosas, el mañana le asfixia y el pasado tampoco ayuda. Antes de que se ponga a navegar en aguas ya visitadas, a lo lejos ve una figura negra moverse por el medio de la calzada. Extrañada, Ana agudiza la vista. Sí, es una figura negra, pero ¿por qué camina en medio de la carretera? No tiene sentido para ella, es miércoles y puede ser que sea un borracho. Sería raro, no imposible. Camina más rápido para acercarse a aquella sombra difuminada. Arrastra algo a su espalda, algo pesado y grande. No hace caso de semáforos en rojo, los ignora y continúa su viaje.
No sabe por qué, algo le inquieta de esa figura. Es su forma tranquila de caminar, a modo de procesión. Es que no sabe distinguir sus piernas de su cabeza, es una masa uniforme de negro. Es lo que arrastra, y sin darse cuenta ya no camina deprisa, sino que casi corre hacia él o ella, esperando una respuesta que calme el miedo que no sabe por qué siente. Ana queda petrificada en frente de la iglesia del pueblo, lugar que siente la protege de aquella persona, que duda que sea parte de su mundo, con una toga negra que le cubre los pies. Lo que lleva en su mano izquierda, lo que arrastra pesado como un ancla, es una guadaña. Está cruzando las encrucijadas de semáforos todavía y su altura dobla la de Ana en su metro sesenta.
Retrocede hasta toparse con la pared. Una corriente extraña que es un viento que se mete en sus entrañas, le congela la sangre. La figura se para, se gira y parece que mira a Ana. La mira fijamente. En aquel encuentro sin ojos ni sonrisa, Ana ve pasar toda su vida frente a ella. En su último estallido de voluntad, echa a correr evitando la calle por la que va la parca. Aunque da varios rodeos, no para. Corre y corre, huyendo de algo que no ha comprendido y que espera sea solo una pesadilla.
Cierra la puerta de su casa de un portazo. Echa la llave y el pestillo de la puerta acorazada. Hiperventila con fuerza. Ha subido las escaleras a una velocidad pasmosa que no sabía que podía alcanzar. Se le ha quitado hasta el hambre de la post-cena. Va a la cocina y se prepara una tila, es lo único que se le ocurre para calmar el temblor de sus manos. Sentada en el comedor da un sorbo tras otro tratando de encontrar una explicación razonable a lo que acaba de presenciar. "Una conmoción, estaré cansada", piensa una vez, "Será un graciosillo, seguro se está riendo en su casa. Una de esas bromas, como cuando había payasos asesinos en las calles... Vaya idiotas". Y sin embargo no obtiene la tranquilidad de estas conclusiones, algo no le encaja. Suspira. Se levanta dirigiéndose a la ventana, la calle está tranquila. ¿A dónde se dirigirá esa parca? ¿Va a algún hogar a sesgar el alma? ¿Y a dónde va el alma cuando se le corta del cuerpo como una zanahoria arrancada de la tierra?
Siempre se ha preguntado lo mismo, como todo el mundo. A dónde vamos cuando la carne se acaba, si nos pudrimos con ella o hay algo más que no vemos. Suspira de nuevo, ha sido como un mal sueño, aunque sabe perfectamente que estaba despierta. Con el paso de los minutos la visión de aquella guadaña brillante pierde su significado, el evento pasa a una realidad difusa, luego a calidad de sueño. Como si no hubiera pasado de verdad. Así lo prefiere. Da otro sorbo de la tila frente a la ventana. Mira hacia la torreta de la iglesia, donde la campana descansa. En la esquina de su ojo la luz de una farola tintinea. No puede evitar dirigir sus ojos a aquel movimiento inesperado. Allí, de nuevo, ve a la parca caminar por la calzada. Y Ana siente, alguna parte de sí misma sabe, que se dirige a su casa.
Entra en pánico, pero tampoco sabe qué hacer. La puerta está bien cerrada, podría ser abierta si acaso es la parca de verdad. Corre a la cocina a dejar la taza en el fregadero, siente ganas de fregarla. Como si eso importara en aquel momento. Ana agarra una vela blanca del cajón de su escritorio, la enciende en el pasillo y se queda custodiando la puerta. Quien la viera creería que se ha vuelto loca y no sería la primera vez que se lo confiesan. La soledad de los meses que la preceden definen una cuarentena más que infernal. Ya de antes no salía de casa, se quedaba allí, pensando sobre lo que nunca fue, lo que ha perdido en el camino como espadas que caen. Pensamientos que se pierden, ideas que mueren con la esperanza juvenil. La cera cae en su brazo, ni se inmuta. A veces parece que Ana hubiese estado dormida durante todo aquel 2020, como si fuera un umbral hacia un mañana que nunca le llega. Otra vez, la mano le tiembla. Se imagina a la Muerte subir por las escaleras, tan lenta, mirar su puerta, meter sus dedos cadavéricos por la cerradura y, mágicamente abrirla. Y justo, en aquel instante, la puerta cruje hasta ser abierta. Choca contra la pared contigua y a Ana se le cae la vela.
