#Booktag Arcoiris - Relato

Hoy os traigo un #Booktag que convertido en un #WriteTag o reto de escritura. El tema es coger un libro de cada color (rojo, negro, verde, púrpura, azul, naranja, blanco, amarillo y rosa), ir a la página cuarenta de cada libro y leer la línea número 10. La primera frase de esa línea será añadida en el Booktag y también tendrás que usarla en orden para un relato o microrrelato.

¿Os parece buena idea?

Mi #Booktag

  • Flores en el ático - Rojo
  • Kafka en la orilla - Negro
  • 100 años de soledad - Verde
  • El Color Púrpura - Purpura
  • El Pájaro que da cuerda al mundo - Azul
  • Lolita - Naranja
  • La rebelión de Lucifer - Blanco
  • Papillon - Amarillo
  • Poemas de Amor - Rosa

Relato: Mi casa es fea



No podía dejarla, era mi muñeca más querida, la que me regaló papá. La agarré como un saco de patatas del coche, nuestro nuevo hogar nos esperaba.

Muy pesada para su tamaño me superaba en altura por dos cabezas. A mi padre le daban grima aquellos ojos brillantes fijos, enormes y que te seguían. Yo no podía vivir sin ella. Mi padre me gritó para que me apresurara, podía perderme de camino a la entrada de la casa. La mansión era enorme, el camino hasta el porche serpentreaba y unos jardines se separaban a los lados en un pequeño bosque de abetos y a la derecha un laberinto de rosales.

La antigua casa del ilusionista cirquense Lopolupu era un terreno que nadie quería. En la ciudad se rumoreaba que estaba embrujada por el mismo Lopolupu, otros comentaban que estaba llena de trampas, bromas pesadas t trampillas. Era un peligro, pero a mi me encantó sus vivos colores rojo y verde, el rosa chillón de la puerta. Mis padres abrieron la puerta, veinte cerrojos solo por la risa de tener un manojo lleno de llaves como un marques. Una vez dentro la mansión los acoge, los festeja con una estruendosa parranda de compañía y acordeón. Nada mas mis padres hacen crujir la puerta para abrirla vuelan las serpentinas, una banda motorizada a vapor toca una canción de bienvenida, pequeños juguetes de perritos, gatos y elefantes salen a desfilar por la alfombra roja del vestíbulo. 

Los años pasaron y la única que parecía acostumbrarse a la casa era yo. Me encantaba, solía esconderme en los pasillos secretos, daban al vestíbulo y al sótano, incluso la mansión tenía una biblioteca secreta que era mi salón de juegos. Sin embargo, al llegar a la adolescencia cambie de gustos. De pequeña jugaba con los trastos de Lopolupu como si fueran míos, deseaba unirme al circo para hacer un número de malabares. De mayor, o lo que yo consideraba ser mayor, me dediqué a salir, a mis amigas y a los chicos. La mansión estaba en las afueras de la ciudad, cogía mi bici y llegaba en un momento al centro. 

En ese momento la casa de Lopolupu dejó de gustarme, era demasiado colorida y estridente. No podía traer a mis amigas a casa porque era una vergüenza que descubrieran que vivía en una casa para críos. Me inventé que vivía muy, muy, pero que muy lejos, que mis padres no querían que nadie viniera porque teníamos una abuela extravagante que veía a los muertos. Eso las asustó un tiempo, más quisieron seguri viniendo. Era ya tal curiosidad que nada que les dijera les convencía. Así que me alejé de ellas.

A punto de cumplir la mayoría de edad, decidí dejar de juntarme con la gente. Tenía cursos y clases por la tarde de escritura, futbol y arte para llenar mis días, pero no dejaba que nadie entrara en mi corazón. Menos todavía en mi casa. Aún así los días se me hacían pesados, empecé a trabajar de niñera para las familias campestres de la zona. Solo funcionó unos meses. Luego me dio por contar postes y más tarde, por leer la biblia.

Mi padre estaba en la ducha, como las puertas de la mansión Lopolupu se cambiaban constantemente en el pasillo de la segunda planta en vez de ir a mi cuarto entré en el baño. Mientras se secaba el pelo con una toalla de baño me miró sorprendido y me pregunto: ¿Qué te pasa? ¿Por qué llevas esa cara? Nada de qué haces aquí ni qué quieres, qué me pasaba. La última vez que mi padre se preocupaba por mi estado físico o emocional yo tenía once años. Me quedé en silencio porque no supe qué decir y ahí me di cuenta. No solo me alejé de mis amigas, sino de todo el mundo. Mi padre, que ya estaba vestido, se quitó la toalla del cuello y vino hacía mí. "¿Quieres hablar? Nunca quieres o no tienes tiempo, ¿en qué dedicas tus horas, hija?", me dijo.

Sí, puede ser que mi padre se hubiera preocupado más de una vez y yo no me diera cuenta. Comencé a llorar y le abracé. Me llevó a la biblioteca secreta, no solía entrar demasiado porque no tenía nada que hacer allí. Ya no era mi santuario, era algo que me recordaba a la infancia, más sencilla. "¿Por qué ya no sales? ¿Ha pasado algo con tus amigas?" me preguntó. Le dije que no, que todo estaba bien, aunque quisiera decirle la verdad algo en mi interior me lo impedía. "¿Y por qué no vienes nunca aquí? Te encantaba este sitio, jugar con las chorradas del cirquense, inventar obras de teatro con los títeres, rebuscar entre los pasadizos de la mansión..." mi padre me miró entristecido. Me sentí morir de odio y hastío. Era una mezcla extraña, algo se me atoraba en la garganta y sentía que aquello era culpa mía, aquello y todo. El hastío se destilaba por mis venas como una depresión lenta, venenosa y silenciosa. Aguanté las lágrimas.

"Ya no soy una niña", le respondí.

"No hace falta ser una niña para divertirse con juguetes. O para hacer lo que quieras" me sonrió. "He visto que nunca invitas a nadie a casa, ¿te avergüenzas?" rió al ver que agachaba la cabeza. Él lo había dicho, no yo. Yo jamás sería capaz de confesarlo. El me acarició la barbilla y me subió la cabeza. "No tienes que avergonzarte de quién eres", nos abrazamos. Eran unas palabras que necesitaba.

Al día siguiente, después de todo lo llorado, me sentí una persona nueva. Llamé a mis amigas y se lo expliqué todo, aceptaron venir todas el sábado a visitar la mansión. Estaban ansiosas. Mi padre y yo preparamos la casa como si fuera para una gala e hicimos lo que pudimos. Pusimos en orden las trampas, guardamos los juguetes de bienvenida y los que te asaltaban por las esquinas, cerramos con llave las puertas que daban a pasillos traicioneros cambia-puertas y le cambiamos la hora a los relojes de cuco que te asustaban cada tres horas con un fantasma de pega saliendo de su interior. Estaba todo listo y cada precaución tomada era insuficiente. Así lo exigía "la disciplina de la escuela de la sabiduría". Eso había dicho mi padre trayéndome un recuerdo inborrable.

De pequeña, mi padre y yo creamos la escuela de la sabiduría y juntos en la biblioteca resolvíamos los misterios del universo. Los poníamos en la pizarra y como si fueramos Einstein sacábamos fórmulas o lo que se nos ocurriera para solucionar el problema. El primer misterio si la luz de la nevera se apagaba al cerrarla y cómo podíamos comprobarlo. Resultaba que si se apagaba y al dejar un palo atascado en la puerta se podía ver que se apagaba. Aunque rompimos la nevera mereció la pena. Resolvimos uno, dos, tres, cuatro, cinco... Hasta seis casos, pero entonces cumpli los once y mis compañeras de clase iban solas a casa, no jugaban con muñecas y hablaban de chicos.

Mientras pensaba en aquella reminiscencia mis amigas llegaron a la mansión. Estaba tan nerviosa. Mi padre y yo las recibimos, las dejamos pasar. Alguna que otra trampa saltó sobre mi amiga Lucía, que le manchó los zapatos con tinta de broma (que se quita enseguida). Tuve que explicarle que era una broma para que no se enfadara. El reloj de cuco de la salita estalló en una carcajada acompañada de un payaso y mis amigas, tomando la merienda, se asustaron tanto que a Rocío le salió la limonada por la nariz. Se hizo un silencio atronador, mi interior me decía que me abandonarían, tanta extravagancia no podía soportarse. Mi casa no solo era distinta, era de un universo diferente. Y mis amigas era normales, como debe ser todo el mundo, con vidas anodinas y pacíficas. Yo era un demonio rojo tirando globos de agua. Me sonrojé, sentí que el silencio me comía. "Sonia, tu casa es muy divertida", dijo Lucía, la líder del grupo. Todos nos reímos, mi padre también, que finalmente se marchó y nos dejó solas. Y que no se vea más el balanceo del pensamiento, que siempre vence al alma.

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