Las luces encendidas del pasillo, cocina y comedor se apagan. Lo último que percibe su retina es la sombra de la parca. Con el corazón en un puño sabe que ha llegado su hora. De cualquier manera lo lleva esperando mucho tiempo, quizá es la respuesta correcta. Cierra los ojos, no quiere ver ni siquiera en la penumbra lo que le sucede. Solo desea pasar al otro lado que le toque y ya está. Escucha los pasos acercarse. Unas lágrimas furtivas luchan por salir de sus ojos, tantos pasados machacados, atragantados, regurgitados en su estómago, tantos futuros que no se verán nunca. Una vida perdida, adiós para siempre. Y no llega, la parca no llega a su lado, oye sus pasos alejarse. Ana abre los ojos, su figura difusa entra en el comedor. Mira la pared, ¿qué estará observando? Ana recuerda que allí, junto a las puertas acristaladas del comedor, tiene un espejo de madera de pino. La parca acaricia su superficie reflectante y en un segundo lo atraviesa. Desaparece. La Muerte desparece por completo.
Las luces vuelven al hogar de Ana. Esta se derrite en el suelo con un alivio inmenso. Su corazón palpita, no se ha desmayado de milagro. "Mis pies no se movían, como en las películas. Casi me muero del susto", piensa Ana, que se decide entre llamar a la policía o a urgencias, porque el teléfono de un psiquiatra no lo tiene. Va hacia el espejo del comedor, nada al otro lado, como era de esperar. Lo observa durante largos minutos esperando que pase algo. "No, definitivamente no hay nada. ¿Qué va a haber? Mañana llamo al médico", se dice Ana, que se acerca al espejo de pino. Su reflejo la mira enfadada o quizá se lo está imaginando. Acaricia el espejo como antes hizo la parca. Cierra los ojos. "Deseo viajar al otro lado". Pero no, sigue allí intacta. Ana ríe su estupidez. Apaga la luz del comedor y se dirige al pasillo, va a dormir. No está cansada, nunca lo está, las horas se le hacen eternas bajo los párpados. Y se le ocurre, ¿por qué no entrar en el espejo a oscuras como hizo ella? Piensa ella, como si supiera quién es, como si la conociera.
Apaga las luces de la casa. A tientas se dirige al comedor de nuevo. Busca el espejo, el relieve del marco es inconfundible. Toca el cristal frío, quizá no pasa nada, nada cambia nunca sin la voluntad de alguien. La suya hace tiempo que está dormida, por eso a ella el insomnio la persigue. Pero Ana tropieza con algo bajo sus pies, no lo reconoce porque está a oscuras. Se estampa contra el espejo y no encuentra una superficie dura. Lo atraviesa y cae al otro lado, donde la luna si está en el cielo e ilumina la estancia como una bombilla.
—Te estaba esperando. Hola Ana, ¿quieres sentarte? Ponte cómoda. —Una voz femenina. Ana se gira, en el sofá una mujer desnuda cruza las piernas. Sorprendida no sabe qué hacer, pero finalmente se sienta lejos de ella. En el extremo más lejano del sofá en ele— No tengas miedo, que no voy a hacerte daño. Has venido tú a buscarme así que dime, ¿qué quieres?
—¿Y-yo? —Ana la mira. Es una mujer hermosa, de pelo negro, espectacular— ¿Dónde está la… Muerte?
—En todas partes —ríe ella—. ¿Te refieres a la parca que has visto cruzar tu pueblo? Soy yo, ¿acaso no me parezco?
—Pues no… —Ana siente que está loca de remate. Aquello no puede estar pasando de verdad. Debe ser un sueño.
—No, no es un sueño Ana. Es verdad —La mujer descruza las piernas, su postura se arrima a Ana—. No me parezco a aquella figura negra porque aquí proyecto mi imagen real, allí vosotros me proyectáis la imagen que consideráis de mí. Algo oscuro, maligno, peligros. —La chica se levanta y abre los brazos— Ahora dime, ¿soy peligrosa?
—No lo sé, puede. —Ana traga saliva. No se siente segura— Tiene toda la pinta de que sí.
—Mira Ana, vamos a hacer un trato —Se vuelve a sentar y cruza los brazos—. Yo te dejaré marchar sin represalias, porque atravesar el umbral supone no volver nunca atrás. ¿No has leído los mitos griegos? Pero a cambio, tienes que sesgar un alma para mí. Solo eso.
—Está bien, acepto
Ana teme más negarse y llevarle la contraria que hacer lo que le pide. La mujer le acompaña al pasillo, lo recorren hasta el final. Es como su casa, distinta pero su casa. Al final del pasillo sabe que está el dormitorio principal, el de matrimonio. No recuerda la última vez que allí durmió alguien, solo cuando era pequeña y sus padres dormían juntos. Ambas paran en frente del umbral del dormitorio, ella le pide que espere. Entra dentro, no está mucho rato allí. Ana escucha como abre cajones, armarios, finalmente vuelve al umbral con la guadaña.
—Bien, debes sesgar el alma de la persona que está dentro. Cuando termines, vuelve al espejo y da la vuelta a tu mundo. Y no vuelvas, nunca más. Te lo advierto —La parca sonríe, es preciosa, amable. Directa, aun así amable. Ana, insegura, sonríe también. Asiente. Hay algo en ella que le da una reminiscencia, no sabe a qué.
Ya en el dormitorio Ana ve la cama. Hay una persona dentro. No ve su rostro, solo es un cuerpo negro en aquellas sábanas bermejas. La figura enjuta parece cadavérica, tiene un aura negra que no le permite ver nada a Ana. Solo de estar cerca de esa persona Ana se cansa, se deprime, es como si le chupara la energía. Unos hilos negros salen de aquel aura oscura, son como bichillos que se adhieren a ella. "Parásitos", Ana pone cara de asco. Siente que esa persona sufre, tanto que no sale de la cama. Agarra con fuerza la guadaña, le da pena hacerlo. No quiere ser ella a la que le corten el alma. "¿Qué habrá llevado a esta persona a acabar así?", piensa Ana. La guadaña cae en el cuello de aquella persona que ya estaba muerta en vida. Cuando el filo se separa, un sonido de relámpagos surge de la negrura que la rodea. Toda la oscuridad, cada bichillo adherido, cada lágrima negra, huye rápidamente de la estancia. Una luz brillante acude a sus ojos. Una sensación de paz tan inmensa. La persona despierta, Ana puede ver su rostro por primera vez. La persona a la que acaba de liberar es ella. Ana ve su propio rostro hundido en la cama.
Corre hacia el pasillo asustada. La mujer o la parca ya no está. Va al comedor, tampoco la encuentra. Ana con nerviosismo atraviesa el espejo. Ya es de día. El terror recorre sus venas, "¿estoy muerta?". Sus piernas avanzan aprisa por el pasillo, debe ver que hay en ese dormitorio, si encontrará su cuerpo descompuesto y sin vida, si la parca le ha engañado, pero al llegar no ve nada. Solo una cama vacía, más una sensación diferente. De dolor liberado. Ana busca su móvil en su habitación, está a solo un par de pasos de aquel dormitorio de matrimonio. Los dedos se equivocan al buscar el número en su agenda. Finalmente atina, el marcador suena.
—¿Sí, dígame? —Una voz femenina.
—¡¿Mariam?! ¡Mariam! Dios mío, Mariam, que noche... ¿qué día es? ¿estoy viva? Porque yo ya no sé —dice Ana al borde de un ataque.
—¿Qué? ¿Qué dices Ana? Es jueves, uno de octubre. ¿Cómo que si estás viva? Yo te escucho bien viva. —No dice nada más. De fondo se escucha una cafetera— Son las nueve de la mañana, tú nunca madrugas, ¿te ha pasado algo?
—¿Tienes tiempo para hablar? ¿Puedo ir a verte? —dice Ana.
—Claro, tengo todo el tiempo del mundo. Nos íbamos a dar un paseo al campo, ¿te apetece?
Ana coge su mochila y marcha de su casa, que es más una prisión. La persona que estaba tumbada en la cama se levanta, no volverá jamás a aquel estado. Mientras Ana va a casa de Mariam para tener una nueva vida, una nueva actitud, una nueva Ana, alguien mira desde la ventana de su casa. Es la parca, la mujer del otro lado que le ayudó a sesgar su pasado. Está llorando frente al paisaje de aquel futuro que ya sí le llega.
—Hija mía, olvídanos y sigue caminando. —A su lado, un hombree la abraza. Saben que jamás les olvidará, han hecho lo correcto. Cortar el lazo que la unía al pasado y le estaba matando poco a poco. La mujer llora— Te quiero.
0 Comentarios